El pozo de las tinieblas (45 page)

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Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

Chirriando con estruendo, los artefactos ocuparon sus posiciones. Grandes y humeantes calderos de brea hirviente, transportados en carretas tiradas por varias docenas de invasores, siguieron a las catapultas. Un humo negro y acre envolvía a los atacantes, pero su hedor no molestaba en absoluto a Kazgoroth.

Alrededor del Rey de Hierro, las legiones de los hombres del norte avanzaban sobre Caer Corwell. El castillo estaba bien fortificado, pero Kazgoroth no dudó nunca del resultado de la batalla.

A la izquierda, Groth y su compañía de firbolg transportaban un pesado ariete a lo largo del camino del castillo. Todas aquellas criaturas llevaban una capucha y una capa de cuero grueso para protegerse de los ataques desde arriba. El ariete, un macizo tronco de roble rematado por una cápsula de hierro, llevaba consigo el poder del Pozo de las Tinieblas, y la Bestia sabía que las temibles puertas de Caer Corwell no podrían resistirlo mucho tiempo.

Miles de hombres del norte se lanzaron contra las vertientes de la colina del castillo. Armados con cuerdas, picas, escaleras y arcos, los invasores empezaron a escalar las empinadas y pedregosas faldas del montículo en un salvaje intento de romper la empalizada de la cima.

Sólo los Jinetes Sanguinarios no participaban en el ataque, porque sus caballos eran un estorbo en las abruptas vertientes o en el estrecho y empinado camino. Pero, cuando cayeran las puertas o se abriese un boquete en la muralla, los Jinetes tendrían también su oportunidad.

Kazgoroth sonrió interiormente, porque sabía que los Jinetes Sanguinarios no fracasarían.

Una lluvia de flechas cayó de pronto sobre los que empujaban las catapultas y derribó a varios hombres del norte. Pero otros los sustituyeron enseguida y las máquinas continuaron su terrible avance. Varios proyectiles empapados en brea habían alcanzado ya la empalizada, obligando a los defensores a retirarse.

Pero Thelgaar fruncía preocupado el entrecejo, mientras la Bestia que había tomado su cuerpo consideraba el único factor desconocido con que tendría que enfrentarse durante la batalla.

¿Dónde estaba la joven druida?

—¡Ahora!

La orden de Tristán resonó en el patio y los arqueros de los ffolk enviaron cientos de flechas contra las filas de atacantes que subían por las vertientes, más allá de la empalizada.

—¡Ahora el aceite!

Cincuenta hombres de la guardia del castillo, además de Daryth, Pawldo y el propio príncipe, habían ocupado la plataforma de la casa de la guardia. Ahora, varios hombres, protegidas las manos con gruesos guanteletes, levantaron un caldero de aceite hirviente hasta el borde del parapeto de piedra y lo vertieron sobre el costado.

Hubo un silencio momentáneo mientras todos esperaban a ver el efecto. Entonces, un joven soldado que estaba en la muralla gritó con desesperación:

—¡No se detienen! ¡Siguen subiendo!

Tristán miró por encima de la muralla con incredulidad. Ciertamente, el aceite hirviente no había hecho más que salpicar las capuchas de los firbolg para verterse luego en el camino y enfriarse enseguida sobre las piedras grises del pavimento.

Los corpulentos firbolg empujaron su ariete contra las gruesas puertas de roble. Volaron astillas y la madera se combó hacia adentro por la fuerza del golpe.

—¡No aguantarán mucho más! —observó Tristán en voz baja.

—¿Cómo podemos detenerlos? —preguntó Daryth a gritos, para hacerse oír en el estruendo de los golpes—. No podemos dejar que entren, ¡ o tendrán el camino libre hasta el castillo !

—¡Vamos! —dijo Tristán, desenvainando la Espada de Cymrych Hugh y abriendo la trampa por la que se descendía a la casa de la guardia.

—Lo mismo da morir abajo que arriba —refunfuñó Pawldo, bajando por la escalera de caracol detrás del príncipe.

Daryth saltó tras ellos. Media docena de hombres de armas siguieron al trío escalera abajo.

Tristán cruzó la puerta que conducía a la parte inferior de la casa a tiempo de ver que la gran puerta de madera se abría hacia adentro. Una de sus hojas se soltó y cayó al suelo, mientras la otra colgaba floja de un solo gozne. Al instante, la masa de entusiastas firbolg entró por la brecha.

Derribada la puerta principal, los firbolg tenían dos caminos para entrar en el castillo. Si podían derribar también el rastrillo con su ariete, podrían cargar directamente hacia el patio. Si lograban dominar a Tristán y sus compañeros, a los monstruos les sería posible subir a través de la trampa al terrado de la casa y, desde allí, alcanzar a todos los defensores que estaban encima de la empalizada.

Tristán se lanzó con su espada contra el firbolg más próximo y le abrió tal tajo que sus tripas se esparcieron sobre el suelo de piedra. Antes de que hubiese caído su primera víctima, el príncipe hirió a otra y después a una tercera. Al poco rato, los alaridos de los firbolg heridos resonaron en toda la estructura de piedra. Los demás monstruos soltaron el ariete y sacaron sus toscas dagas de piedra o sus pesadas cachiporras de debajo de sus capas de cuero.

El príncipe percibió vagamente que Daryth estaba a su lado. Un destello plateado que brilló de pronto entre los dos, cerca del suelo, le indicó que el valiente halfling estaba con ellos.

—¡Cuidado!

El grito de Daryth puso en guardia a Tristán contra el ataque de un firbolg a su izquierda, y esquivó por un pelo el golpe asesino de una pesada hoja. Antes de que el firbolg se recobrase, la Espada de Cymrych Hugh se clavó en su corazón, con un ruido sibilante, y la criatura cayó pesadamente sobre las losas, que pronto quedaron teñidas de rojo por la sangre de la mortal herida.

Más firbolg entraron en la casa de la guardia, mientras las losas se hacían más resbaladizas a causa de la sangre. Al lanzarse Tristán contra un gigante sus botas resbalaron en el suelo y cayó. Por unos momentos quedó sin aliento, y el gigante le dio una patada en las costillas con una bota claveteada. El príncipe se encogió de dolor, y esperó el golpe fatal.

Pero, a través de su borrosa visión, vio que Daryth saltaba y hundía su arma en el firbolg que le había dado la patada.

—¡Ven aquí!

Pawldo agarró el brazo del príncipe y tiró con fuerza sorprendente en un ser de su tamaño. Otro combatiente lo ayudó y, entre los dos, lo apartaron del lugar donde era más fuerte la contienda y lo pusieron en pie. Esquivando un par de golpes de las enormes cachiporras, Daryth se apartó de los firbolg y se reunió con sus compañeros para ver cómo estaba Tristán.

—Estoy bien. Gracias —jadeó el príncipe.

Sin esperar a comprobarlo, Daryth volvió a la lucha al acercarse un firbolg. El ágil calishita dio a la gigantesca criatura un rápido corte en el cuello.

Tristán descansó un momento para recobrar el aliento, mientras observaba la marcha del combate dentro del limitado ámbito de la casa de la guardia. Varias docenas de firbolg seguían luchando furiosamente contra los pocos humanos. Por fortuna para éstos, el reducido espacio y la falta de imaginación de los firbolg jugaban a su favor. Una media docena de adversarios yacían muertos sobre las losas y, cerca de sus cadáveres, había al menos tres hombres de armas con el cráneo aplastado.

Una vez más Tristán se lanzó al combate, eligiendo como su próximo objetivo a un firbolg que sonreía con aire estúpido. El fétido aliento del monstruo casi hizo vomitar al príncipe. Haciendo caso omiso de la primera estocada de éste, el sudoroso firbolg descargó su pesada clava, pero, previendo el golpe, Tristán saltó con presteza a un lado y enseguida destripó a la criatura con el filo de su espada.

Aullando de dolor, el monstruo cayó al suelo, tratando en vano de sujetar sus intestinos. El firbolg murió a los pocos momentos y su sangre hizo que las losas fuesen más pegajosas y resbaladizas que nunca.

El hedor de la sangre y de la muerte llenó la casa de la guardia y el cansancio empezó a dejarse sentir, tanto en los defensores como en los atacantes. Tristán lanzó una rápida mirada a su alrededor y vio que sólo él, Daryth, Pawldo y un hombre de armas estaban entre los firbolg y la puerta que daba acceso al castillo.

Respirando hondo, el principe advirtió que también los firbolg habían aflojado el ritmo de su ataque para descansar un poco. Con furia, Tristán enjugó de sus ojos el sudor que caía de su frente. Sabía que no podía dar tiempo a los firbolg para descansar y reagruparse, o levantarían su ariete y derribarían el rastrillo.

—Debemos atacar —jadeó el príncipe, levantando la Espada de Cymrych Hugh, aunque el esfuerzo le produjo un ardiente dolor en el brazo.

Lanzando un chillido, Pawldo saltó hacia adelante y causó una profunda herida en la pantorrilla de un sorprendido firbolg. Sin embargo, antes de que sus compañeros pudiesen aprovechar su iniciativa, la hoja de un alfanje dio de plano en el cuerpo del halfling y lo lanzó contra la pared. Pawldo cayó sin sentido al suelo.

—Muy bien, hediondo bastardo —gruñó Daryth.

Aunque no alzó la voz, de alguna manera ésta resonó claramente en el estruendo de la batalla. El calishita avanzó agachado y el firbolg que había golpeado a Pawldo retrocedió al presentir la muerte.

Daryth saltó hacia adelante y Tristán se puso con rapidez a su lado. Mientras el príncipe paraba una serie de ataques contra la espalda del calishita, Daryth obligó al firbolg a recular.

Cor un inarticulado grito de terror, el monstruo tropezó con el ariete que seguía tirado en el suelo y cayó hacia atrás con un golpe sordo. Con la cara contraída por el odio, Daryth saltó hacia adelante y hundió su espada corta hasta el puño en el vientre del firbolg.

Saltando hacia atrás con la rapidez del rayo, Daryth esquivó una lluvia de golpes descargados en vano por los otros firbolg. Mientras el enemigo tenía centrada su atención en el calishita, Tristán aprovechó la ocasión. La Espada de Cymrych Hugh parecía regocijarse cada vez que tocaba silbando la carne de un firbolg, y el príncipe infligió varias profundas heridas antes de caer, a su vez, de espaldas contra la pared.

Pero este flujo y reflujo del combate no podía durar mucho tiempo más, y Tristán lo comprendió. Mientras buscaba una solución, un terrible golpe de lado cortó la cabeza del único hombre de armas que todavía resistía con ellos. Ahora Daryth y Tristán se quedaron solos delante de la puerta de madera que conducía a la planta superior de la casa de la guardia.

—Cuando los firbolg llegaron a Corwell...

La potente voz que cantaba resonó en el pasadizo detrás de ellos. Como por arte de magia, el príncipe sintió renacer la fuerza en el brazo que sostenía la espada. La canción, acompañada por los acordes enérgicos pero melodiosos del arpa, pareció producir el mismo efecto sobre Daryth. El calishita enjugó el sudor de sus ojos, y el cansancio que deformaba su semblante fue sustituido por una expresión de determinación mortal.

Y entonces Keren se plantó entre ellos.

El bardo colgó enseguida su arpa sobre la espalda y blandió su espada de plata. Pero, aun sin su instrumento, siguió cantando una encendida canción de guerra, mientras se volvía hacia el príncipe y le guiñaba un ojo entre dos estrofas, diciéndole:

—Uno esfuerzo más, mi príncipe. Esto es todo lo que tendremos que aguantar.

—¡El ariete! —gritó Daryth, señalando con su acero manchado de sangre.

Entonces Tristán vio que, dando muestras de una inteligencia desacostumbrada, algunos firbolg los habían estado entreteniendo mientras otros levantaban el pesado ariete para un ataque final.

—¡Vamos allá! —gritó el príncipe.

Y al instante se arrojaron los tres contra los lentos gigantes y entraron en acción.

Tristán lanzó una rápida estocada contra un firbolg que sostenía un extremo del ariete. Daryth pasó como un relámpago por su lado y giró sobre sí mismo para atacar a los otros confusos gigantes. También Keren intervino en la lucha, golpeando con más lentitud, pero consiguiendo mantener al enemigo lejos de las espaldas de sus dos compañeros.

Toda la agitada masa de firbolg resbaló y maldijo al caer de nuevo el ariete al suelo. Sin embargo, la cachiporra de un firbolg golpeó de lado y alcanzó con fuerza las costillas de Keren. El bardo retrocedió tambaleándose hasta la puerta, pálido de dolor el semblante.

Tratando de proteger a su compañero, Tristán y Daryth retrocedieron también, cediendo al empuje de los firbolg. Como antes, la presión de los pesados cuerpos restringía las acciones de los empeñados en la lucha, y otros varios monstruos añadieron su sangre a la que ya había en el suelo, víctimas de su propio bando.

—No... podemos aguantar... mucho tiempo más —jadeó Daryth, torciéndose frenéticamente para esquivar un alfanje.

La pesada hoja de hierro, que por muy poco no había alcanzado la cabeza del calishita, arrancó chispas de la pared de piedra y abrió una profunda raja.

—Tenemos que intentarlo —gruñó Tristán, demasiado ocupado en parar los ataques como para mirar a su amigo.

Entonces sonó un fuerte ruido metálico y el príncipe reconoció aquel sonido con terrible sobresalto.

Alguien había llegado al torno y estaba ahora levantando la única barrera interpuesta entre los firbolg y el patio de Caer Corwell.

—¡El rastrillo! ¡Van a entrar en el patio! —gritó el príncipe—. ¡A la escalera! ¡Retrocedamos!

—¡Corred, sacos de grasa!

Aquella voz ronca, que resonó en la casa de la guardia, fue como un rayo de esperanza para el príncipe. Vio que el rastrillo había sido levantado sólo tres palmos del suelo y se había detenido. En vez de dejar pasar a los gigantes, fueron Finellen y sus enanos quienes pasaron por debajo del rastrillo.

—Ahora, ¡volved a Myrloch, que es donde debéis estar!

El príncipe no vio de momento la razón, pero los firbolg empezaron a chillar y aullar de miedo y frustración, y a correr de un lado a otro como un rebaño de corderos que hubiesen olido al hambriento lobo. Uno gimió de dolor, otro cayó muerto al suelo.

Tristán y Daryth se apoyaron jadeantes en la puerta, olvidados por los firbolg. Una maldición de un enano que resonó en el patio confirmó la presunción de Tristán sobre la identidad de sus salvadores.

—Ya te lo dije —dijo Keren, poniéndose con esfuerzo en pie—. ¡Bastaba con resistir otro poco!

—Y ni un instante más —reconoció el príncipe, aliviado al ver que el bardo se había recobrado.

—¡Ahora corred, hediondos cobardes! —se mofó Finellen, acompañando su grito de una furiosa puñalada en el bajo vientre de un firbolg que retrocedió.

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