El pozo de las tinieblas (48 page)

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Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

Sus mandíbulas esqueléticas se cerraron en una sonrisa, mientras el negro corcel saltaba hacia adelante, repicando las losas del pavimento con los duros cascos. Con intenso placer, Laric vio que el príncipe no había advertido aún su presencia. Su atención parecía centrada, más allá del patio, en las filas de los hombres del norte que avanzaban...

En Thelgaar Mano de Hierro.

Kazgoroth se detuvo entre los cadáveres de los ffolk que la carga de los Jinetes Sanguinarios había dejado tras de sí. Los pulmones humanos de Thelgaar Mano de Hierro jadearon sin necesidad, pues la Bestia conservaba toda su energía después de la larga subida.

La Bestia observó el galope de las Hermanas de Synnoria desde la caballeriza, y cómo las perseguían los Jinetes Sanguinarios a través del patio.

Y entonces brotaron las llamas del suelo y Kazgoroth, fuera de sí, rugió ante el espectáculo de la destrucción de sus propias criaturas. Las llamas blancas se elevaron y quemaron los ojos de la Bestia con el poder de la diosa. Rugiendo enfurecido, Kazgoroth no tuvo más remedio que desviar la mirada hasta que disminuyese el poder de la diosa.

Por último, la Bestia vio el desastre de los Jinetes Sanguinarios y de nuevo se retorció de rabia su cuerpo. El poder del Pozo de las Tinieblas surgió de modo incontrolable, estallando en llamas en la torcida boca de Thelgaar y convirtiendo sus musculosos brazos en tentáculos serpentinos.

Pero la fría inteligencia del monstruo dominó rápidamente la situación. Los tentáculos volvieron enseguida a recobrar la forma de brazos humanos y la cara de barba blanca volvió a parecerse a la de Thelgaar. Algunos hombres del norte se frotaron los ojos, atribuyendo la alarmante visión a los remolinos de humo y al estruendo desconcertante de la batalla. Otros rezaron en silencio a sus dioses extranjeros.

Tristán se quedó boquiabierto al ver las llamas blancas que devoraban a los Jinetes Sanguinarios. Alcanzó a percibir un ruido detrás de él y, al volverse, vio que la vara de Robyn caía olvidada al suelo. La druida se tambaleó hacia atrás, contra la pared de la torre, y se desplomó muy despacio.

El príncipe saltó a su lado y sostuvo el cuerpo inconsciente antes de que cayese al suelo. Robyn estaba intensamente pálida, pero todavía respiraba. Era evidente que el esfuerzo para realizar aquel terrible hechizo de destrucción había agotado su energía.

Durante un momento, Tristán olvidó la batalla. Angustiado, llevó a su amada Robyn al hueco que había delante de la puerta de la torre, y la tendió con cuidado sobre su capa extendida. Luego tomó la vara y la cruzó sobre su pecho, esperando que el talismán ofreciese una ayuda mágica a su recuperación.

El príncipe advirtió que la vara de roble parecía haberse enfriado algo; ahora daba la impresión de un palo de roble liso y normal, sin aquel extraño latido profundo y vital que antes había observado.

Y entonces Tristán se olvidó de Robyn, al obligarle la Espada de Cymrych Hugh a mirar a través del patio. Vio la figura del rey enemigo que avanzaba: un corpulento hombre del norte de barba blanca, que dirigía el ataque de sus paisanos con loca intensidad.

Pero el príncipe, ayudado por el poder de Cymrych Hugh, vio mucho más que esto. Vio al rey como era en realidad; no humano, ni siquiera animal, sino el engendro de alguna fuerza más profunda y más maligna que cualquier organismo viviente.

Reconoció al rey como el demonio que había atacado a Robyn en su habitación y que sólo había sido rechazado por los esfuerzos combinados de la druida, el clérigo y el príncipe.

Y supo que la Bestia también lo había reconocido.

Robyn lanzó un gemido y se movió sobre los escalones de la torre. El príncipe se volvió a medias hacia ella y vio que abría los ojos. Quería ir hacia ella, pero la espada no se lo permitió.

Entonces, resueltamente, el príncipe de Corwell volvió la espalda a Robyn y avanzó para combatir con Kazgoroth.

La Manada salvó la última elevación al norte de Corwell y por fin vio Canthus su lugar de destino. El castillo se erguía ante él sobre su montículo familiar, pero su aspecto había cambiado mucho.

Un humo negro y unas llamas anaranjadas se elevaban rugiendo en varios sitios a lo largo de la empalizada. El ejército de hombres del norte presionaba en toda la base de la colina, mientras las catapultas bombardeaban la fortaleza desde todas partes y los invasores trepaban por las empinadas vertientes para atacar en todas las brechas abiertas en la empalizada.

Lanzando un gruñido, Canthus corrió en defensa de la mansión de su amo.

Pero este perro leal iba acompañado de mil lobos babeantes, excitados y con un hambre feroz. Cien invasores murieron sin saber qué los había matado, pues la Manada les había caído encima desde atrás. Poco a poco, al sonar en el campo los gritos de los moribundos y los gruñidos de sus verdugos, los invasores volvieron la espalda al castillo para hacer frente a los enemigos caninos que inexorablemente avanzaban contra ellos.

Los lobos se acercaban desde el norte, que era donde el ataque había sido más débil. En el otro lado del castillo, los Jinetes Sanguinarios habían abierto ya una brecha en la empalizada y luchaban con ferocidad en el patio; pero aquí, delante de la masa pétrea de la torre del homenaje, la empalizada se mantenía todavía en pie. Además, la pared del montículo era de rocas escarpadas, imposibles de escalar incluso por los atacantes más resueltos.

Los invasores se volvieron ahora para salvarse, olvidandose del castillo. En un abrir y cerrar de ojos, los lobos se mezclaron con ellos y cada hombre del norte que hacía frente a un lobo con su arma se encontraba con que otros dos animales lo atacaban por el flanco y por la espalda.

Los golpes de hacha y de espada mataron a muchos lobos, pero la Manada continuó avanzando resueltamente, siguiendo siempre al gran podenco que los dirigía.

Mientras proseguía la carnicería, la sangre vertida excitaba más y más a los lobos. Cada vez eran más los invasores que se daban a la fuga, y pronto cundió una ola de pánico. En poco tiempo los enemigos fueron expulsados del lado norte de Caer Corwell.

Un gran carnívoro saltó sobre Grunnarch, pero éste partió el cráneo de la criatura con un golpe terrible de su hacha. Se volvió a tiempo de ver que Raag Hammerstaad, que luchaba cerca de él, se movía con demasiada lentitud para esquivar el ataque de otra bestia.

El lobo clavó los marfileños colmillos en su garganta, a través de la barba de Raag, y arrancó la tráquea y la yugular. Las islas de Norheim perdieron a su rey en aquel instante, pero Grunnarch estaba más preocupado por la pérdida de todo un ejército.

A su alrededor, los invasores habían empezado a volver la espalda y huir de aquellos extraños atacantes. Otro de los gruñidores canes se arrojó sobre el Rey Rojo y, una vez más, el hacha de guerra le salvó la vida.

Pero Grunnarch no estaba preparado para esta clase de lucha. Habría sido difícil encontrar un guerrero más intrépido que él, si su enemigo hubiera sido un hombre de carne y hueso, con armas y armadura; pero, durante esta campaña, el enemigo había sido con frecuencia la lluvia o los insectos o los despeñaderos. Y ahora, estos lobos.

Parecía como si la tierra misma luchase contra los hombres del norte, y esta idea causaba una profunda inquietud al Rey Rojo.

Éste miró a su alrededor y vio que sus hombres huían en número creciente de la Manada. Advirtió que, al cabo de un momento, lo rodearía la furiosa horda.

De buena gana volvió Grunnarch la espalda a los lobos y se unió a los que huían. Ya no prestaba atención al ejército de Thelgaar en el castillo, ni siquiera al estado de la fortaleza.

Voló hacia su barco, varado en la playa del estuario. Pensaba sobre todo en su casa.

El príncipe empezó a cruzar con paso firme el patio en dirección a la masa de hombres del norte. Sin reparar en la fuerza numérica del enemigo, centró su atención exclusivamente en la Bestia. Los restantes combatientes ffolk, restos de las compañías que habían luchado en la defensa del castillo, salieron ahora de detrás de las barricadas y de las edificaciones.

Un centenar de miembros de la compañía de Gavin, resueltos a vengar la muerte de su capitán, se colocaron detrás de Tristán. Una veintena de enanos, dirigidos por la inquebrantable Finellen, salieron de la casa de la guardia y se situaron a la derecha del príncipe. Las Hermanas de Synnoria salieron de la caballeriza, con las lanzas en ristre, para colocarse a la izquierda de Tristán.

Los supervivientes de la guarnición del castillo y de otras compañías acudieron también en tropel al patio. Pronto el número de ffolk detrás del príncipe estuvo a punto de igualar el de los invasores acaudillados por Thelgaar Mano de Hierro.

Por primera vez, el Rey de Hierro sacó la espada de detrás de su espalda. La poderosa hoja de acero, de casi vara y media de largo, se alzó con aspecto amenazador. Las manazas musculosas del rey se cerraron sobre la empuñadura, y la pesada arma se levantó en el aire.

La Espada de Cymrych Hugh, ligera en manos de Tristán, tiraba de éste hacia adelante. Pero el príncipe no necesitaba que lo incitasen a luchar contra la criatura que tenía delante. Comprendía que ésta era la fuente de todos los males que habían caído sobre Gwynneth durante el largo y fatal verano.

De pronto, los atacantes y los ffolk se detuvieron, a cincuenta pasos de distancia. Thelgaar Mano de Hierro se adelantó y Tristán Kendrick, príncipe de Corwell, salió a su encuentro, empuñando el acero.

Tristán miró a la imponente figura que se alzaba ante él y clavó los ojos en la larga espada.

De pronto, el Rey de Hierro descargó aquélla hacia las rodillas de Tristán, pero éste paró el golpe, a costa de un entumecimiento en las manos. Ahora fue él quien descargó la espada contra el hombro del rey; pero la parada de éste fue tan rápida como lo había sido la suya. Una y otra vez chocaron las dos armas, retumbando en el patio, por lo demás silencioso.

El peso del arma de la Bestia, reforzada por el poder del Pozo de las Tinieblas que surgía a través de su cuerpo, chocaba contra la Espada de Cymrych Hugh con fuerza mucho mayor que la del golpe normal, y Tristán tuvo que retroceder ante el continuo ataque del Rey de Hierro.

El entumecimiento de las manos se convirtió en dolor y Tristán empezó a temer cada vez más el próximo golpe. Parecía imposible que no le arrancara la espada de las manos.

Combatían cerca del borde de la vertiente y Tristán se apartó de la mortal espada un instante antes de que la Bestia lo acorralase contra el abismo. Casi cayó entre los restos de la empalizada al esquivar un golpe hacia abajo que partió un grueso tronco.

—¡Mirad!

El grito fue lanzado por un guerrero anónimo entre los ffolk, pero llamó la atención de las multitudes hacia el páramo que se extendía a sus pies.

Mil o más hombres del norte se alejaban de la colina del castillo, perseguidos por miles de lobos. El pánico había cundido en todo el ejército a excepción de los que se hallaban en el montículo con el Rey de Hierro. Ahora, éstos miraron con nerviosismo más allá de la enorme figura de su jefe, hacia la retirada en masa que se estaba produciendo debajo de ellos.

Y vieron que el semblante de su jefe y rey empezaba a transformarse en algo que ni siquiera habrían podido imaginar en sus más terribles pesadillas.

La Bestia observó la huida de su ejército y sintió la inminencia del desastre. Los firbolg y los Jinetes Sanguinarios estaban muertos y, ahora, su ejército huía a la desbandada. La rabia hirvió dentro del pecho demoníaco y la Bestia estalló en su verdadera forma ante los ojos aterrorizados de los hombres del norte y de los ffolk. Su cola creció más larga que los troncos de la empalizada y, al agitarla con furia, arrojó al abismo a una docena de hombres del norte.

El monstruo era ahora mucho más alto que los humanos y su cabeza superaba en altura las paredes del patio. Estaba plantado sobre las musculosas patas traseras cubiertas de escamas.

Unas uñas afiladas brotaban del extremo de las patas delanteras y con ellas trató el monstruo de arrancar el corazón al príncipe de Corwell; pero la Espada de Cymrych Hugh opuso a aquellas garras el poder eterno de la diosa.

La carne de la Bestia no pudo resistir el encantamiento de aquella arma. Chillando de dolor, Kazgoroth se echó atrás para apartarse del príncipe de Corwell y de su poderosa espada.

Un asombro momentáneo hizo que el príncipe se quedase como clavado en las losas, mientras la transformación de la Bestia hacía temblar de horror tanto a los combatientes ffolk como a sus enemigos. Y los atacantes permanecieron inmóviles durante un brevísimo momento.

Es decir, todos menos uno.

Absortos en el combate que se desarrollaba entre el príncipe y el rey, los que estaban en el patio no advirtieron la sombra de Laric, quien se apartó con disimulo de la multitud apretujada, tratando de elegir el momento adecuado. Laric percibió vagamente la transformación de Kazgoroth en su verdadera forma, pero su atención estaba concentrada en la inconsciente doncella.

Mientras todos en el patio estaban como paralizados, Laric espoleó su montura en dirección a la druida. Los cascos repicaron y arrancaron chispas de las losas. Laric se detuvo delante de Robyn en el momento en que ésta pestañeaba y abría los ojos. Ella lanzó un grito de terror, pero la mano del Jinete Sanguinario se había cerrado ya sobre su hombro como una garra. Unos crueles espolones de hueso se clavaron en la piel de Robyn, y la criatura la levantó sobre la cruz de su caballo, observando con placer que había perdido el conocimiento por el horror de su contacto.

Pero todavía vivía, y eso era importante. Laric la mataría, desde luego, pero, para mayor deleite, la muerte debía ser preparada con gran cuidado. De momento, se contentaría con poner tierra por medio entre él y ese caótico escenario.

Los otros que estaban en el patio, todavía inmovilizados por lo que estaban viendo, oyeron ahora el repiqueteo de cascos de caballo sobre las losas. Los que se volvieron notaron la sombra de un caballo negro y a su jinete de capa roja agachándose para pasar por debajo del rastrillo a medias levantado, y los que miraron con bastante rapidez vieron también el cuerpo inmóvil de la doncella doblado sobre la cruz del corcel.

Entonces Laric cruzó por delante de la casa de la guardia, y corrió con la rapidez del viento por el camino del castillo y a través del páramo despejado. Brotaban chispas y salía humo de los sitios donde los negros cascos golpeaban el suelo, y la superficie de la tierra quedaba negra y asolada por dondequiera que pasara el Jinete Sanguinario.

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