El pozo de las tinieblas (46 page)

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Authors: Douglas Niles

Tags: #Fantasía, #Aventuras, #Juvenil

Los monstruos se echaron atrás más deprisa que nunca, resbalando y gateando en el ensangrentado suelo.

—¡Al ataque! —gritó la guerrera enana, y su barba se erizó agresiva.

De inmediato, ella y su compañía saltaron adelante y formaron con sus armas aceradas una resplandeciente e impenetrable muralla mortal.

—¡Bravo! —exclamó Daryth, apoyándose aliviado en la pared.

Tristán esbozó una fatigada sonrisa en dirección al calishita. Juntos observaron la desbandada al cundir el pánico entre las gigantescas criaturas y volverse éstas en masa para huir de la casa de la guardia. Dos docenas de firbolg muertos o gravemente heridos yacían despatarrados y sangrando en la pequeña estructura, mientras un número inferior huía por el camino del castillo.

La lucha por la casa de la guardia había terminado con la victoria de los defensores.

Nubes de humo negro subían en espiral desde la llameante empalizada, oscureciendo la vista del castillo a la Bestia. El monstruo recordaba la facilidad con que habían irrumpido los firbolg en la casa de la guardia. Kazgoroth se preguntaba ahora cómo se habría desarrollado la batalla después de la irrupción. ¿Estarían ya los firbolg en el patio? Irritado, comparaba este rápido triunfo con los lentos progresos de los invasores contra la empalizada. Las empinadas y rocosas vertientes que conducían a la muralla habían resultado ser demasiado escabrosas para que los hombres de a pie pudiesen trepar por ellas en muchos lugares. En otros sitios, unos pocos cientos de hombres del norte habían conseguido alcanzar la cima y lanzarse contra las paredes de madera que, según observó la Bestia con rabia, seguían en pie.

Ahora podía ver Kazgoroth que aquellas paredes ardían sin llama y humeaban en muchos sitios, pero en ninguna parte se había producido una conflagración masiva.

¿Y que había sido de la druida? Todavía no había empleado su poder durante esta fase de la batalla. Estaba seguro de que estaba ahí, con los defensores, durante estas horas, las más oscuras de la historia de Caer Corwell. La Bestia esperaba que atacase pronto, revelando así el lugar donde sé hallaba. Entonces, sería suya.

Kazgoroth, frustrado, podía contener a duras penas el afán de emplear todo el poder del Pozo de las Tinieblas. Una explosión de magia salvaje podía volar todo un sector de la empalizada y dar fácil acceso a los asaltantes al corazón del castillo.

Pero la Bestia sabía que tal exhibición tendría un efecto desastroso sobre sus propias tropas. Los supersticiosos hombres del norte podrían huir del campo de batalla, confusos y presas de pánico. Y comprenderían que algo demasiado poderoso estaba en el cuerpo de Thelgaar Mano de Hierro.

Entonces la Bestia vio que los firbolg, andando pesadamente, salían de entre la negra y arremolinada humareda. Una docena de ellos bajaban corriendo por el camino del castillo, llenos de pánico. Kazgoroth sólo pudo deducir que el resto de la monstruosa compañía yacía muerto en la casa de la guardia o en el mismo castillo.

Furiosa, la Bestia perdió el prudente dominio de sí misma.

Involuntarios estremecimientos de rabia doblaron el cuerpo de Kazgoroth, deformando y transformando su silueta. Aunque pocos hombres del norte estaban lo bastante cerca para verlo, los que lo vieron se echaron atrás, asombrados y aterrorizados.

Primero, la Bestia aumentó más de una vara su estatura, aunque sin perder la forma humana. Gracias a su fuerza de voluntad, Kazgoroth recobró su tamaño anterior, pero no pudo evitar que una erupción de escamas cubriese sus brazos desnudos y su cara. Una lengua bífída, como de serpiente, emergió de la grotesca cara, y los ojos enrojecieron de ira y de frustración.

Con un grito inarticulado, Kazgoroth dio rienda suelta a su cólera en una ráfaga de magia explosiva. Los firbolg que huían corriendo aterrados en pos de Groth, desaparecieron en una estruendosa explosión que voló por los aires un largo trecho del camino del castillo. Piedras, terrones y fragmentos de firbolg saltaron por los aires.

La tremenda explosión hizo que la lucha se interrumpiese un momento, al quedar pasmados los guerreros de ambos bandos. Una parte del camino del castillo se habían desvanecido sustituido por un cráter de unos cuarenta pasos de ancho. Ni un sólo firbolg había quedado con vida, ni se podía encontrar el cuerpo de ninguna de aquellas criaturas. Por fortuna para la moral del ejército de Kazgoroth, habían sido pocos los que habían presenciado la pérdida de control de la Bestia o comprendido el origen de la explosión. Pero, aunque continuaba la batalla, los rumores sobre la naturaleza misteriosa del rey continuaron difundiéndose en el ejército de los invasores.

Una tremenda fuerza de voluntad permitió a Kazgoroth recobrar el control de su cuerpo humano y, una vez más, la forma de Thelgaar Mano de Hierro se impuso en las filas de los hombres del norte.

—¡Lanzad fuego, más fuego! —rugió, y los invasores se apresuraron a obedecer a su rey.

Arrastrando estelas de humo negro, otra lluvia de proyectiles cayó sobre la alta empalizada. Y la Bestia observó, con satisfacción, que muchos de aquéllos daban en el blanco y provocaban media docena más de incendios.

«Tal vez», pensó la Bestia, «Caer Corwell puede arder aún».

El humo acre le irritaba los ojos y el estruendo de la batalla no dejaba de resonar en sus oídos, mientras Robyn hacía todo lo posible para ayudar a apagar los fuegos. Ahora los proyectiles de las catapultas enemigas caían con alarmante puntería, y parecía que los fuegos se encendían más deprisa de lo que podían apagarlos los ffolk.

Los largos cabellos negros de Robyn, sujetos en una larga trenza, giraban alrededor de su cabeza mientras ella corría de un lado en peligro a otro. La desesperación amenazaba con apoderarse de ella, pero Robyn rechazaba esta emoción.

En una pausa momentánea, miró a su alrededor y vio a Gavin cerca de ella, esforzándose en manejar una bomba concebida para ser accionada por seis hombres.

Él la saludó con la cabeza, dedicándole una ligera sonrisa. Ella le correspondió, mientras apartaba de su cara un mechón empapado en sudor, fortalecida por el vigor de su amigo. Tambaleándose fatigosamente, se acercó a él y lo ayudó a subir y bajar la pesada palanca. A su alrededor, los combatientes de los pueblos orientales seguían las órdenes de Gavin.

Pero los incendios amenazaban con destruir la empalizada y dejar a los moradores del castillo a merced de los atacantes.

—Luchas bien, muchacha —gruñó el herrero entre los dientes apretados, mientras manejaba la bomba.

—No tengo alternativa —respondió Robyn.

—Como todos nosotros —dijo sonriendo Gavin—. ¡Vosotros! ¡Tomad aquellos cubos y moveos! —gritó a un grupo de los encargados de apagar el fuego que se habían detenido para recobrar el aliento.

Otros varios hombres se unieron al herrero en la bomba y Robyn volvió a la empalizada para dirigir la extinción de los incendios.

Una bola de brea ardiente cayó en la cima de la empalizada y empapó a uno de los defensores, que se vio envuelto en una llamarada. El hombre se tambaleó hacia atrás y Robyn pronunció deprisa las palabras de un sencillo ensalmo que había aprendido en el libro de su madre. Apareció agua en el aire, que cayó sobre el cuerpo y la ropa de aquel hombre y extinguió las llamas en una sibilante nube de vapor.

Pero tenía que conservar su caudal de magia y de nuevo tomó un pesado cubo y vertió su contenido en un sector de la empalizada que ardía sin llama. Había atado una correa a su vara y colgado ésta a su espalda, y podía sentir la fuerza de su poder a través de la blusa empapada en sudor. Sin embargo, no se atrevía a usarla todavía; su poder era también limitado.

Los manantiales que corrían debajo de Caer Corwell eran profundos, y se habían instalado muchas bombas en todo el castillo para poder extraer el agua en caso de un ataque, pero el fuego se estaba extendiendo. Grandes secciones de la empalizada habían empezado ya a crujir y agrietarse, consumidas por las llamas. La druida miró horrorizada a su alrededor.

De pronto, los acordes de una tranquila balada acariciaron sus oídos, dominando el barullo del ambiente. Como un rayo de sol en medio de una tormenta, la música del arpa del bardo flotaba en el aire del patio, animando a los defensores. Kcren caminaba tranquilamente entre las filas de los desesperados ffolk, tañendo su instrumento y cantando con suavidad la historia de un trágico amor. Se había manchado la capa durante la lucha y cojeaba un poco de la pierna derecha, pero la guerra parecía estar muy lejos de su mente. Robyn levantó la cabeza y vio al halcón negro que volaba en círculos sobre los defensores.

Con una irónica sonrisa, Robyn se imaginó su propio aspecto. Hollín y polvo cubrían su piel, y tenía agrietadas y doloridas las manos.

—¿Has visto a Tristán? —preguntó a Keren.

—Estuvo al mando de los defensores de la casa de la guardia —respondió el bardo, y añadió brevemente—: Pawldo sufrió una herida, pero no creo que sea grave.

—¿Y cómo fue la lucha?

—La casa de la guardia está segura —respondió el bardo—. Los firbolg huyeron, y ahora la amenaza es contra las propias murallas. ¿Cómo resiste?

Robyn ya no pudo disimular su desesperación y se le quebró la voz.

—Temo que no podremos contener el fuego mucho más tiempo.

Como burlándose de sus palabras, se derrumbó de pronto una gran sección del parapeto, entre una nube de humo y de chispas.

Al instante aparecieron en la brecha hombres del norte, que cruzaron las ruinas de la muralla y entraron en el patio.

—¡A las armas!

La voz de mando de Gavin retumbó en el patio y los guerreros de su compañía soltaron los cubos y las bombas para agarrar la espada y el escudo. Keren se colgó el arpa del hombro, empuñó la espada y se unió a los defensores en el flanco más lejano. Pero Robyn sabía que cien o más hombres del norte entrarían en el patio antes de que la compañía de Gavin tuviese tiempo de organizarse.

De nuevo apeló a los conocimientos adquiridos en el libro de su madre y cantó un hechizo arcano que extraía de la tierra el poder de la diosa. Con un vivo y tajante ademán, Robyn hizo que los hombres del norte se revolviesen entre las ruinas de la muralla derrumbada.

De improviso se abrió el suelo bajo sus pies y brotó de él una erupción de plantas. Matojos, enredaderas, plantas trepadoras y espinosas se enroscaron como serpientes a las piernas y a la cintura de los invasores. Sorprendidos por el embrujo de la druida, los atacantes golpearon y acuchillaron con frenesí las retorcidas plantas.

Los tallos y las ramas no retrasarían mucho tiempo el ataque, pero dieron tiempo a Gavin y a los ffolk de los pueblos orientales para formar una larga línea, de tres en fondo, preparada para un furioso ataque. Los hombres del norte que no cayeron enseguida empezaron a retirarse. Respirando con fuerza, debido al esfuerzo y a la excitación, Robyn lanzó un grito de triunfo al ver el quebranto de la fuerza atacante. Gavin y su compañía dominaban ahora toda la brecha.

—¡Lo hemos conseguido! —exclamó Robyn, corriendo hacia el herrero y abrazándolo excitada—. ¡Han echado a correr! ¡Los hemos detenido!

Gavin desprendió con suavidad los brazos de ella de su cuello y señaló con la cabeza hacia el páramo que se extendía debajo de ellos.

—Pero el enemigo no está acabado del todo —le previno el herrero.

La cara de calavera de Laric se distendió en una horrible caricatura de sonrisa cuando distinguió a las docenas de prisioneros que eran empujados hacia los Jinetes Sanguinarios. Durante un momento, los pensamientos del capitán se volvieron hacia la druida que estaba allá arriba, en alguna parte del castillo. Su afán hizo que sus facciones se torciesen de un modo aún más horrible. Incluso el flaco corcel negro en el que estaba montado percibió su excitación y piafó y resopló con nerviosismo.

Desde el campo que había sido antaño lugar del Festival de Primavera, Laric paseó la mirada por la empinada cuesta, casi un acantilado que se levantaba entre él y la presa que tanto deseaba. La empalizada de la cima de la vertiente había quedado reducida a cenizas y, ahora, una línea de ffolk estaba a lo largo de la cresta del montículo, con las armas preparadas.

Los Jinetes Sanguinarios cayeron despiadadamente sobre los prisioneros, en su mayoría viejos ffolk que no habían huido ante el enemigo que avanzaba. Fueron pocos los que tuvieron tiempo de chillar o de volverse horrorizados, y ninguno escapó a los rápidos y mortales golpes. La sangre rica y roja brotó a raudales, para ser recogida por las ansiosas y ahuecadas manos de los Jinetes.

Cada uno de éstos abrió una bolsa grande de cuero debajo de un cuerpo sangrante y recogió con presteza una gran cantidad de líquido carmesí. Laric apenas podía dominar el temblor de sus manos esqueléticas mientras la vida de una frágil anciana se vertía en su bolsa.

Se volvió despacio a su flaca montura negra y se arrodilló junto a su flanco. Con gran cuidado sostuvo abierta la bolsa y levantó la pata trasera del corcel. Sumergió el negro casco de éste en la sangre cálida, gozando con el aroma que se desprendió al encontrarse aquellos dos elementos. Al extraer el casco, éste latía con una vibración furiosa. Poco a poco, deliberadamente, ungió cada uno de los cascos del animal, mientras todos los Jinetes de su compañía hacían lo propio con sus monturas.

Cuando los cascos así embrujados tocaron el suelo, un fuerte ruido resonó en el campo. Si el casco golpeaba por casualidad una piedra o la junta de un guijarro hundido en el barro blando del campo, el ruido era amplificado diez veces y una lluvia de chispas caía sobre la hierba.

Encabritándose ahora con ansiedad, los caballos de los Jinetes Sanguinarios esperaban a sus dueños. Dejando los cuerpos exangües despatarrados en el suelo, las criaturas de Laric saltaron sobre las sillas y volvieron las cabezas de los caballos hacia Caer Corwell. Laric desenvainó su espada y levantó la negra y manchada hoja en el aire delante de él. Su punta señalaba la brecha en la empalizada, en la cima de la imponente colina. El ruido y las chispas de los cascos encantados se esparcieron sobre el campo de batalla con la rapidez del rayo, sofocando todos los otros sonidos.

De inmediato, los grandes caballos se lanzaron al trote. El repiqueteo de sus cascos produjo un estruendo increíble.

Al adquirir velocidad los Jinetes, Laric vio que el mundo se retardaba a su alrededor. Había hombres que se volvían a mirar a los Jinetes y se movían como suspendidos en melaza. Las bolas de brea, lanzadas por las catapultas, parecían casi inmóviles en el aire, como pompas de jabón empujadas por una ligera brisa. El oscuro encantamiento imprimía a los Jinetes Sanguinarios una velocidad mucho mayor que la de los mortales, y el resto del mundo parecía caminar a rastras.

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