El pueblo aéreo (12 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

-Estoy de acuerdo -dijo Khamis -. Nos conviene regresar al río para construir otra balsa y reanudar la navegación. Además, tal vez consigamos rescatar las armas y municiones que arrojé sobre una roca.

-Si no encontramos las armas, tendremos que buscar un medio de sobrevivir hasta que lleguemos a la desembocadura del Ubangui -murmuró Max -, cosa que me resulta bastante problemática.

-Por lo demás aún falta orientarnos en esta boca de lobo -dijo John Cort -. Y no será tan fácil…

-Creo que podemos hacerlo. . . -exclamó el guía, que parecía haberse concentrado profundamente -. Vamos hacia allá. .

Su dedo índice señalaba sin vacilaciones hacia una porción de lianas rotas y quebradas que debían de haber sido arrancadas para llevarlos a ellos hasta el calvero.

Más allá se adivinaba una senda oscura y sinuosa, que parecía practicable.

-Si no es ese el camino, a algún sitio conducirá -murmuró el norteamericano -. Pero antes de partir, comamos algo.

Repartieron un kilo de carne fría entre los tres y la comieron en marcha, llevando los restos del búfalo crudo.

En el momento en que se dirigía hacia el verdadero túnel vegetal que era la única salida practicable del calvero, Max cedió a un súbito impulso y llamó:

- ¡Llanga! ¡Llanga! ¡Llanga!

Fue en vano. Ningún eco devolvió el nombre del muchachito indígena.

-Partamos -dijo simplemente el guía, abriendo la marcha. Pero apenas había pisado la senda, exclamó -. ¡Una luz!

Max y John se adelantaron vivamente.

-¿Serán los indígenas? -preguntó el francés.

-Esperemos un momento…

La luz, probablemente producida por una antorcha resinosa, había aparecido en dirección de los tres viajeros, a un centenar de pasos de distancia.

¿Hacia dónde se dirigía el portador de aquella antorcha? ¿Estaba solo? ¿Podía temerse un ataque o era alguien que acudía en ayuda de los tres hombres?

Khamis y los dos amigos vacilaron un instante antes de introducirse en la selva. Dos o tres minutos transcurrieron lentamente, pero la antorcha siguió en su lugar.

-¿Qué hacemos? -dijo por fin John.

-Caminemos hacia esa luz y veamos qué pasa -propuso Max.

-Vamos -asintió Khamis.

Pero apenas el guía avanzó unos pasos, la antorcha comenzó a retroceder.

¿Qué significaba aquello? Los tres viajeros detuvieron su marcha y la antorcha también hizo alto. ¿Acaso el portador de esa luz pretendía ser seguido? ¿En tal caso. . . hasta dónde?

-Decididamente, es un guía como cualquier otro -decidió Max Huber -. Propongo que lo sigamos.

-Si nos saca de este laberinto, me sentiré agradecido -repuso John-. ¿Qué crees ahora, Max? Tienes por delante una aventura extraordinaria, ¿o esto le ocurre a todos los exploradores que se aventuran en esta selva virgen?

-Te diré… ya tengo bastante. . .

-Mientras ese «bastante» no se transforme en «demasiado», ¡todo va bien, querido amigo!

Después de cuatro o cinco horas de viaje, en que la antorcha se detenía cada vez que ellos lo hacían, para reiniciar la marcha luego, los tres compañeros habían recorrido aproximadamente veinte kilómetros.

Pese a que la intención de Khamis era seguir la luz hasta que sus piernas se negaran a sostenerlos, de pronto la selva volvió a quedar totalmente en tinieblas. La antorcha se había extinguido.

-Hagamos alto -dijo John Cort -. Evidentemente es una indicación para que nos detengamos.

- O una orden…

-Obedezcamos -exclamó el guía -. Podemos pasar la noche aquí.

-¿Pero reaparecerá mañana la luz? -se preguntó inquieto el norteamericano.

Aquélla era la cuestión, y resultaba inútil formularse preguntas sin posibilidad de respuesta.

Tras cocinar un trozo de búfalo, Khamis descubrió un hilillo de agua que serpenteaba entre las hierbas y que era potable. Los viajeros saciaron la sed y se acostaron junto al tronco de un gran árbol, durmiéndose profundamente. Al otro día la antorcha luminosa los guio durante toda la jornada, en que terminaron de comer los restos del búfalo que llevaban. Una profunda aprensión se apoderó de los viajeros al comprender que al día siguiente necesitarían cazar alguna pieza, pues de lo contrario pasarían hambre.

Esta noche se detuvieron cuando la antorcha se extinguió. Una oscuridad profundísima rodeaba a todo y los tres compañeros, agotados, se acostaron, quedando profundamente dormidos.

Lo extraordinario fue que Max Huber, al cerrar los ojos, ¡creyó oír los primeros acordes de «El Cazador Furtivo», de Weber! ¡Absurdos provocados por la fatiga!

13. EL PUEBLO AÉREO.

Al día siguiente, cuando despertaron, los viajeros advirtieron sorprendidos que la oscuridad era mayor en aquel sitio de la selva. Para mayor penuria, la luz que los guiara hasta allí, no reapareció.

-Lo peor de todo es que no tenemos más alimentos -observó Max Huber -, y que nadie parece molestarse por ello…

-Tal vez hemos llegado ya a algún sitio en particular -exclamó el guía.

-¿Adónde? -inquirió John.

-¡A donde nos conducían, querido amigo! -repuso Max con una sonrisa. Era una respuesta que no contestaba a nadie, pero respuesta al fin.

Ahora bien, si la selva estaba en tinieblas, no significaba que estuviera silenciosa. Desde lo alto llegaba hasta ellos un rumor desordenado, como si en las copas de los árboles se moviera gente. Mirando, les pareció distinguir una especie de plataforma gigantesca, pero no hubieran podido jurarlo.

Mientras esperaban, transcurrió una hora. Khamis se paseó entre los árboles, acechando.

¿Por qué los habría abandonado la luz que les sirviera de guía?

¿Qué les quedaba por hacer? ¿Quedarse allí? ¿Partir? ¿Y qué comerían en la ruta? Ya parecía que el hambre y la sed los torturaba…

-¿No nos convendría seguir adelante? -inquirió el norteamericano, impacientándose por primera vez en su vida.

-¿En qué dirección? -objetó Max Huber.

Aquélla era la pregunta. ¿Qué indicio les serviría para tomar una resolución al respecto?

-¡No nos faltarán energías, qué diablos! -exclamó John -. Los árboles no están ya tan cerca uno del otro… Ya encontraremos un claro que nos permita ver el disco solar y orientarnos.

-Vamos -dijo Khamis.

Sin hablar más fueron a reconocer el terreno en una extensión de un kilómetro a la redonda encontrándolo semejante en toda su superficie, desnudo y seco, sin vegetación baja, como si hubieran tenido un techo que lo cubriera, impidiendo el paso de la lluvia, así como de los rayos solares. Por todas partes se veían árboles gigantescos cuyas copas se perdían en lo alto, en tanto que el rumor que les llamara la atención continuaba ininterrumpido y sin que pudieran identificarlo.

En varias oportunidades Khamis creyó ver siluetas humanas deslizándose entre los árboles. ¿Sería acaso una ilusión de los sentidos?

Ninguno sabía qué pensar. Por fin, tras media hora de moverse infructuosamente, los tres viajeros se sentaron junto a un enorme tronco.

Sus ojos comenzaban a acostumbrarse a la penumbra reinante, que parecía atenuarse gracias a los rayos oblicuos del sol, que lograban filtrarse entre la maraña.

- Algo se mueve entre la espesura -murmuró a media voz el guía.

-¿Hombre o animal? -inquirió John Cort, mirando en la dirección señalada por Khamis.

-En todo caso se trataría de un niño pequeño -observó éste -. Es de baja estatura.

- ¡En tal caso será un mono! -exclamó Max.

Los tres permanecieron inmóviles para no atemorizar al cuadrumano.

Si conseguían atraparlo y pese a la repugnancia instintiva del francés, les serviría para alimentarse durante un par de días.

A medida que se les acercaba, el ser no demostraba ningún temor.

Caminaba sobre sus patas posteriores y se detuvo a algunos pasos de ellos. Entonces, entrecerrando los ojos, los viajeros advirtieron que era una criatura de corta edad y no un mono de la selva. Dominados por una enorme sorpresa, los dos amigos se miraron.

-¡Es el chico salvado por Llanga en el río! -murmuró John.

-¿Estás seguro? -le preguntó Max.

-Positivamente.

-¿Pero cómo diablos llegó hasta acá?

-¿No se equivoca, señor John? -terció el guía.

-Ahora mismo vamos a verificarlo -repuso el norteamericano, introduciendo la mano en el bolsillo y sacando la medalla que llevaba el pequeño colgando del cuello.

La criatura vio la medalla y corrió hacia ellos. Era evidente que su enfermedad había pasado. Cuando pasó junto al guía, tratando de recuperar la medalla, Khamis lo aferró reteniéndolo. De labios del extraño chiquillo surgieron entonces varias palabras:

-¡Lo-Mai! ¡Ngala! ¡Ngala!

El significado de estas voces, en una lengua desconocida hasta para Khamis, que hablaba los diversos dialectos congoleses, no fue discutido por los viajeros, pues apenas acababa de gritarlas el niño cuando aparecieron ante ellos dos docenas de seres humanos, de baja estatura pero robustos y provistos de lanzas. Resistir hubiera sido fatal; los nativos rodearon a los tres hombres y sin forzarlos pero con firmeza les indicaron que debían seguirlos.

Tras recorrer quinientos metros, la partida llegó hasta dos árboles cuyos troncos crecían suficientemente cerca como para que sus ramas estuvieran entrelazadas, formando una especie de escalera natural, que se perdía entre el follaje de las copas. Los nativos hicieron subir a sus cautivos, siguiéndolos con agilidad de cuadrumanos.

A medida que trepaban, la luz se hacía mayor, cosa lógica pues, por los intersticios de las ramas se filtraban los rayos del sol.

El francés ya nada decía sobre su poca fortuna para tropezar con lo extraordinario. Esto entraba en la categoría de lo fuera de lo común, y la sobrepasaba.

Cuando la ascensión concluyó, estaban a setenta u ochenta metros sobre el nivel del suelo, y ante ellos se extendía una plataforma de gran superficie, perfectamente iluminada por la luz solar.

Pero lo asombroso era que allí había un pueblo, una verdadera aldea nativa, con sus chozas ordenadas en hileras regulares, sus calles y sus habitantes, hombres, mujeres y niños. Todos pertenecían a la raza de la criatura salvada por Llanga, con ciertos rasgos simiescos, pero evidentemente humanos.

Pero Khamis, Max Huber y John Cort debieron postergar sus observaciones para más adelante. Todo lo que pudieron advertir fue que aquellos seres tenían un idioma articulado, se vestían con hierbas entretejidas y usaban armas toscas pero eficaces.

- ¡Perfecto! -exclamó el francés -. Lo que me sorprende es que nadie parece asombrarse ante nuestra presencia. Tal vez ya conocen al hombre blanco…

Sus captores no se molestaron en tratar de comunicarse con ellos y trasladándolos hasta una de las chozas los hicieron entrar, dejándolos solos y con la puerta cerrada.

-Lo que me gustaría ahora sería un buen plato de comida -dijo entonces Max. Existen los prisioneros que se resignan y los que no toleran su cautiverio. John Cort, Khamis y sobre todo el impaciente francés no podían aguantar mucho tiempo estar entre aquellas paredes opacas que los aislaban del mundo exterior, impidiéndoles saber qué ocurría. Además el hambre los torturaba.

La única cosa que les llenaba de esperanza era que los nativos no se habían mostrado hostiles.

Por lo demás, el protegido de Llanga era uno de los habitantes de la aldea, y posiblemente convencería a sus mayores de las buenas intenciones de los extraños.

-Además si el pequeño fue salvado del remolino, es probable que también Llanga esté con vida -dijo por fin John Cort, lleno de esperanza-.

Cuando sepa que tres hombres han sido traídos al pueblo, comprenderá que somos nosotros y nos buscará.

-¡Esperemos que así sea… pobre Llanga! -repuso Max, conmovido.

Como si hubieran sido palabras mágicas, la puerta se abrió para dar paso al muchachito, que se precipitó en brazos de sus benefactores.

Tras las primeras manifestaciones de alegría, el chico explicó a sus amigos que los mismos nativos que le salvaran a ellos lo habían sacado de las aguas, llevándolo a la aldea aérea.

-Al chocar contra las rocas, Lo-Mai y yo…

-¿Lo-Mai? -lo interrumpió John.

-La criatura que yo salvar antes del río.

-¡Hasta nombre tienen! -comentó Max.

-Evidentemente -le contestó el norteamericano sonriendo -. Lo primero que debe de haber hecho el ser humano al aprender a hablar fue darse un nombre.

-¿Cómo se llaman a sí mismos estos nativos, Llanga?

-Wagddis.

Esta palabra tampoco pertenecía a la lengua congolesa. Pero se llamaran como se llamaran, habían sido esos indígenas los salvadores de los náufragos, lo que evidenciaba un natural pacífico y hospitalario.

Al recuperar el conocimiento, Llanga se había encontrado en los brazos de un robusto ejemplar de Wagddi, que resultó el propio padre del pequeño Lo-Mai, quien a su vez era llevado por la madre. Era lógico creer que el niño se había extraviado en la selva y que sus familiares lo estaban buscando cuando presenciaron el accidente que casi costó la vida de Llanga y sus compañeros.

Todos se habían mostrado reconocidos al saber por boca de la criatura los cuidados que Llanga le prodigara, y ésta era otra demostración de humanidad en aquellos seres simiescos.

-Muy bien, Llanga -dijo Max Huber cuando el muchachito hubo terminado con su relato -. Pero la verdad es que nosotros nos morimos de hambre. Antes de proseguir con tus explicaciones, te agradeceríamos profundamente que nos consiguieras algo de comer…

Llanga salió de la cabaña, para regresar poco después llevando una bandeja con un gran trozo de búfalo asado, bananas, frutas de la acacia adansoniana y una calabaza llena de agua fresca.

La conversación quedó interrumpida por un rato. John, Max y Khamis necesitaban alimentarse y lo demostraron inmediatamente, sin preocuparse por la calidad de lo que comían. Pronto todo desapareció devorado por ellos.

Entonces prosiguieron interrogando a Llanga.

-¿Has visto muchos wagddis? -inquirió el norteamericano.

-S si… muchos.

-¿Y no bajan jamás de esta plataforma?

-Para cazar, buscar frutas y subir agua.

-¿Entiendes su idioma?

-Algunas palabras, entenderlas. Otras no.

-¿Cómo llaman a este pueblo aéreo?

-Ngala.

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