-¡Bah! ¡Con una descarga los haremos huir a todos! -repuso el francés, despreocupado como de costumbre.
-¡No tire, señor Huber! -Khamis arrancó casi el rifle de las manos de Max-.
¡No debemos provocarlos! ¡Correríamos un terrible peligro si estas bestias llegan a enfurecerse!
-¡Pero comienzan a arrojarnos trozos de ramas! -exclamó John in-quieto.
-No contestemos hasta que sea imprescindible -replicó el guía con acento terminante.
La agresión no tardó en formalizarse. De la costa partían piedras, trozos de ramas, frutos silvestres dotados de fuerzas colosales.
Khamis trató de mantener la balsa a igual distancia de ambas orillas, para que los tiros fueran menos fuertes y certeros. Por lo demás el número de los enemigos aumentaba incesantemente; parecía que, como dijera un rato antes Max Huber, toda la población simiesca del África hubiera resuelto atacarlos.
Por fin el francés, que era el de genio más vivo, no pudo contenerse más. Llevándose el fusil al hombro, apuntó brevemente y disparó, diciendo:
-¡Esto ya es demasiado! -un gorila, que acababa de asomar la cabeza entre el follaje de la costa, se tambaleó, desplomándose con una bala entre los ojos.
Pero la agresión en lugar de cesar, aumentó con este hecho. Parecía que aquellos cuadrumanos hubieran estado dotados de raciocinio superior a sus congéneres, y advirtieran la desdichada situación en que se hallaban los viajeros.
-¡No tiremos más! -exclamó John Cort-. Es peor. Total, por ahora lo más que puede ocurrir es que salgamos de este lance con alguna contusión sin importancia…
-Gracias por lo que me toca -repuso Max, que acababa de recibir una pedrada en la pierna izquierda.
Continuaron descendiendo, perseguidos por la doble escolta de monos, que continuaba arrojando piedras y ramas, al mismo tiempo que chillaba furiosamente, como desafiando expedicionarios.
Entretanto, el cauce del río se estrechaba por momentos, aumentando con ello la velocidad de la corriente y por ende la rapidez de la balsa.
Lo malo de la situación estribaba en que si bien los cuadrumanos nunca se hubieran atrevido a lanzarse al agua para abordar a la balsa, las enormes ramas de los árboles, al entrecruzarse sobre el río, les daban un punto de apoyo desde donde saltar sobre los viajeros. Esto fue precisamente lo que intentaron hacer cinco o seis gorilas al promediar la tarde.
Adelantándose unos cincuenta metros, se colgaron de las copas de los árboles con evidentes intenciones de dejarse caer sobre la almadía, que se acercaba a ellos. John Cort fue el primero en verlos y adivinar sus intenciones.
-¡Fuego contra ellos! -gritó, señalándolos.
Tres detonaciones resonaron simultáneamente y tres monos, mortalmente heridos, cayeron al río.
En medio de alaridos y rugidos coléricos, unos veinte cuadrumanos saltaron hacia las ramas y lianas, dispuestos a dejarse caer. Los tres hombres se apresuraron a trascargar nuevamente los rifles, abrieron fuego graneado. Diez o doce cuadrumenos fueron abatidos y por fin los demás, descorazonados, se batieron en retirada, golpeándose el pecho con los enormes puños y lanzando terribles alaridos de desafío.
La balsa había sobrepasado ya aquel puente vegetal; el río seguía estrechándose y a un centenar de metros el agua bullía y rugía, levantando espuma. Era evidente que allí había un fuerte remolino.
Khamis, que llevaba en la diestra la espadilla con que procuraba mantener la dirección de la almadía, no podía evitar que el remolino se apoderara de la embarcación. Por otra parte era peligroso dirigirse hacia la orilla pues en ella aguardaban los monos, dispuestos a reanudar sus ataques.
De inmediato, viendo que la corriente hacía girar lentamente a la balsa y la enviaba hacia la costa de la derecha, los tres fusiles se dirigieron hacia allí y abrieron fuego sobre los monos que se apiñaban, esperando.
Sin embargo lo que puso en fuga a los monos no fueron las armas de los viajeros, sino la tormenta que se descargó súbitamente sobre las márgenes del afluente del Ubangui. Tras varios truenos y relámpagos, seguidos de un rayo que despertó ecos dormidos en el fondo de la jungla, grandes gotas de agua comenzaron a caer, empapando a monos y hombres. Los simios, instintivamente temerosos de semejantes demostraciones de la Mera celeste, huyeron en busca de refugio. En pocos minutos las dos costas del río quedaron desiertas, excepto una veintena de cuerpos inmóviles que no se movieron de donde cayeran por efectos del plomo de las tres carabinas de los viajeros.
Al día siguiente el cielo se había tranquilizado, o tal vez correspondería mejor decir que estaba agotado por el exceso de desgaste provocado por la tormenta. Los viajeros, que buscaran refugio bajo las ramas cubiertas de forraje de un enorme baobab, a cuyo tronco amarraran la almadía, estaban dispuestos a proseguir la navegación costara lo que costara, pues según los cálculos de Khamis, si el curso del río no se desviaba, llegarían al Ubangui en poco más de veinte días, considerando que la corriente había aumentado de velocidad.
Mientras limpiaban sus carabinas, que después del tiroteo de la víspera lo necesitaban, Max y John comentaron los acontecimientos.
-La tormenta ha sido muy oportuna -dijo el norteamericano-. No sé qué hubiéramos hecho si los monos no se hubiesen retirado.
-Tienes razón. Pero debemos mantenernos alerta, pues no sería difícil que volvieran, ahora que el tiempo ha mejorado…
Khamis compartía este temor, pero tras echar una mirada sobre las copas de los árboles cercanos, se tranquilizó, pues no se advertía ningún simio, y la selva estaba silenciosa.
- Espero que no tengamos otro encuentro con semejantes brutos, mi querido John - dijo Max, terminando de limpiar su carabina -. Nos quedaríamos sin municiones…
-¡Y pensar que ese desdichado pretendía establecer relaciones sociales con tales energúmenos! ¡Qué mundo éste! Es necesario que para tamaña pretensión aparezcan tipos como el doctor Johausen, el profesor Gardner o algunos de los sabios que conocí en mis tiempos de estudiante en la Sorbona. . .
-Bueno, tras la experiencia de mi compatriota Gardner, me parece que habrá pocos que pretendan establecer semejantes relaciones rotas hace ya tanto tiempo…
-Al pobre doctor Johausen deben de haberle roto los huesos y no las relaciones, mi estimado amigo…
-¡Bah! Ya sabemos que los animales no son otra cosa que irracionales y que deberán continuar siéndolo. . .
-Y muchos hombres también, John -Max dejó de reír y se puso muy serio -. Lamento profundamente regresar a Libreville sin llevar noticias del doctor.
-Antes tenemos que pensar en atravesar esta selva infranqueable, Max…
-Eso lo haremos.
-De acuerdo, pero me gustaría que ya hubiéramos terminado…
El viaje no presentaba ya dificultades para el optimista francés. Y sin embargo, aún faltaban centenares de kilómetros en medio de peligros desconocidos para el hombre blanco.
En aquel momento Khamis, que estaba ocupado preparando el desayuno, los llamó a comer. Llanga apareció llevando algunos huevos de pato silvestre, que fueron reservados para el almuerzo.
-Lo que lamento es haber perdido tantas balas inútilmente -comentó John-. Podríamos aprovechar esos animales y reaprovisionarnos de carne.
- ¡Puaf! -exclamó Max, asqueado.
-¿Qué? ¿Te disgusta?
- ¡Caramba, John! ¡Sería repugnante! ¡Carne de mono!
-No es tan mala -afirmó Khamis-. Muchas tribus del Congo la comen con deleite.
- ¡Pero son antropófagos!
- Creo que en caso de necesidad, yo no vacilaría -terció el norteamericano.
- ¡Pues tú también serías un caníbal! ¡Es como comer a un semejante!
-¡Gracias por lo que me toca! -dijo John, lanzando una carcajada.
En definitiva y para tranquilidad del estómago del francés, los restos de los antropoides muertos durante la batalla quedaron abandonados a las aves de rapiña.
La balsa volvió a la corriente. Khamis maniobró con suma habilidad, teniendo gran trabajo en mantener el curso y evitar los remolinos formados en el mismo centro del río. Max y John debieron colaborar utilizando pértigas hechas con ramas de árbol, y una hora después la almadía estaba del otro lado del peligroso lugar.
El día prometía ser hermoso. Ni amenazas de lluvia ni síntomas de tormenta sobre el horizonte. Un sol radiante iluminaba el curso líquido, los pájaros cantaban sobre los árboles y el calor volvía a ser tórrido, sin que lo disminuyera una suave brisa del norte, que hubiera servido para ayudar a la navegación de haberse dispuesto de una vela.
El afluente del Ubangui volvía a ensancharse paulatinamente a medida que se dirigía hacia el sudoeste. Ya no había posibilidad alguna de que las ramas de los colosos de la jungla se cruzaran sobre las aguas, con lo que los ataques de los monos no eran de temer. Por otra parte, los antropoides no volvieron a presentarse.
John Cort derribó a tiros a varias aves zancudas, que sirvieron para el almuerzo, acompañadas por los huevos que recogiera el pequeño Llanga.
El resto del día transcurrió sin sobresaltos, pero al caer la tarde, Khamis, que timoneaba con la espadilla, llamó a Max y se la entregó, corriendo a ubicarse en la parte delantera de la balsa.
-¿Qué ocurre? -inquirió el francés.
-¡Miren!
Y el guía señaló con la mano una violenta agitación de las aguas.
-¡Otro remolino! -exclamó Max con acento contrariado.
-No, señor Huber. No es un remolino.
-¿Y entonces?
La respuesta a esta pregunta fue dada por una columna de agua proyectada hacia lo alto desde la superficie de las aguas.
-¡Caramba! ¿Acaso hay ballenas en los ríos de África? -inquirió el francés.
-Ballenas no. Hipopótamos.
Un resoplido ensordecedor se dejó escuchar casi de inmediato, y en el sitio donde se levantara el chorro de agua, surgió una cabeza enorme, con una boca monstruosa y un par de ojos semejantes a dos linternas oscuras y relucientes.
Ante aquel animal, ni siquiera Max Huber sintió deseos de probar su puntería, pese a que es sabido por los exploradores africanos que la carne de hipopótamo tiene un sabor parecido a la del cerdo. Mientras el anfibio no tratara de atacarlos, los viajeros procurarían mantenerse a distancia, sin provocar su cólera. Un choque con semejante masa de carne y músculos hubiera podido ser fatal para todos.
-¡Qué nadie se mueva! -ordenó Khamis-. ¡Tratemos de pasar inadvertidos, pero estemos preparados para arrojamos al agua en caso de necesidad.
-Yo me encargo de Llanga -dijo Max.
Los cuatro se tendieron de bruces sobre la almadía, permaneciendo inmóviles y sin hablar, mientras la corriente arrastraba la embarcación por el centro del río.
Durante algunos segundos la ansiedad creció… la cabeza. del anfibio había desaparecido bajo las aguas: ¿acaso estaba por emerger arrojando la balsa por los aires y atacando a los tripulantes?
Por fin el punto peligroso fue sobrepasado, y todos respiraron llenos de alivio. Naturalmente, cazadores experimentados y valerosos como ellos no podían atemorizarse ante un solo hipopótamo. En muchas oportunidades lo habían enfrentado exitosamente, pero ahora la situación era distinta, las circunstancias muy desfavorables. Por eso fue tranquilizador observar que el animal se había ido a reposar al fondo del río, como acostumbran a hacerlo esos monstruos acuáticos.
Al anochecer Khamis detuvo la almadía junto a la desembocadura de un pequeño arroyo tributario, donde encontraron no sólo moluscos comestibles, sino también árboles frutales. Aquello hubiera sido perfecto, pero lo estropeaban los enormes mosquitos que comenzaban ya a merodear sobre la orilla.
Por fortuna el pequeño Llanga tenía muchos recursos adquiridos durante sus primeros años de vida. Llamando a Khamis le señaló los montones de boñiga seca dejada por los rumiantes, antílopes, ciervos y búfalos que acudían a abrevarse a aquel sitio durante la noche. El guía comprendió. Mezclando la boñiga con la leña de una hoguera, se consigue ahuyentar a los mosquitos y demás insectos, que escapan del humo acre y espeso así producido.
Durante la noche el fuego se mantuvo encendido, turnándose los viajeros para alimentarlo, a medida que cambiaban la guardia. Así, cuando despuntó el día, todos estaban descansados tras una noche de sueño reparador, y pudieron reiniciar la navegación sin inconvenientes.
Durante la primera parte de la jornada, dos docenas de monos de alta talla y miembros fornidos se mostraron con gestos amenazadores desde la orilla derecha. Como nada se advertía en la izquierda, Khamis procuró mantener la balsa más cerca de ésta que de aquélla.
Después del almuerzo, el guía se sintió muy intranquilo, pues el río trazaba un codo pronunciado, modificando hacia la derecha su recorrido, en ángulo casi recto. No cabía duda alguna que el «Río Johausen» desembocaba en el Ubangui, pero si se desviaba algunos centenares de kilómetros hacia el este, la situación se tornaría bastante crítica.
Pero una hora más tarde el curso de agua retomaba su orientación primitiva, lo que permitió calcular a Khamis que después de todo, su confluencia con el Ubangui sería muy cercana al límite del Congo Francés.
Estaba ya poniéndose el sol, cuando los viajeros hicieron tierra nuevamente. Mientras Khamis preparaba la hoguera, el pequeño Llanga buscó infructuosamente moluscos o frutos silvestres para mejorar la cena.
Luego, descorazonado, se dirigió hacia la orilla del río para mirar cómo varios troncos, arrastrados por las aguas, pasaban frente al campamento.
Uno de aquellos restos flotantes conservaba aún su follaje, con frutas y hojas. Pero no fue esto lo que llamó la atención del pequeño nativo, sino algo que se movía entre las ramas y hojas. ¿Sería acaso un animal?
Estaba ya a punto de avisar a sus protectores, cuando se produjo un nuevo incidente. Un grito ahogado, singular, que era más bien un llamado lleno de desesperación, resonó sobre el tronco, y luego un cuerpo pequeño y oscuro se lanzó al agua, con el propósito evidente de alcanzar la costa.
Llanga creyó reconocer en aquel ser a un niño de corta edad, o mucho menor que él. ¿Podría la criatura llegar a tierra, o la corriente lo arrastraría irremisiblemente?
El protegido de Max y John advirtió que las fuerzas faltaban al diminuto nadador, qué se debatía, desapareciendo frecuentemente bajo la superficie agitada de las aguas. Entonces, sin pensarlo dos veces, respondiendo a un sentimiento humanitario que era en él una segunda naturaleza, Llanga se arrojó al río y alcanzó a la criatura en el momento en que se hundía nuevamente.