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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

El pueblo aéreo (6 page)

- ¡La cama está lista! -exclamó Max-. ¡Faltará el colchón elástico pero en cambio tenemos un mullido tapiz de algodón!

Khamis encendió una pequeña hoguera que convirtió rápidamente en un rescoldo que no iluminaba casi, y asó otro trozo de antílope. La cena fue idéntica al almuerzo y a la comida de la tarde. Todos lamentaron la falta de galletas que durante el viaje habían reemplazado al pan, pero esta vez no les quedaba más remedio que resignarse. Por otra parte, las costillas asadas fueron suficientes para satisfacer el apetito de todos.

Terminada la cena, antes de acostarse bajo las ramas del enorme algodonero, John Cort dijo al guía:

- Si no me equivoco, hemos avanzado constantemente hacia el suroeste…

-Sí -repuso Khamis-. Cada vez que pude vislumbrar el sol, verifiqué nuestra ruta.

-¿Cuántos kilómetros calcula usted que hemos recorrido en esta jornada?

- Alrededor de veinte, señor Cort. Si podemos mantener este tren de marcha, dentro de un mes estaremos en la costa del Ubangui.

-Bueno, pero creo conveniente calcular también las contingencias imprevistas.

. .

-No olvides que cabe agregar a eso los golpes de suerte, amigo mío -agregó Max, siempre optimista-. ¿Quién sabe si no descubrimos pronto algún curso de agua que nos lleve hasta el gran río sin fatigas?

-Pero ahora no hay señales de semejante evento, Max.

-Es que todavía no hemos avanzado suficiente hacia el oeste -afirmó Khamis-. Les aseguro que me sorprendería mucho si mañana o pasado no alcanzamos…

-Hagamos de cuenta que no vamos a descubrir ningún curso líquido tributario del Ubangui -lo interrumpió John Cort- Un viaje de treinta días a través de la selva, calculando siempre que las dificultades no se hagan mayores, no es como para que expedicionarios aguerridos desfallezcan.

¿Verdad?

-Además, espero que esta selva no esté tan desprovista de misterio como parece - terminó Max sonriendo-. ¡Por ahora es un sitio tan seguro como una plaza europea!

-¡Tanto mejor si sigue así!

-¡Tanto peor para mí, John! Y ahora, Llanga, ¡hay que dormir!

-Sí, amigo Max -repuso el pequeño nativo, mirando con sus gran-des ojos a sus protectores. En verdad estaba agotado tras una jornada agobiadora para un niño de su edad. Sin embargo, sus labios no se habían abierto una sola vez para quejarse.

John lo cargó en sus brazos y lo acostó bajo las ramas del algodonero, al advertir que se le cerraban los ojos y no podía ya mantenerse despierto.

El guía insistió en quedarse nuevamente montando guardia, pero los dos amigos no se lo permitieron, resolviendo reemplazarse cada tres horas, pues si bien los alrededores del improvisado campamento no resultaban sospechosos, era imposible saber qué peligros podían ocultarse en aquella intrincada selva. La prudencia aconsejaba vigilar mientras durara la noche.

Mientras Khamis y John se tendían bajo la copa del algodonero, Max Huber montó guardia dispuesto a vigilar durante las primeras tres horas.

El francés, apoyando su rifle cargado contra el tronco del árbol, se abandonó al encanto de la noche africana. Todos los ruidos del día habían cesado y entre las altas ramas de los árboles se filtraba, como una respiración entrecortada, el viento nocturno.

Los rayos de la luna, muy alta sobre el follaje, y se deslizaban entre las hojas y caían a tierra trazando líneas semejantes a las rayas de una cebra. Más allá del claro la jungla también se iluminaba suavemente con el resplandor del satélite terrestre.

Extraordinariamente sensible a esta poesía de la naturaleza, el francés la aspiraba por todos sus poros, gozando en silencio de tanta hermosura. No dormía, pero soñaba. Por momentos le parecía que era el único ser viviente en medio de aquel mundo vegetal.

¡Mundo vegetal! Así había llamado con su imaginación latina a la enorme selva del Ubangui…

-¿Acaso es necesario ir a los extremos más alejados del mundo para descubrir sus secretos? - pensaba perezosamente-. ¿Para qué tentar la conquista de los dos polos, a costa de obstáculos que quizás son infranqueables?

¿Con qué fines? ¿Para solucionar algunos problemas de magnetismo y electricidad terrestres? ¿Vale acaso la pena que por lograr estos fines muera tanta gente? ¿No sería más útil para la Humanidad recorrer a fondo estas selvas impenetrables, desentrañar sus misterios, vencer su impasible impenetrabilidad ¿Cómo? ¿No existen en América, Asia, África y Oceanía sitios como éste, vírgenes, fértiles, dignos de ser poblados y entregados al mundo? Nadie ha arrancado aún a estos viejos árboles sus enigmas, como los antiguos lo hacían a los robles de Dodona…

¿y acaso no tenían razón los hombres de antaño, al poblar sus bosques de faunos, dríadas, ninfas y seres sobrenaturales?

Así soñaba Max Huber.

¿Acaso no era en aquellas selvas del África Ecuatorial donde la leyenda ubicaba a seres semihumanos, fabulosos? ¿No era hacia el este de la jungla del Ubangui donde, en el país reconocido y explorado por Schweinfurth y Junker, vivían los Niam-Niam, esos hombres con cola, que una vez estudiados resultaron no tener ningún apéndice caudal?

¿No había encontrado Henry Stanley durante sus viajes al norte del Ituri, tribus íntegras de pigmeos, cuyos integrantes medían en promedio menos de un metro de estatura? ¿Y el misionero británico Albert Lhyd no había reconocido comarcas entre Uganda y Cabinda pobladas por más de diez mil enanos perfectamente proporcionados, de un metro a un metro treinta de estatura? ¿Y no había en los bosques de Ndoucorbocha, más allá del Ipoto, cinco pueblos liliputienses?

Lo más extraordinario de todo era que aquellas tribus diminutas no dejaban de ser laboriosas, guerreras y valientes como sus primas de estatura normal.

Así, dejándose llevar por su entusiasmo aventurero y su imaginación inflamada, Max Huber se obstinaba en creer que la selva del Ubanguí debía de albergar seres extraños, desconocidos para el hombre europeo, cuya existencia no fuera sospechada ni por los antropólogos.

¿Por qué no podía haber cíclopes, con un solo ojo, con trompa en lugar de nariz, clasificables entre los proboscidios?

El francés, bajo la influencia del ambiente, dominado por esos sueños fantásticos, no cumplía con su deber de vigilar atentamente como hubiera debido. Así, un enemigo hubiera podido acercársele en cualquier momento sin que lo advirtiera, poniendo en grave peligro su seguridad y la de sus compañeros.

Por eso cuando una mano se apoyó sobre su hombro lo sobresaltó haciéndolo incorporar de un salto, fusil en mano.

-¿Eh? ¿Qué pasa? -inquirió mirando en derredor.

-Soy yo -lo tranquilizó John Cort-. ¿Me has tomado por un salvaje del Ubangui? ¿Ha pasado algo?

-Nada…

-Vete a dormir, amigo mío. Ya has velado tres horas.

-Sea, pero estoy seguro que los sueños que me asalten mientras duerma no serán tan fantásticos, como los que acabo de tener con los ojos abiertos… Hasta mañana, John.

La primera parte de la noche no había sido turbada por ningún acontecimiento desagradable y el resto también transcurrió sin peligro alguno para los viajeros.

6. RUMBO AL SUROESTE.

Al día siguiente, el 11 de marzo, restablecidos de las fatigas de la víspera, John Cort, Max Huber, Khamis y el pequeño Llanga se dispusieron a enfrentar la segunda jornada de marcha.

Abandonando el refugio que les prestara el algodonero, cruzaron el claro de la selva saludados por millares de pájaros silvestres que chillaban y cantaban con voces estridentes ante la invasión de aquellos intrusos.

Antes de reiniciar la marcha la prudencia aconsejaba comer algo:

el desayuno se compuso de carne de antílope fría y agua de un arroyo que aumentó la provisión de las cantimploras.

El comienzo de la etapa se hizo tras verificar la altura del sol en el calvero; los rastros y señales indicaron que aquella parte de la selva era recorrida habitualmente por grandes cuadrúpedos. Los pasos y senderos se multiplicaban, y al promediar la mañana los viajeros vislumbraron cierto número de búfalos y dos rinocerontes que se mantuvieron a distancia evidentemente sin humor de presentar batalla, lo que resultó en parte sorprendente y beneficioso, pues les permitió ahorrar balas.

Tras recorrer una docena de kilómetros, el pequeño grupo se detuvo:

Era casi mediodía y el apetito se hacía sentir.

En aquel punto John Cort abatió dos avutardas de las llamadas paauw, de carne excelente y más delicada que la de sus congéneres europeos.

-¡Ante todo, exijo que se sustituya el asado de antílope! -dijo Max, frotándose las manos.

-No hay nada más sencillo que eso -repuso Khamis, y tras limpiar una de las aves la atravesó en una estaca y la doró al fuego lento.

Pronto la avutarda desapareció entre los dientes de la partida, que la encontró exquisita.

Tras descansar unos minutos después de la comida, el pequeño grupo se puso nuevamente en marcha.

Las condiciones fueron tornándose peores a medida que avanzaban.

Los senderos eran cada vez más escasos y el tránsito se hacía penoso y problemático. Era necesario abrirse camino entre los arbustos, pastizales y lianas, cortando a golpe de hacha todo lo que era posible y seccionando con el cuchillo el resto. Para empeorar las cosas, comenzó a llover, y gruesas gotas cayeron durante horas. Esto, que en principio fue una incomodidad más, se transformó luego en una bendición, pues al llegar a un calvero pudieron llenar las cantimploras, que estaban casi vacías. Khamis buscaba en vano las señales de un curso de agua, y al no hallarlo atribuyó a esto la falta de animales grandes que abrieran sendas en la selva.

- Por lo visto no estamos cerca de un río -comentó John Cort cuando se prepararon para acampar y pasar la noche.

Esta simple reflexión era fruto de un frío razonamiento: el arroyo que vieran introducirse en la selva al principio del viaje debía de trazar un semicírculo, volviendo a salir en algún otro sitio de la foresta. Naturalmente, esto no significaba que tenían que abandonar la dirección escogida. Por el contrario, era la única que los llevaría con vida hasta el Ubangui.

-Por lo demás, no sería difícil que siguiendo esta ruta logremos entrar en contacto con otro tributario del gran río -afirmó Khamis.

La noche cayó rápidamente; los expedicionarios habían acampado junto a otro árbol gigantesco, un bombax, cuyo tronco simétrico se elevaba a más de cuarenta metros de altura.

La vigilancia fue establecida como la noche anterior; esta vez el sueño de los viajeros fue turbado de tanto en tanto por los lejanos mugidos de búfalos y rinocerontes, pero los durmientes no hicieron caso.

No era de temer que apareciera algún león, pues es raro que estas peligrosas fieras visiten las regiones ecuatoriales del Continente, prefiriendo latitudes más elevadas, sea hacia el norte, sea hacia el sur. Los bosques demasiado espesos no resultan satisfactorios para esos animales de temperamento caprichoso, de costumbres independientes, que se complacen viviendo en espacios abiertos donde les resulta más cómodo moverse a voluntad.

Pero si no hubo rugidos, tampoco se escucharon gruñidos de hipopótamos, lo que era de lamentar, pues las voces de esos monstruosos anfibios hubieran indicado con su presencia que había un curso de agua cercano.

Al día siguiente se pusieron en marcha al rayar el alba, bajo la luz grisácea de un cielo encapotado que apenas se filtraba hasta la selva.

Max Huber derribó de un tiro con su rifle a un antílope del tamaño de un asno, o mejor dicho, de una cebra. Era un oryx, de pelambre rayada en caprichosos dibujos, con cuernos de casi un metro de largo que se curvaban elegantemente hacia arriba y atrás, presentando una simetría de diseño exquisito.

Este antílope tiene en sus cuernos un arma defensiva de primera, que en zonas más al norte le permite resistir victoriosamente los ataques del mismo león. Pero el animal en cuestión, apenas fue visto por Max tuvo su suerte sellada y cayó sin poder huir, con una bala atravesándole el corazón.

Se trataba de una abundante provisión de carne obtenida con el gasto de una sola bala, lo que para nuestros amigos era una verdadera suerte. Con aquel antílope podrían alimentarse varios días.

Una vez que terminaron de descuartizarlo, trabajo que realizó casi enteramente Khamis con su habilidad característica en todas las tareas relacionadas con la vida al aire libre, repartieron la carga, entregando inclusive un pequeño bulto a Llanga, que reclamaba insistentemente su parte, y reanudaron la interrumpida marcha.

-¡Eh! ¿Parece que aquí la carne es barata? -comentó John Cort.

-Depende de la puntería que se tenga repuso el guía.

-Y de la suerte -agregó Max, que era más modesto de lo que suelen serlo los cazadores afortunados.

Pero si bien los tres hombres estaban firmemente resueltos a no gastar más pólvora y balas que las necesarias para cazar su alimentación, estaba escrito que la jornada no concluiría sin que las carabinas no sirvieran para la defensa común.

A lo largo de un buen kilómetro el guía creyó que se verían forzados a hacer uso de sus armas de fuego para repeler el ataque de una tribu de monos, que les siguió por las ramas de los árboles, saltando con la agilidad de atletas consumados, gritando y gruñendo amenazantes.

Eran cuadrumanos de gran tamaño, cinocéfalos de tres colores, amarillos, rojos y negros. A éstos se habían unido bandas de pequeños micos que chillaban y gesticulaban desde las más altas ramas, produciendo ruidos ensordecedores.

Pero esta escolta, que se había reunido alrededor de mediodía, desapareció dos horas más tarde sin que se produjera ninguna agresión.

En aquel momento los cuatro viajeros recorrían una senda ancha y cómoda que se perdía de vista. Pero si por un trecho se felicitaron de haber encontrado un camino practicable, pronto tuvieron que arrepentirse de haberlo seguido, pues se encontraron con dos de los animales que seguramente contribuían a mantenerlo en condiciones.

Se trataba de una pareja de rinocerontes, cuyo jadeo peculiar oyeron poco antes de las cuatro de la tarde. Khamis, que fue el primero en escucharlo, dio la voz de alto.

-Malas bestias, esos rinocerontes -dijo, tomando la carabina que llevaba en bandolera.

-si… peligrosas -replicó Max-. Y eso que son herbívoros.

-¡Que tienen el pellejo bien duro!

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