El pueblo aéreo (13 page)

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Authors: Julio Verne

Tags: #Aventuras

-¿Tienen jefe?

-Sí.

-¿Lo has visto alguna vez?

-No. Ellos llamarlo Msélo-Tala-Tala.

-¡Son palabras congolesas! -gritó Khamis.

-¿Qué significan? -quiso saber Max.

-«El Padre de los Espejos». . .

Aquélla era la expresión que utilizaban los nativos para designar a los hombres que usaban anteojos…

14. LOS WAGDDIS.

¡Su Majestad Msélo-Tala-Tala, gobernante del pueblo aéreo de los Wagddis!

¡Esto debía bastar para satisfacer hasta a la imaginación francesa de Max Huber!

-Creo que por una vez tú tenías razón y yo estaba equivocado -reconoció John Cort-. Todavía quedaban cosas extraordinarias en África.

-De acuerdo, mi querido amigo. Pero ahora que lo hemos comprobado, te diré que no pienso pasar el resto de mis días en esta localidad estudiando a sus habitantes.

El norteamericano lanzó una estruendosa carcajada.

- ¡Convendrás conmigo en que pueden hacerse ciertos sacrificios por la ciencia! -repuso -. ¡Tenemos que estudiar a los Wagddis!

-Sea, pero con dos condiciones…

- ¿Cuáles?

-Primero que nos dejen en libertad de movimiento por toda la aldea, y segundo que tras haber circulado libremente, podamos marcharnos en cualquier momento.

En realidad estas condiciones eran algo personales, pues la verdad era que los tres estaban en manos de aquellos salvajes y nada podían hacer para aliviar su cautiverio, más que confiar en la bondad y agradecimiento de sus captores.

En aquel momento apareció Lo-Mai, que viendo a su salvador corno a prodigarle mil caricias. John Cort hubiera permanecido estudiando a la extraña figura, pero como la puerta estaba abierta, el impaciente francés se precipitó al exterior, forzando a sus amigos a seguirlo.

Así se encontraron en medio de una especie de plaza rectangular, rodeados por una multitud de wagddis, que iban a sus quehaceres sin prestarles atención, guiados por Lo-Mai que se había aferrado a la mano de Llanga.

Los dos blancos observaron a la población de aquel pueblo aéreo, tratando de captar alguna palabra en su idioma. Por su parte el guía reconoció numerosas voces de dialectos congoleses corrompidos y John Cort se sintió asombrado al advertir que aquellos nativos repetían dos o tres palabras en alemán, entre otras, la voz «vater», que significa «padre».

-¿Qué quieres que te diga, John? -repuso Max cuando su amigo le llamó la atención sobre semejante descubrimiento -. Si uno de estos simios sin cola se me acerca y golpeándome la espalda me habla en latín, no me asombrará. Esto es demasiado fantástico para que llame la atención.

El pequeño Lo-Mal parecía orgulloso de pasear a los forasteros por el pueblo, y era evidente que los conducía a algún sitio determinado John estudiaba atentamente los rostros y características anatómicas de los wagddis, advirtiendo particularidades que anotaba mentalmente.

Aquellos seres, entre otras características humanas, tenían la de caminar pisando con todo el pie y no con los dedos recogidos, como los grandes monos antropoides. Además sus dentaduras eran totalmente humanas.

-Es una lástima que no sepamos el lenguaje de los aborígenes -comentó Max Huber. Khamis había intentado hablar con Lo-Mai utilizando diversos dialectos congoleses, pero fuera de algunas palabras en común, resultaba prácticamente imposible comprenderse.

Tras una hora de paseo, llegaron al extremo más alejado de la aldea aérea. Allí se alzaba una cabaña evidentemente de mayor importancia que las otras. Afianzada sobre las ramas de un gigantesco bombax, su techo se perdía entre el follaje.

¿Sería aquello el templo de los dioses de la extraña tribu? La ocasión de averiguarlo era magnífica y John Cort, con su inquisitivo espíritu científico, trató por todos los medios de hacerse comprender del pequeño. Por fin Lo-Mai pareció captar lo que le preguntaba el blanco y exclamó, señalando la gran cabaña:

- ¡Msélo-Tala-Tala!

¡Aquél era el palacio real de Ngala!

Sin más ceremonia Max Huber se encaminó hacia allí, pero el pequeño wagddi lo tomó de la mano para detenerlo, demostrando un verdadero temor.

-¿Msélo-Tala-Tala? -inquirió el francés.

El pequeño asintió, tirándole siempre de la mano. Al mismo tiempo dos centinelas apostados ante la construcción se adelantaron haciendo gestos inequívocos con sus lanzas. La entrada al palacio estaba evidentemente prohibida.

Los visitantes siguieron a Lo-Mai hasta el centro de la villa, donde la criatura los introdujo en otra cabaña de sencillo aspecto, en cuyo interior había dos nativos, un hombre y una mujer.

-¡Ngora! ¡Ngora, Lo-Mai! -dijo el pequeño, señalando hacia la mujer. Luego se volvió hacia el hombre y exclamó -: ¡Vater! Vater!

Esta última palabra, «padre», en alemán era realmente intrigante en labios de aquel salvaje.

Los padres de Lo-Mai recibieron afectuosamente a Llanga, a quien consideraban con razón el salvador de su hijito. Luego sonrieron a los tres viajeros, con los que no podían comunicarse más que por gestos.

Tras un cuarto de hora pasado en el interior de la cabaña estudiando el ambiente en que vivían los wagddis, los viajeros la abandonaron.

El padre de Lo-Mai los despidió en la puerta de su casa, con una amplia sonrisa extendiendo las dos manos, que Max y John estrecharon con más entusiasmo que Khamis.

15. TRES SEMANAS DE ESTUDIO.

¿Cuánto tiempo se quedarían Max, John, Khamis y Llanga en aquella exótica aldea?

¿No se produciría algún incidente que alteraría la situación relativamente buena en que se hallaban frente a los naturales? Por otra parte, considerando que lograran evadirse… ¿cómo harían para atravesar la jungla del Ubangui y llegar hasta el gran río?

Tras haber deseado tanto correr una aventura extraordinaria, Max Huber comenzaba a arrepentirse y sentía enfriar su entusiasmo. Ahora era el más impaciente por marcharse del pueblo aéreo y regresar a Libreville.

Por su parte el guía estaba furioso con su suerte, que lo llevara a caer entre las patas -porque para él eran patas - de aquellos seres extraños.

Era pues John Cort el menos apurado por marcharse, pues su antiguo entusiasmo por la antropología no había disminuido un ápice y tal vez nunca se le volvería a presentar una oportunidad como aquélla de estudiar a seres que podían clasificarse fácilmente de eslabón entre el hombre y el mono. Por eso quería permanecer por lo menos tres semanas en la aldea aérea. Nadie podía asegurarles que se quedarían mucho más tiempo, pero por lo demás el trato que recibían era cordial.

-Tenemos que entrar en conversaciones con el soberano de este pueblo -dijo Max, conversando sobre el tema con sus compañeros -. Es el único que puede ayudamos a partir y encontrar e1 camino indicado.

En realidad no debía ser tan difícil entrevistar al augusto personaje, a menos que hubiera algún tabú al respecto. Pero el grave problema era la forma de establecer comunicación con él. ¿Cómo hablar con el rey, si era imposible hacerlo con sus súbditos?

-¡Estamos haciendo progresar a la antropología! -repitió John varias veces para consolar a sus compañeros. Pero el francés no tenía la pasta de un Gardner o un Johausen.

-¡Que se vaya al diablo la antropología y los antropólogos! ¡Yo quiero irme de aquí!

Cuando regresaron a la cabaña que tenían asignada, los viajeros advirtieron que alguien había ordenado su interior, llevándose los restos de comida. Era evidente que los nativos eran limpios y bastante disciplinados, lo que les acordaba un punto más en su condición de seres humanos.

Numerosos objetos habían sido llevados, y si bien no había ni sillas ni mesas, habían colocado vasijas, platos con frutas y una especie de fuente con un gran trozo de oryx asado.

-Esto es muy importante -observó el norteamericano -. Los únicos seres que conocen el fuego son los hombres… Los animales nunca han cocinado sus alimentos.

Pero lo que más resultó del agrado de los viajeros fue descubrir en un extremo del recinto, cuidadosamente apilados, los efectos que creyeran perdidos en el naufragio. Sus carabinas, revólveres y municiones estaban allí, junto con la marmita que perteneciera al doctor Johausen.

-Esto habla en favor de la moralidad de los nativos -dijo enfática-mente John Cort-. Saben que no deben guardar lo que no les pertenece.

En aquel momento entró en la cabaña un joven wagddi, de unos dieciocho años de edad, rostro despejado y alegre, llevando más fruta y una calabaza con agua fresca, que depositó sobre el piso. Luego se golpeó el pecho y dijo:

-¡Kollo!

John calculó que era el nombre del nativo, que evidentemente estaba a cargo de proveerlos de alimentos o quizás de vigilarlos, porque no se movió de la cabaña.

Durante los días siguientes los viajeros tuvieron oportunidad de ratificar sus primeras impresiones sobre las costumbres y el modo de ser de aquella extraña tribu. Los wagddis eran de buen carácter, silenciosos, trabajadores y nada curiosos, lo que los diferenciaba netamente de los demás nativos africanos en general. Tenían una agilidad envidiable, pero no se jactaban de ella descolgándose de las copas de los árboles y realizando piruetas extraordinarias con la más absoluta naturalidad.

Además revelaron tener una vista agudísima y gran precisión en el manejo de las armas, llegando a cazar pequeños pájaros al vuelo con sus flechas. En cuanto a los animales mayores, derribaban fácilmente a los antílopes, búfalos y hasta rinocerontes, utilizando azagayas y venablos.

Max Huber los acompañó en varias oportunidades durante sus excursiones de caza mayor, pero siempre en calidad de testigo, pues sus compañeros lo habían convencido de que no debía gastar municiones inútilmente.

Bajo la aldea corría un río muy semejante al que los viajeros bautizaron con el nombre de «Río Johausen». Probablemente era otro afluente del Ubangui, pero… ¿sería navegable? ¿Poseían los wagddis embarcaciones?

Era necesario saberlo para poder pensar seriamente en la fuga.

Max sospechaba que si sabían nadar era porque utilizaban el curso líquido para moverse, y por lo tanto, que debían de tener embarcaciones.

Así era. Se trataba de artefactos algo mejores que las balsas, pero inferiores a la piragua que utilizan tan profusamente otras tribus africanas.

En realidad no eran más que enormes troncos de árbol excavados por medio del fuego y convertidos en botes, primitivos pero sólidos.

Tras haber estudiado los aspectos materiales de la vida de los wagddis, John Cort se interesó en averiguar si tenían algún rudimento de vida religiosa.

-Creo que tienen cierta dignidad y moral, sentido de la propiedad y de la decencia -comentó con Max -, la familia está organizada con criterio bastante moderno y existen lazos afectivos entre hijos y padres, según pudimos verificarlo en el caso de Lo-Mai y sus progenitores.

-Y entonces, ¿qué les falta para ser totalmente humanos?

-Parecería que no tienen la menor noción de vida espiritual. No he visto ni ídolos ni representaciones religiosas de ninguna índole…

-A menos que la divinidad sea para ellos el famoso Msélo- Tala-Tala. Tal vez por eso no lo dejan ver a los forasteros.

Entretanto el pobre Khamis intentó varias veces abandonar la aldea, sin lograrlo. Por fin se produjo un serio incidente que de no haber mediado la intervención del padre de Lo-Mai, habría acarreado graves consecuencias.

Los guerreros que custodiaban la escalera que comunicaba la aldea aérea con la superficie de la tierra, detuvieron al guía en uno de sus intentos de exploración, y comenzaron a castigarlo con las astas de sus lanzas, hasta que apareció Lo- Mai, padre, terciando en favor de Khamis frente a uno de los jefes de los guerreros, un nativo a quien llamaban Raggi, de rostro brutal y pecho fornido.

Tras esta escena los viajeros esperaban ser conducidos a presencia del rey Msélo-Tala-Tala, pero para sorpresa de todos, nada ocurrió.

Un día, según los cálculos aproximados de los cautivos, era el 9 de abril, las circunstancias parecieron favorecer sus planes de evasión.

Desde la superficie del río se alzaron fuertes clamores. ¿Sería acaso un ataque llevado por otros indígenas enemigos de los wagddis, que pretendían tomar la aldea aérea?

Hubiera bastado incendiar la selva para provocar un verdadero desastre a los habitantes de Ngala…

De inmediato Raggi, y unos treinta guerreros corrieron hacia la escalera, descendiendo cono velocidad simiesca. Los cautivos, guiados por Lo-Mai padre, se ubicaron en un extremo del pueblo desde donde se podía presenciar la batalla.

Pero no se trataba de hombres. Los enemigos eran los cerdos de río, a los que los pobladores de la aldea aérea atacaban con el propósito de proveerse de carne. Los animales, verdaderos cerdos acuáticos, huían aterrorizados, destrozando todo cuando se oponía a su paso.

A través de las ramas de los árboles los prisioneros siguieron los pormenores de la cacería, que fue corta pero peligrosa.

Los guerreros desplegaban un extraordinario valor, arriesgándose a caer bajo las pezuñas y colmillos de los animales enfurecidos.

Max hubiera deseado buscar su carabina y colaborar con los wagddis, pero sus compañeros se lo impidieron, no deseando que gastara inútilmente las balas de que disponían. Además era conveniente evitar que los nativos se enteraran que poseían esas armas terribles, que debían servir como último recurso frente al peligro.

-Tienes razón, John -aceptó el francés de mala gana -. Puede que nos convenga cuidar la pólvora para un momento más oportuno…

16. SU MAJESTAD MSELO-TALA-TALA.

Tras tres semanas de cautiverio, suave y sin violencias, pero cautiverio al fin, los prisioneros no habían tenido aún la mejor probabilidad de escapar del pueblo aéreo. Esto resultaba molesto para Max Huber, insoportable para Khamis pero bastante agradable para John Cort, que aprovechaba cada momento disponible y estudiaba las costumbres y características del extraño poblado.

El tiempo se había mantenido magnífico. Un sol espléndido inundaba la gran plataforma, bañando cabañas y calles.

Las visitas de Max y John a los padres de Lo-Mai habían sido muy frecuentes, y lo único que faltaba para completar la etiqueta eran las tarjetas. O por lo menos, cierta comprensión del idioma. El norteamericano había aprendido algunas palabras, pero eso no bastaba para establecer una comunicación fluida con los nativos. Además siempre subsistía el misterio de los términos alemanes injertados en el lenguaje de los wagddis. ¿Acaso habían estado en contacto con misioneros germanos del Camerún? Era difícil pues hubiera habido alguna señal del paso de esos hipotéticos exploradores. En cuanto a las palabras congolesas era más explicable, pues en tiempos lejanos podían haber recibido la visita de nativos del Congo que hubieran contribuido con su idioma a elevar el nivel cultural de los wagddis.

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