Tras haber repuesto sus fuerzas comiendo el exquisito asado preparado por Khamis, bebieron un trago del agua cristalina de un arroyo que corría entre los árboles y se sentaron para discutir el camino que seguirían.
El primero en hablar fue John Cort.
-Hasta ahora hemos obedecido las órdenes de Urdax por la confianza que nos merecía -comenzó diciendo-. Esta confianza es la misma que experimentamos hacia usted, Khamis. Díganos qué es lo que a su parecer conviene que hagamos ahora…
-Así es -afirmó Max Huber-. Hable, que nosotros obedeceremos a sus indicaciones.
-Usted, ha recorrido el país -prosiguió John-. Hace años que guía caravanas con una dedicación que conocernos perfectamente. Hacemos un llamado a esa dedicación y a la fidelidad que siempre ha demostrado.
Sabemos que usted no nos llevará por mal camino.
-Pueden contar conmigo -repuso sencillamente el guía, estrechan-do las manos de los dos amigos.
-¿Qué nos aconseja hacer? -inquirió John Cort-. ¿Debemos o no renunciar al proyecto de Urdax de bordear la selva hacia el oeste?
-Habrá que cruzarla -repuso sin vacilar el guía-, estaremos menos expuestos a un mal encuentro; fieras, puede ser, pero nada de indígenas hostiles, que son peores que las fieras. Ni denkas, ni budgos ni pahuinos se han arriesgado jamás a entrar en el Gran Bosque. Los peligros que correríamos en la llanura serían mayores. Repito que en esta foresta, donde una caravana no hubiera podido internarse, tendremos mayores posibilidades de salir con vida que siguiendo cualquier otro camino.
Creo que con un poco de suerte llegaremos bien a los rápidos de Zongo.
Estos rápidos atraviesan el curso del Ubangui en el punto donde el gran río cambia bruscamente de dirección, virando del oeste hacia el sur, y es allí donde la gran selva prolonga su extremo más lejano; así, pues, bastaba a los viajeros seguir aquella dirección para tener la certeza de entrar en contacto con otra caravana a breve plazo.
El consejo de Khamis era el más inteligente que podía esperarse; por lo demás el itinerario que proponía abreviaba la marcha rumbo al Ubangui. La única pregunta que se formulaban todos era: ¿qué peligros desconocidos encerraba aquella selva virgen? Además, no había senderos de ninguna especie, excepción hecha de los sitios utilizados por los animales salvajes para atravesar la maleza baja. Hubiera sido necesario tener machetes para abrir caminos, pero debían conformarse con el hacha de campaña de Khamis y los cuchillos de monte de Max y John.
Tras haber meditado sobre todas las posibilidades, John Cort no dudó más. En cuanto al problema de la orientación, si bien el sol era casi invisible a causa del follaje, no era un problema.
En efecto, una especie de instinto, semejante al de los animales, inexplicable y que se encuentra en algunas razas de hombres más que en otras, y que les permite guiarse y orientar sus pasos en la dirección deseada aunque no dispongan de medio alguno de información, facultaba a Khamis a encaminarse sin margen casi de error hacia el Ubangui…
Max y John confiaban plenamente en esta aptitud como si hubieran tenido una brújula y un sextante. En cuanto a los obstáculos de otra índole que podían interponerse en el camino de regreso, el gula dijo:
-No encontraremos más que senderos apenas practicables, cortados por troncos de árboles secos, caídos por la edad o el embate del rayo y otros obstáculos por el estilo. Además debe de haber otros cursos de agua desconocidos, que desembocan en el Ubangui.
-Pero eso sería una ventaja para nosotros y no un problema. Con construir una balsa de troncos… -comenzó a decir Max, lleno de entusiasmo, pero John Cort lo interrumpió.
-¡No tan rápido, querido amigo! No te dejes llevar por una imaginación calenturienta…
-El señor Max tiene razón -terció Khamis-. Hacia el Poniente tendremos que encontrar un curso de agua que desemboca en el Ubangui…
-De acuerdo -afirmó John Cort-. Pero recuerda qué clase de ríos tiene África… en su mayor parte no son navegables.
-No ves más que dificultades, John -Las dificultades conviene imaginarlas antes de que se presenten para poderlas prevenir, amigo mío.
El norteamericano tenía razón: los ríos africanos no ofrecen características semejantes a la de otros continentes, y sus cuatro grandes cuencas líquidas, la del Nilo, la del Zambezi, la del Niger y la del Congo, no son navegables ni siquiera en los cursos de agua más importantes, pues se encuentran cortados por rápidos, cataratas y caídas de agua que han contribuido a lo largo de siglos a convertir al continente negro en una tierra inexplorada y difícil de recorrer.
Por lo tanto la objeción hecha por John Cort era seria. Khamis así lo reconoció, pese a que no era tan grave como para hacer abandonar el proyecto que enunciara anteriormente.
-Cuando encontremos un curso de agua lo seguiremos hasta donde sea posible -dijo el guía-. Si los obstáculos que se presenten son fáciles de salvar, los salvaremos. En caso contrario, nos limitaremos a tomar tierra y proseguir la marcha a pie.
-Aclaremos que yo no me opongo en ninguna forma a su propuesta -interrumpiólo el norteamericano-. Por el contrario, me parece una buena idea seguir rumbo al Ubangui tomando uno de sus afluentes como medio de viajar más rápidamente. . .
Ya no cabía discutir más. Tan sólo era posible adoptar una resolución, ¡y fue Max Huber quien la materializó en palabras!
-Bueno… ¡en marcha!
Sus compañeros las repitieron llenos de entusiasmo.
En el fondo el más satisfecho con la situación era el francés:
Aventurarse en el interior de aquella inmensa foresta, hasta aquel momento inexplorada y tradicionalmente impenetrable… Tal vez allí hallaría el elemento extraordinario que le haría correr las aventuras que tanto anhelaba y que le fueran negadas hasta aquel momento.
Alrededor de las ocho comenzó la marcha hacia el sudoeste. ¿Qué distancia debían recorrer para alcanzar el curso de agua que buscaban y llegar así hasta el Ubangui? Nadie podía decirlo. Y si se trataba del arroyo que atravesaba el sitio donde se alzaran anteriormente los tamarindos, y que ahora estaba cubierto por los troncos destrozados y los restos del campamento. . . ¿no seguiría una dirección demasiado oblicua para desembocar en el gran río? Además, por el momento su caudal no autorizaba a considerarlo navegable en ninguna porción de su curso.
Por otra parte, si aquella inmensa masa de árboles no tenía en su seno un camino más o menos apto para avanzar, resultaría bastante difícil abrirse paso hasta la civilización. Los expedicionarios confiaban que los grandes animales, como los rinocerontes y búfalos, hubieran trazado sendas transitables entre la maraña vegetal, achatando los arbustos y quebrando lianas y enredaderas.
Llanga, ágil como un lebrel, corría adelante pese a las insistentes voces con que lo llamaba John Cort, instándolo a que fuera más cauto y no se alejara. Pero, pese a que a menudo se perdía de vista, su voz aguda y penetrante llegaba constantemente hasta los oídos de sus protectores.
-¡Por aquí! -gritaba-. ¡Por aquí!
Y los tres hombres lo seguían a través de la senda que iba descubriendo.
Cuando se tornó necesario orientarse en aquel maremágnum de ramas y hojas, el instinto del guía actuó automáticamente. Por lo demás, a través de los intersticios de las copas de los árboles el sol dejaba filtrar sus rayos dorados, por medio de los que resultaba fácil calcular la altura del astro rey. Empero, la mayor parte de la jungla estaba ensombrecida por el espeso follaje, reinando una semipenumbra increíble a aquella hora temprana. Los viajeros comentaron que durante los días tormentosos aquel bosque debía de estar totalmente a oscuras a mediodía. En cuanto a las noches, todo intento de circulación se tomaba evidentemente imposible. Por su parte Khamis había expresado su intención de hacer alto entre la puesta del sol y el alba de cada jornada, para descansar y no correr riesgos inútiles. En cuanto a otras precauciones, acamparían bajo la copa de alguno de los gigantes de la selva y no encenderían fuego alguno, excepto durante el rato necesario para asar la caza atrapada en el día. Si bien la selva no debía de ser muy frecuentada por los nómades, y no habían encontrado traza alguna de los que acamparan en el lindero la noche del desastre, era preferible pasar inadvertidos entre la espesura, no llamando la atención con hogueras nocturnas.
Algunas brasas bastarían para la rudimentaria cocina y en aquella época del año no era de temer que durante las noches refrescara.
La caravana había sufrido mucho los grandes calores tropicales de la región recorrida durante los meses anteriores. Ahora, bajo las copas de aquellos grandes árboles, los aventureros se sentían más protegidos de la temperatura y mientras la humedad no aumentara podían considerar un cambio ventajoso el poder dormir al aire libre.
Lo más temible de todo era la lluvia. Aquélla era una comarca con grandes precipitaciones pluviales a lo largo de todo el año. En la zona equinoccial soplan vientos alisios que se neutralizan. De este fenómeno climatérico, surge como resultante que siendo el cielo habitualmente calmo, las nubes esparcen sus vapores húmedos en forma de copiosos aguaceros. Durante los últimos quince días, el firmamento se había mostrado sereno y habiendo comenzado la luna con buen tiempo, podía esperarse que siguiera durante otras dos semanas.
En aquella parte de la jungla, que seguía una pendiente poco sensible hacia el Ubangui, el terreno no era pantanoso, lo que no era dable esperar más al sur.
El suelo, firme, estaba tapizado por una hierba alta y espesa que hacía difícil caminar, sobre todo porque las patas de los animales salvajes no la habían hollado aún.
-¡Eh! -observó Max Huber-. ¡Es de lamentar que nuestros amigos los elefantes no hayan llegado hasta aquí! Hubieran podido abrirnos un sendero en esta endemoniada maleza.
-Aplastándonos con la vegetación… -agregó John Cort irónica-mente.
-Con toda seguridad -agregó el guía-. Debemos contentarnos con los caminos trazados por búfalos y rinocerontes, cuando los haya.
Khamis era quien mejor conocía aquella parte de la selva africana, pues había recorrido las junglas del Congo y Camerún. Se comprenderá, pues, que no tuviera dificultad alguna en clasificar los magníficos ejemplares del reino vegetal que iban dejando atrás. John Cort en particular se interesaba en el estudio de aquellas plantas y árboles, encontrando maravillosas las fanerógamas que tanto abundan en aquella selva, y que llegan desde el Congo hasta el Nilo.
-Lo mejor de todo será poder variar nuestra dieta mezclando la carne con los vegetales comestibles que encontremos -agregó comentando el hecho con sus amigos.
Sin mencionar a los gigantescos tamarindos, tan comunes en la jungla, había mimosas de extraordinaria altura y baobabs de hasta ochenta metros. Ciertos especímenes alcanzaban treinta y cinco o cuarenta metros, con sus ramas espinosas, hojas largas y anchas, con frutos que al estar maduros estallan lanzando las semillas a mucha distancia del tronco. De no haber tenido su maravilloso instinto de orientación, Khamis hubiera podido dirigir la marcha con sólo seguir las indicaciones del sylphinum lacinatum, pues las hojas de este arbusto se abren a ambos lados de cada rama, señalando unas hacia el este y otras hacia el oeste.
Un brasileño perdido en medio de aquellas vastas forestas, hubiera podido creerse en medio de la selva de su país natal. Mientras Max Huber protestaba contra los arbustos enanos que erizaban la tierra de ramas y espinas, John- Cort no se cansaba de admirar el tapiz verde donde se multiplicaban las distintas especies en una demostración de vitalidad extraordinaria.
Todos aquellos representantes del reino vegetal no estaban demasiado unidos en aquella enorme extensión de tierra. De no haber sido por las gruesas lianas y enredaderas, hubiera podido transitar por la selva una caravana con carretas y vituallas, sin dificultad alguna.
Desde todas las copas y todas las ramas caían en guirnaldas caprichosas, cadenas vegetales y festones de diversos colores las plantas parásitas que se nutrían de la savia de los colosos del bosque, formando verdaderas cortinas que imposibilitaban casi el paso de los viajeros.
Y del medio de aquella amalgama viva de maleza y frondas, escapaba un concierto de chillidos, aullidos y gritos, mezclados con cantos y silbidos, que se prolongaban desde la salida hasta la puesta del sol. Los cantos escapaban de los picos alargados de millones de pájaros que revoloteaban y se posaban sobre las ramas.
Los gritos pertenecían a las distintas colonias de simios, de babuinos de pelo grisáceo de chimpancés y de gorilas, los más fornidos y peligrosos monos de África. Hasta aquel momento aquellos cuadrumanos no se habían dejado llevar por ningún sentimiento hostil hacia los viajeros, que debían de ser los primeros hombres que indudablemente pisaban aquella parte de África. Había, pues, en aquellos animales más curiosidad que cólera; esto no hubiera ocurrido en otras partes del Continente Negro, donde los traficantes de marfil ya habían hecho conocer el significado de las armas de fuego a las bestias de la selva a lo largo de sus expediciones, que tantas vidas humanas costaban anualmente.
Tras un primer alto en medio de la ornada, otro se hizo al caer el sol. El camino se tornaba realmente difícil, a causa del constante aumento de lianas que formaban una red espesa y difícil de quebrar. Cortarlas era un trabajo penoso y largo. Por fortuna, de tanto en tanto podían avanzar sin dificultades por los senderos trazados por los búfalos, cuyas cabezas se alcanzaban a divisar entre la maleza, entre los macizos de espesos arbustos. Estos rumiantes son peligrosísimos, y los cazadores deben evitar al atacarlos caer bajo sus cuernos. Por otra parte, son difíciles de abatir, y una de las formas más seguras es pegarles un tiro en la frente. Max y John no habían tenido la oportunidad de cazar a aquellos animales, pero, como la carne del antílope duraba, no se arriesgaron a gastar inútilmente municiones. Durante el viaje no debía resonar tiro alguno, excepto cuando fuera absolutamente imprescindible para la salvaguardia de todos, en defensa propia o para cazar el diario sustento.
Khamis dio la voz de alto en el borde de un pequeño claro de la selva y acamparon bajo la copa de un gigante vegetal, cuyas ramas nacían a seis metros de altura, prolongándose hacia el cielo en un magnífico despliegue de follaje verde grisáceo, con flores de color blanco que caían sobre un tronco de corteza plateada. Era el algodonero africano, cuyas raíces sobresalen formando arcos, bajo los cuales es posible buscar refugio.