La bala del rifle penetró en el ojo derecho del elefante, alcanzando el cerebro de la bestia y matándolo inmediatamente.
¡Un tiro con suerte! -murmuró John entre dientes, echando a correr nuevamente.
Los demás paquidermos llegaron junto a su congénere y se detuvieron un momento, proporcionando así un respiro a los hombres que huían.
En la jungla no había vuelto a verse fuego alguno, ni a nivel ni sobre los árboles. Todo se confundía con el perímetro del oscuro horizonte.
Agotados, jadeantes, cubiertos de transpiración, los tres hombres parecieron desfallecer a cincuenta pasos de la salvación.
-¡Vamos! ¡Vamos! -repetía Khamis.
Los elefantes habían reiniciado la persecución y estaban cada vez más cercanos. Pero el instinto de conservación es más poderoso que la fatiga, y Khamis, Max y John consiguieron llegar al refugio ofrecido por los primeros árboles, dejándose caer a tierra apenas franquearon aquella salvadora muralla.
En vano los elefantes trataron de alcanzarlos. La jungla era demasiado impenetrable para sus cuerpos gigantescos.
Los fugitivos estaban a salvo… por lo menos en cuanto a los elefantes se refería. Ante ellos, densa, impenetrable, misteriosa, se extendía la selva de Ubangui.
Cuando los expedicionarios llegaron a la foresta, era casi medianoche.
Tras descansar un rato rodeados de la más inmensa oscuridad, comenzaron a inquietarse. Habían escapado de un terrible peligro, pero ignoraban si estaban por caer en otro. En medio de la noche habían visto subir a los árboles las misteriosas antorchas que iluminaran la selva, para extinguirse luego… ¿Dónde estaban los indígenas que debían de haber acampado allí? ¿No se produciría una agresión al rayar el alba?
-Debemos vigilar -dijo el guía cuando recuperó el aliento.
-Sí -asintió John Cort-. Corremos peligro de ser atacados en cualquier momento… alcanzo a vislumbrar los restos de una hoguera…
En efecto. A cinco o seis pasos de ellos, al pie de un árbol, se veían brillar varios tizones encendidos aún.
Max Huber se levantó y preparando su carabina fue a revisar los alrededores. Su ausencia fue muy breve.
-No hay peligro alguno -anunció cuando regresó-. Esta parte de la jungla está totalmente desierta. Los indígenas deben de haberse marchado.
-Tal vez se fueron cuando vieron aparecer a los elefantes -observó John Cort.
-Quizás. Los fuegos que vislumbramos se extinguieron cuando el señor Max y yo oímos los primeros barritos de esos animales -afirmó Khamis-. No alcanzo a comprender. Esa gente tiene que haberse sentido segura detrás de los árboles.
-La noche no es precisamente muy adecuada para buscar razones y motivos, amigos -dijo el francés bostezando -. Confieso que tengo mucho sueño. Los ojos se me cierran solos…
-Este no es momento oportuno para dormir -exclamó John.
-Comprendo tus escrúpulos, pero el sueño no obedece, ordena.
¡Hasta mañana! -y con estas palabras el despreocupado joven se recostó, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido.
-Acuéstate también tú, Llanga -dijo suavemente John-. Yo velaré hasta mañana.
-Duerma tranquilo, señor Cort -intervino Khamis-. Yo estoy acostumbrado a la vigilia nocturna y puedo montar guardia sin riesgo de ser sorprendido.
El guía era hombre de absoluta confianza, pero el norteamericano insistió en acompañarlo. Llanga se acurrucó cerca de Max y pronto sumó sus ronquidos a los del francés.
John resistió durante quince minutos pese a que la fatiga lo dominaba.
Khamis no lograba arrancar de su recuerdo la muerte del desdichado portugués, con el que había estado unido por una antigua y sólida amistad.
-El desdichado perdió la cabeza y viéndose abandonado por los portadores y con todo el fruto de su trabajo perdido, no supo qué hacer -dijo por fin.
-¡Pobre, hombre! -murmuró John.
Estas fueron las dos últimas palabras que alcanzó a pronunciar.
Vencido por el agotamiento físico, se deslizó sobre la hierba y se durmió profundamente.
Solo, los ojos bien abiertos y la diestra cerrada sobre la carabina, Khamis se incorporó para poder vigilar mejor, comenzando a pasearse, listo para despertar a sus compañeros ante la menor señal de peligro que se presentara.
Por fortuna llegó el alba con sus primeras luces sin que nada hubiera turbado el descanso de los tres durmientes. Khamis empero continuó vigilando.
En los capítulos precedentes el lector ha podido formarse una idea fiel de las diferencias de carácter que distinguían a los dos amigos, el francés y el norteamericano. Este último era un joven de espíritu serio y práctico, con todas las virtudes que caracterizan a los hombres de Nueva Inglaterra y ninguno de los vicios comunes en los yanquis. Nacido en Boston, había viajado, mucho pues amaba la geografía y la antropología.
A estos méritos unía un valor extraordinario y una profunda devoción por sus amigos, siendo capaz de llegar a cualquier sacrificio por ellos.
Max Huber, francés típico, nacido en París y conservado sin cambios pese a los azares de la vida que lo llevaran a aquellas tierras lejanas, era la antítesis de su amigo. No cedía un ápice en cuanto a inteligencia y buen corazón, pero carecía de su sentido práctico. Vivía «en verso», en tanto que John Cort lo hacía «en prosa». Su temperamento lo lanzaba en procura de lo extraordinario. Para satisfacer su imaginación era capaz de correr las más alocadas aventuras, y de no ser por su amigo, más reposado y sereno, en más de una oportunidad hubiera dejado el pellejo, desde el momento en que partieron de Libreville rumbo a la selva.
Los dos jóvenes se habían conocido seis años atrás en la pequeña localidad de Glass, villorrio ubicado a corta distancia de Libreville, donde las familias de ambos tenían importantes intereses radicados. Los muchachos trabajaban en puestos de responsabilidad dentro de la misma empresa y habían llegado a conocerse muy bien y estimarse en consecuencia.
Tres meses antes del momento en que tomamos la acción, Max Huber y John Cort habían proyectado visitar la región que se extiende al Este del Congo francés y del Camerún. Cazadores audaces ambos, no vacilaron en unirse al personal de una caravana que estaba a punto de partir de Libreville hacia el país de los elefantes, más allá del Bahar- el-Abiad, en los confines del Baghirmi y el Darfour. El jefe de la caravana era conocido de los dos jóvenes. Se trataba del portugués Urdax, natural de Loango, que era justamente considerado un hábil comerciante.
Urdax formaba parte de aquella sociedad de cazadores de elefantes que Stanley encontró en 1887-1889 cerca de Ipotó, al recorrer el Congo septentrional. Pero el portugués, al contrario de sus colegas, no tenía la mala reputación habitual en los hombres dedicados a tal comercio, que muchas veces estaba manchado por la sangre de incontables nativos, muertos para satisfacer la codicia del hombre blanco.
Por el contrario, Urdax era un digno compañero para los dos jóvenes, que lo aceptaron, haciendo extensiva su confianza al guía, Khamis, que en ninguna circunstancia iba a dar motivos para dudar de su dedicación y su celo.
Ya hemos visto que la cacería había sido feliz; perfectamente aclimatados, John Cort y Max Huber soportaron con singular resistencia todas las penurias comunes en semejante expedición. Al emprender el regreso estaban perfectamente bien, algo delgados pero llenos de entusiasmo, hasta que la mala suerte se interpuso para alterar sus planes.
Ahora faltaba el jefe de la caravana, no tenían equipo ni portadores, y estaban a casi dos mil kilómetros de Libreville.
El Gran Bosque, como lo llamara Urdax, la foresta del Ubangui, justificaba esta denominación.
En las regiones conocidas del globo terrestre existen aún superficies cubiertas por millones de árboles, y sus dimensiones son superiores a la mayor parte de los Estados Europeos.
Entre las más vastas del mundo, se citan cuatro selvas, a saber: la de América del Norte, que se prolonga en dirección septentrional hasta la Bahía de Hudson y la península del Labrador, cubre en las provincias de Quebec y Ontario un área de 2.750 kilómetros de largo por 600 de ancho. La segunda es la de América del Sur, que ocupa el valle del Amazonas, al noroeste del Brasil, parte de Perú, Paraguay, Colombia y Venezuela, con una longitud de 3.300 kilómetros y un ancho de 2.000.
La tercera es la zona boscosa de Siberia, con 4.800 kilómetros a de largo por 2.700 de ancho, cubierta por enormes coníferas, que alcanzan hasta los setenta metros de alto, y que está ubicada en Siberia meridional, más allá de los llanos de la cuenca del Obi, al oeste, hasta el valle des Indighiska, al este, regada por los ríos Yenissei, Yana, Olamk y Lema.
En cuanto a la cuarta zona boscosa, que tiene una superficie difícil de determinar pero que sobrepasa a las otras tres, se extiende en África Ecuatorial, cubriendo el valle del Congo hasta las fuentes del Nilo y el Zambezi. Allí hay todavía una enorme extensión totalmente inexplorada que sobrepasa en más del doble a la superficie de Francia.
Recordemos que el portugués Urdax se había negado a entrar en aquella comarca disponiéndose a bordearla por el norte y el oeste. En verdad la carreta y los bueyes nunca hubieran podido circular en medio de aquel laberinto. En cambio siguiendo el lindero de la jungla, si bien el viaje aumentaba en algunos días, la ruta se tornaba sencilla y fácil, hasta llegar a la orilla derecha del Ubangui, desde donde resultaría muy simple alcanzar el destino final de la expedición.
Pero con los acontecimientos que acabamos de relatar la situación se había modificado totalmente. Ya no tenían los expedicionarios ni carreta ni caravana cargada con mercaderías y elementos que demoraran la marcha entre los árboles. Eran simplemente tres hombres y un niño a dos mil kilómetros de la costa y sin medios de transporte…
¿Qué era lo que convenía hacer? ¿Retomar el itinerario trazado por Urdax, pero en condiciones poco favorables? ¿Procurar el cruce de la selva, con menos riesgo de encontrar salvajes en la ruta, ahorrando así largos kilómetros de camino?
Cuando Max y John despertaron, éste fue el primer problema que se trató de resolver.
Durante las largas horas que precedieron al alba, Khamis montó guardia constantemente. Ningún incidente había turbado el reposo de los dos amigos y el niño, haciendo suponer una posible incursión nocturna por parte de enemigos. Sin embargo, cada sonido que el agudo oído del guía no alcanzaba a catalogar, lo hacía adelantarse hasta el sitio donde se produjera, con los sentidos alerta y las armas listas. Pero nunca paso ninguna alarma de ser producida por el crujido de las ramas secas, el golpe de ala de un pájaro a través de la espesura, el paso de un rumiante o el murmullo del viento en las frondas.
Cuando Max y John abrieron los ojos, lo primero que preguntaron fue por los nativos.
-No aparecieron -repuso Khamis, que parecía haber descansado toda la noche por su aspecto rozagante.
-¿Hay alguna señal de su paso?
-Es de suponer que sí.
-Veamos…
Se dirigieron los tres, seguidos por Llanga, hasta la linde del bosque.
Las señales dejadas por los nativos eran evidentes: hierbas pisoteadas, restos de hogueras, cenizas, tizones a medio consumir. Pero ningún ser humano a la vista, ni en tierra ni sobre los árboles.
-Partieron. . . -concluyó Max Huber.
-O por lo menos, se alejaron -afirmó Khamis-. No creo que haya nada que temer.
-Si los indígenas se marcharon, los elefantes no siguieron el ejemplo -observó John Cort.
Así era. Los monstruosos paquidermos seguían rondando enojados el sitio por donde escaparan horas antes sus presuntas víctimas.
Algunos se esforzaban aún en querer derribar los árboles con sus vigorosos enviones, pero la espesura era demasiado para ellos.
Khamis comentó con sus compañeros el estado lastimoso en que quedara el macizo de tamarindos, destrozado y pisoteado por los elefantes como si en lugar de corpulentos árboles hubieran sido hierbas del campo.
Siguiendo el consejo del guía, se retiraron inmediatamente del lindero de la selva, para evitar que los paquidermos volvieran a verlos. Tal vez así los elefantes se marcharan de aquel sitio.
-Si se alejan podremos regresar al campamento para buscar las provisiones y cartuchos que queden -dijo Max Huber-, y enterrar además al pobre Urdax.
-Es imposible soñarlo siquiera mientras los elefantes estén a la vista -repuso Khamis-. Por lo demás, en el campamento no puede haber quedado nada en condiciones de uso. Todo debe de estar destrozado.
Así debía de ser. Y como los paquidermos no demostraban la mejor intención de marcharse, los viajeros resolvieron alejarse ellos de allí.
Mientras caminaban, Max tuvo la buena suerte de matar una hermosa pieza de caza, que les aseguraba la alimentación durante dos o tres días.
Se trataba de un impala, especie de antílope de pelo gris y castaño, de gran talla, con largos cuernos en espiral. La bala lo había alcanzado en el momento en que se deslizaba entre la maleza.
El animal debía pesar por lo menos un centenar de kilos. Al verlo caer, Llanga había corrido alegremente a buscarlo, pero naturalmente el niño no pudo cargarlo.
El guía, acostumbrado a tales menesteres, quitó el cuero al antílope y separó las partes comestibles, que fueron llevadas hasta el sitio donde pasaran la noche y puestos a asar en un fuego que Khamis preparó diestramente.
Las conservas, bizcochos y alimentos envasados que con tanta abundancia contaran los expedicionarios, se habían perdido por completo durante la carga de los elefantes. Por fortuna en las salvajes selvas africanas un cazador diestro no puede padecer hambre, pues abundan los animales comestibles. Es claro que para eso se necesitan armas y municiones; y si bien los expedicionarios disponían de rifles y revó1veres de alta precisión, no tenían por desgracia más de doscientos cartuchos entre los tres, pues la mayor parte de su arsenal había quedado aplastado bajo las patas de los paquidermos, entre los restos de la carreta.
Esto era un grave inconveniente, sobre todo si se considera que los primeros seiscientos kilómetros de recorrido que debían realizar era a través de territorio poblado por tribus salvajes y animales de presa.
Una vez que llegaran a la costa derecha del Ubangui la situación cambiaría fundamentalmente, pues podrían reaprovisionarse sin problemas en cualquier aldea costera en una de las numerosas misiones que se escalonan a lo largo de ese río o en las mismas flotillas que descienden por su curso.