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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (45 page)

—¿Quién está ahí? —preguntó el armarius con voz vacilante. El vendaje le cubría ambos ojos.

—Soy yo, el hebreo —dijo Yunus. Puso su maletín de médico al pie de la cama y empezó a retirar el vendaje. La herida de la operación parecía satisfactoria. Ni inflamación, ni secreciones, ni tumefacción. Lavó los bordes de la herida con el vino caliente y le aplicó una cataplasma. El armarius lo observaba con el ojo sano.

—Nuestro joven amigo, el infirmarius, es un gran admirador de tu arte —dijo el anciano.

—¿Lo es? —contestó Yunus sin interrumpir su trabajo. Quiso colocar el nuevo vendaje, pero el armarius lo detuvo cogiéndole la mano.

—¿Sabías que fue él quien propuso al abad que te encargara examinar al niño? —preguntó.

—No, no lo sabía —contestó Yunus.

—Pero no te sorprende.

—Lo suponía.

El armarius sujetó aún con más fuerza el brazo de Yunus.

—No fue una buena idea, ¿verdad?

Yunus se encogió de hombros. No dijo nada.

—Tú no crees en lo que mis cofrades llaman «milagro» —continuó el armarius.

—No —dijo Yunus.

El armarius soltó el brazo de Yunus y dirigió la mirada hacia el techo de ha habitación.

—«Milagro» es una palabra grande. Una palabra demasiado grande para llamar así a lo ocurrido —dijo el armarius—. Los campesinos que vienen a nuestra iglesia hablan de los jueguecitos de Santa Fides, de sus pequeñas diversiones. Eso es más acertado —volvió a dirigir el ojo sano hacia Yunus y le sonrió intentando infundirle ánimo.

—El Dios en el que yo creo no se manifiesta a través de pequeños jueguecitos milagrosos —dijo Yunus con más firmeza de la había querido.

El armarius no pareció tomárselo a mal.

—¿Nunca tienes dudas? —preguntó tranquilamente.

—Tengo dudas —dijo Yunus—; grandes dudas, si tú quieres.

El armarius ya no sonreía.

—No todo el mundo es tan fuerte de espíritu o tan fuerte en su fe —dijo.

—¿De quién hablas? ¿Del hermano Gerald, el infirmarius?

—También de él.

Yunus sacudió la cabeza con decisión, apartó la mirada y dijo mirando hacia la ventana:

—Tiene una inteligencia despierta y la emplea para acercarse a Dios. Es el mismo camino por el que los patriarcas de mi pueblo intentaban llegar a Dios. Es un camino escarpado, un camino sin fin. Pero para mí es el único camino —se puso de pie y empezó a andar de un lado a otro, junto a la cama.

Muchas veces habían llegado a este punto en sus conversaciones, lo habían rodeado y revestido de argumentos, con apasionamiento pero sin saña. El director de la biblioteca era la única persona del monasterio, además del infirmarius, que podía discutir sobre esos asuntos sin sacar a relucir un celo misionero. ¿Dios se manifestaba sólo a la razón, al entendimiento? ¿O el camino hacia Él pasaba sólo por la fe?

—¿Quieres excluir de Dios a todos los débiles de entendimiento, a los niños, a los adolescentes, a los pobres de espíritu? ¿Acaso sólo pueden llegar a Dios los inteligentes, los listos, los que tienen una educación? —había preguntado una vez el armarius.

Y Yunus le había respondido:

—¿Cómo puede reconocer a Dios un niño? ¿Desde qué edad se le puede conocer? ¿Desde que se es un niño de pecho? ¿A los seis años? ¿No necesitamos el entendimiento para conocer a Dios? ¿Y no aumenta éste con la edad, con la razón, con el estudio de las Escrituras?

Y el monje:

—Ante Dios todos somos niños, ¡hasta el más sabio de los eruditos!

Y Yunus:

—¡Pero también somos imagen y semejanza de Dios, y es la razón lo que más nos acerca a él!

Y así se quedaban siempre discutiendo un largo rato. Sin llegar nunca a un final. Sin obtener ningún resultado.

Yunus se detuvo al pie de la cama. No quería dejarse enredar una vez más en una de esas conversaciones.

—Lo siento —dijo—. No volvamos a lo de siempre.

El armarius extendió el brazo hacia Yunus.

—Sólo una pregunta más, amigo —dijo. Era la primera vez que lo trataba de un modo tan familiar—. Si Dios es todopoderoso, ¿no tiene también el poder de hacer ver a un ciego desde las cuencas vacías de sus ojos?

—Dios nos ha dado ojos para ver. Sin ojos estamos ciegos, y nos quedamos ciegos para siempre. ¿Por qué tendría Dios que despreciar su propio plan creador?

El armarius asintió con la cabeza. Luego cogió a Yunus de la mano, lo hizo acercarse más y dijo con voz tenue:

—Y si tú fueras ciego, ¿podrías vivir sabiendo eso? ¿Podrías vivir sin esperanzas? ¿Sin ninguna esperanza?

—No lo sé —dijo Yunus. Sacudió la cabeza, dudando, y volvió a decir—: No, no lo sé.

El armarius le sonrió.

—Y si un ciego viniera a ti y, en su desesperación, te preguntara: maestro, ¿tengo esperanzas de recuperar la vista? ¿Le responderías no, ninguna esperanza?

—No lo sé —dijo Yunus, aunque sabía que con ello abría las puertas a muchas otras preguntas. De pronto se sentía muy cansado.

—¿Por qué entonces quieres impedir que veamos esperanzas en aquellas cosas en las que un médico ya no ve ninguna? —preguntó el armarius—. ¿No ayudamos a un enfermo al darle esperanzas, aunque éstas vayan contra todo lo racional? ¿Quieres que lo abandonemos en la desesperanza, en la desesperación? ¿Quieres que la enfermedad de su cuerpo corrompa también su alma y le haga dudar de Dios?

Había hablado presa de una gran excitación; ahora calló, agotado, y miró a Yunus lleno de expectación.

Pero Yunus no respondió. De pronto, tenía ante sus ojos la imagen del chico, sus delgados bracitos extendidos hacia él en posición mendicante, sus ojos cortados. Seis meses había pasado ese niño a las puertas de la iglesia, con los mendigos; todo el crudo invierno. Era un milagro que hubiera sobrevivido. Un milagro que precisamente ahora el ojo se le hubiera curado lo suficiente como para atraer sobre sí la atención de los crédulos peregrinos. Ahora los monjes lo acogerían, lo sacarían de la miseria, cuidarían de que recuperara sus fuerzas. Todo por los intereses del monasterio. Ese era el verdadero milagro. Realmente, un milagro.

—Piensa también en nuestro joven amigo, el infirmarius —continuó el viejo monje—. Lo vengo observando desde hace cinco años, desde que llegó al monasterio. Es un buen monje, pero quiere ser un monje perfecto. Esperaba encontrar en nuestro convento un remedo del Reino de Dios. Pero sólo ha encontrado deficiencias. Está desesperado. Quiere creer con todas las fuerzas de su corazón, pero la razón le hace dudar de su fe, y las imperfecciones de sus cofrades no hacen más que fortalecer sus dudas. Había depositado todas sus esperanzas en ese chico ciego. Esperaba un milagro. Rezó por él, puso su mano sobre él. Quería traerlo al monasterio, pero se lo impidieron por consideración a la familia del alcaide. Cuando me enteré de que ése era el muchacho que había recobrado la vista, estuve seguro de que el infirmarius por fin encontraría la paz. Ése era el milagro que tanto había esperado. Y estaba tan seguro de ese milagro que pidió al abad que examinaras al pequeño. Te admira, admira la fuerza de tu razón. Y esperaba que también tú… —se interrumpió de repente, como si hubiera perdido de vista el objetivo de sus palabras; escuchó con la cabeza ladeada—. Ya no suenan —dijo.

Las campanas habían enmudecido. Yunus tampoco lo había notado hasta ahora.

—Están anunciando el milagro desde el púlpito —dijo en voz baja el armarius. Y, un momento después, añadió con una sonrisa de dolor—: Pero él no lo aceptará. No lo aceptará. —Volvió la cabeza, miró a Yunus a los ojos y dijo en tono suplicante—: ¿No quieres ayudarlo, hermano? Por el amor del Dios todopoderoso al que ambos adoramos, ¡ayúdalo! No te pido que le hables de un milagro. Llámalo como quieras, gracia divina, fuerza de la naturaleza, fenómeno inexplicable. Sólo te pido que hagas una concesión, que le digas que tú no hubieras podido ayudar al niño con tu arte médico, que es otro el que ha devuelto la luz a sus ojos. Ayuda a nuestro joven amigo a reencontrar su fe, la fe en el Dios todopoderoso, que le ayudará a ayudar a otros.

El sol había avanzado tanto en el cielo que se colaba en la habitación, arrojando una estrecha franja brillante sobre la pared blanca que se levantaba a los pies de la cama. Yunus observaba cómo se había ensanchado la franja de luz, indicándole que ya se había hecho demasiado tarde para emprender el viaje. Lo embargaba un estado de ánimo extrañamente conciliador, una sensación de cálido afecto que le brotaba de dentro y colmaba todo su ser. Contra su entendimiento, contra su voluntad, asintió.

Ese mismo día el milagro fue anunciado una segunda vez, y esta vez el anuncio lo hizo el mismo abad. Yunus se encontraba en la galería elevada que llevaba del claustro al coro de la iglesia del monasterio. Estaba a la vista de los ojos de los peregrinos, que llenaban hasta el último rincón de la nave de la iglesia, mientras el abad señalaba hacia él con los brazos extendidos y lo presentaba como el gran médico hebreo que, a pesar de su fe, había tenido que ratificar el milagro.

Yunus pasó toda la noche en vela, sin comer, beber ni lavarse. Con las primeras luces del alba, escribió en su diario, presa de una fría desesperación:

Todo se ha tergiversado, todo ha redundado en mi perjuicio. Oh, Karima, sólo a ti puedo hablarte. Escúchame.

Afirmo: no, Dios no quiere que demos falsas esperanzas de curación al enfermo incurable. Dios no quiere que despertemos esperanzas donde no las hay. Dios no quiere que nos arrastremos ante él suplicándole entre sollozos que nos sane. Él es Dios, el Señor, el Todopoderoso. No es un médico. Y aquél que llama en Su nombre a los enfermos, los paralíticos, los ciegos, a los que padecen males incurables, y les promete contra todo designio de la razón que pueden ser curados mediante la oración, aquél no los libera de sus sufrimientos, sino que les roba la razón y los hace pecar contra Él, el Señor. Pues Dios no nos ha creado como a criaturas inferiores, sino a su imagen y semejanza.

Poco después el infirmarius llamó a la puerta de Yunus y lo llevó rápidamente a la cama del niño. El muchacho ardía en fiebre. Vomitaba todo lo que le daban. Yunus y el infirmarius velaron juntos al lado de la cama. Dos horas después de la salida del sol, murió.

Poco después, Yunus dejó el monasterio. El infirmarius lo acompañó hasta la puerta. Lloraron al despedirse. Lloraron los dos. Y Yunus sabía que su sacrificio tampoco había traído la paz al infirmarius. Todo había sido en vano.

22
TOLOSA

JUEVES 8 DE ABRIL, 1064

19 DE NISSÁN, 4824 / 17 DE RABÍ II,456

Cabalgaron por la amplia calle del campamento, en la que reinaba el barullo: gente de la ciudad que había cruzado el río para ver a los caballeros llegados de fuera, campesinos que traían heno y paja, pastores con cabras y ovejas, leñeros, vendedores que ofrecían sus productos a gritos, y voceadores aún más gritones que se encargaban de conseguir nuevos clientes para las posadas del río. A ambos lados del camino se habían levantado tiendas de campaña, toda una ciudad de tiendas, un bosque de banderas y pendones, muchos de cuyos colores eran desconocidos para ellos, tropas de señores que gobernaban países de los que el capitán nunca había oído hablar, parques de caballos, carros de bagajes, centinelas muy bien armados. Ellos, por el camino, iban preguntando: querían saber el nombre de los señores. Guihleaume, duque de Aquitania y conde de Poitou. Ebles de Roucy. Thibert de Semur, conde de Chalon. Gerard, señor de Busseii. Barones de Borgoña y de Provenza. Un ejército impresionante. No tan poderoso como el que llevó a Mérida el rey de León, no tan magnífico como los lanceros del príncipe de Sevilla, pero sí imponente y bien armado. Y había muchos señores a los que uno podía ofrecer sus servicios.

El capitán miraba ansioso. Habían llegado esa tarde, con el convoy del conde Ebles de Roucy. Durante el viaje, el capitán ya había intentado ofrecer sus servicios al conde, pero éste no lo había recibido. Tampoco ahora tenía suerte. Al parecer, los señores franceses no necesitaban a un hombre que conociera el idioma de los sarracenos y su modo de luchar. Se comportaban como si únicamente se tratara de repartir el botín, y como si un hombre más no fuera a hacer sino disminuir la parte que le tocaba a cada uno. Algunos centinelas se mostraban recelosos en cuanto el capitán empezaba a explicarles que él ya había estado en territorio sarraceno, como si lo tomaran por espía. Pero quizá fuese sólo que el capitán era ya demasiado viejo. Allí donde llegaban, encontraban únicamente hombres jóvenes, de veinte o veinticinco años, no más. Sólo unos pocos de sus jefes tenían la barba blanca. Quizá el capitán era realmente demasiado viejo.

Cuando cruzaron la sección del campamento ocupada por los hombres del conde Ebies de Roucy y por la dehesa donde se encontraban los caballos de su tropa, Lope vio la mula de Ibn Eh, el comerciante de Sevilla, y los animales de los otros cuatro comerciantes judíos que se les habían unido al partir de París. Había también otra mula, que le parecía conocida. Lope tenía buen ojo para los animales.

Hizo reparar en ello al capitán:

—Allí, señor, ¿veis esa mula? Pertenece al hakim de Sevilla.

—¿Al hakim judío? —preguntó el capitán—. ¿Estás seguro?

Lope afirmó que estaba seguro.

—¿Cómo puede haber llegado hasta aquí la mula del hakim? —preguntó el capitán.

—A lo mejor lo han traído igual que a Ibn Eh, el comerciante, y a los otros judíos —dijo Lope.

—Es imposible —dijo el capitán—. Lo habríamos visto.

—A lo mejor estaba en la vanguardia —contestó Lope.

El capitán no dijo nada. Evitó mirar al animal. Lope también se sentía incómodo. No había estado bien lo que la gente del conde había hecho al comerciante y a los otros. No había estado bien que lo golpearan y lo derribaran de la mula. El comerciante siempre había sido amable con ellos y había pagado muy bien al capitán por sus servicios. Hasta había ocultado a la gente del conde que el capitán estaba a su servicio. Lope no comprendía por qué ellos no habían podido ayudarlo. No comprendía por qué los caballeros franceses no toleraban que un hidalgo cristiano estuviese al servicio de un judío. Había muchas cosas que no comprendía. Sólo esperaba que el hakim no lo hubiera pasado tan mal como el comerciante. Durante el largo viaje desde Pamplona, a través de las montañas, el hakim había hablado muchas veces con Lope, y le había hablado como un padre a su hijo, no como un señor distinguido al mozo de un hidalgo. Muchas veces le había pasado a escondidas una moneda, y un día, cuando se encontraban en el paso y Lope estaba aterido de frío, como un perro mojado bajo el viento helado de las montañas, el hakim le había dado una manta.

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