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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (44 page)

La iglesia estaba llena de enfermos día y noche. Algunos se quedaban allí semanas; otros se habían instalado ante la barandilla del coro y poseían ya sus sitios habituales, que defendían con uñas y dientes. Se arrancaban las vestiduras del cuerpo sin ningún pudor, para mostrar a la santa sus heridas y deformaciones. Por las noches se pasaban unos a otros sus calabacinos y cantaban; Yunus estaba convencido de que en los rincones oscuros de la nave lateral se entregaban también a otras diversiones. Yunus había presenciado todo lo imaginable, pero todavía no había podido ver nunca con sus propios ojos una de aquellas famosas curaciones milagrosas. Media hora después del inusual repique de las campanas el infirmarius volvió del claustro trayendo en brazos un bulto, que, al acercarse, resultó ser un niño. Lo seguía una multitud de hermanos, entre los cuales Yunus reconoció al sacristán que hasta ahora siempre lo había tratado con abierta antipatía. Yunus esperó arriba.

El infirmarius vino a por él. Estaba nervioso y sin aliento, y los ojos le brillaban.

—Un milagro —dijo, radiante—. Un niño ciego ha recuperado la vista. Todos los de la iglesia han sido testigos. ¡El niño puede ver! ¿Estás seguro de que era ciego? —preguntó Yunus.

—Era ciego, estoy seguro. Es de Conques, todo el mundo lo conoce, todo el mundo sabe que era ciego.

—¿Ciego de nacimiento? —preguntó Yunus.

El infirmarius lo cogió del brazo y lo llevó escalera abajo.

—No, le quitaron la luz de los ojos. Su padre trabajaba de herrador en el monasterio. Tuvo una discusión con uno de los hijos bastardos del alcaide y lo mató. Huyó tan rápido como pudo con su mujer. El chico se quedó. Cuando los hombres del alcaide lo encontraron, le clavaron una lezna en los ojos. Yo mismo vi las heridas, los ojos atravesados. Lo vendé. Recé por él. Seis meses estuve rezando por él.

Habían sentado al chico sobre una mesa del refectorio. Los monjes lo rodeaban en apretado racimo. El chico no tenía más de cinco o seis años, el vientre hinchado, brazos y piernas delgados como alambres y el rostro de un anciano. Estaba sentado sobre el tablero de la mesa, petrificado de miedo, con las piernas extendidas y los ojos muy abiertos. Su cabeza, desproporcionadamente grande, se balanceaba de un lado a otro; tenía los labios metidos hacia dentro, cubriéndole los dientes, lo que le daba el aspecto de un perro necesitado. Era indudable que veía algo; como mínimo podía distinguir entre la luz y la oscuridad. Uno de los monjes estaba moviendo frente al muchacho un cirio del largo de un brazo, y el chico seguía la luz de la llama con los ojos.

—¡Puede ver! ¡Puede ver! —gritó el monje cayendo de rodillas.

Otro monje le arrebató el cirio, quería comprobar por sí mismo el milagro.

—¡Oh, Virgen bendita! ¡Oh, Santa Fides, preciosísima perla de la celestial Jerusalén! —gritó el monje que había caído de rodillas; sus cofrades se acercaron aún más al niño y el murmullo de voces se hizo aún más intenso, hasta que, de repente, una voz aguda y cortante apagó el barullo. El sacristán. Se hizo un instante de silencio. El sacristán volvió a hablar, ya en tono más bajo. Hablaba en latín. Yunus no entendía lo que estaba diciendo; sólo vio que, de pronto, todas las miradas se dirigían hacia él y que los monjes le dejaban paso respetuosamente mientras el sacristán le hacía una seña para que se acercase a la mesa.

Visto de cerca, el aspecto del niño era todavía más horripilante. Estaba completamente consumido. El infirmarius se inclinó sobre él y le habló intentando tranquilizarlo, pero el chico se cogió con todas sus fuerzas de una de las mangas del hábito del infirmarius y empezó a gritar con voz débil y sollozante:

—¡Piedad, señor, tened piedad de mi, señor, compadeceos de mi, señor, por el amor de Santa Fides, compadeceos, señor!

—Ha estado con los mendigos —dijo el infirmarius en voz baja a Yunus, como si quisiera disculpar al chico—. Ha estado seis meses enteros con los mendigos del portal de la iglesia.

—Tenemos que hacer que coma algo —susurró Yunus—. Tenemos que sacarlo de aquí, está asustado, hay demasiada gente.

El sacristán lo interrumpió. Otra vez la voz cortante, otra vez en latín. El infirmarius se apresuró en traducir sus palabras:

—Nuestro padre, el venerable señor abad, desea que tú examines al chico —dijo y, titubeando, añadió el «maestro» que utilizaba siempre cuando hablaba con Yunus frente a terceros—. Desea que sus ojos sean examinados según mandan todas las normas de la ciencia médica, maestro.

Yunus levantó la cabeza sorprendido. A excepción del sacristán, que se volvió en clara señal de desacuerdo, todos lo estaban mirando. Yunus podía leer en sus rostros una esperanzada expectación y hasta un mudo nerviosismo, pero también recelo y desconfianza, y un altanero desprecio. Yunus comprendió lo que esperaban de él. Tenía que ratificar un milagro.

Él, el judío, que sólo admitía los milagros que las Sagradas Escrituras atribuyen a los profetas, tenía que confirmar aquí el presunto milagro de un santo cristiano. Y no podía negarse sin más ni más. Era un deseo del propio abad. Yunus tenía que intentar ganar tiempo.

—Necesito una habitación con más luz —dijo—. Y también necesito silencio.

El sacristán asintió con un movimiento apenas perceptible de la cabeza.

—Se hará todo según tus deseos, maestro —dijo el infirmarius, feliz.

Yunus llevó al niño al cuarto de baño instalado detrás de la cocina y lo sentó en la repisa de la ventana. Pidió al cocinero una escudilla de caldo y pan de salvado, y empezó la revisión tapando y destapando alternativamente cada uno de los ojos del muchacho. Al darse la vuelta, vio que no sólo lo había seguido hasta el cuarto de baño el infirmarius, sino también el sacristán y uno de los ancianos que vivía permanentemente en el hospital. Se habían sentado en un banco, junto a la puerta.

Yunus se dirigió al infirmarius susurrando:

—¿Qué hacen aquí esos dos? —preguntó—. Preferiría que estuviésemos solos.

—Eso no es posible —respondió el infirmarius, también en voz muy baja—. El Capciarius Sacrista lleva el protocolo de este milagro. Tiene que estar al corriente de todo.

Yunus examinó las cicatrices del globo ocular mientras daba de comer al niño.

—Ve sólo por el ojo derecho, y creo que sólo puede vernos vagamente —dijo, y, señalando el ojo ciego, añadió—: Mira, aquí el cristalino ha sido atravesado de un lado a otro. Está destruido. Nunca más podrá ver por este ojo. En cambio, en el otro ojo el pinchazo fue a un costado. También este ojo tiene el globo perforado, pero el cristalino sólo está dañado en el borde.

Yunus vio la mirada desconcertada del infirmarius, llamó al criado de la cocina, le mandó que trajera un trozo de carbón de leña y con él empezó a dibujar en la mesa blanca del baño el perfil de un ojo. Mirando por encima del hombro, vio que el sacristán se había inclinado hacia delante e intentaba ver algo con que saciar su curiosidad, aunque sin levantarse de su asiento.

—Aquí puedes ver el globo ocular —dijo Yunus mientras completaba el dibujo—. Está recubierto por varias membranas muy delgadas, igual que una cebolla está cubierta por varias pieles. Debajo hay una capa más gruesa, a la que llamamos córnea y que sirve para proteger el ojo. Debajo de esta capa hay otra que tiene los colores del iris. En la parte anterior tiene una abertura, la pupila. Detrás de esta abertura está lo que llamamos el cristalino, porque parece cristal fundido. El cristalino es transparente y cuando uno le hace un corte con un escalpelo se siente como si estuviera cortando hielo quebradizo.

—¡Cuando uno le hace un corte! —exclamó espantado el infirmarius.

—Uno de mis profesores me lo demostró con un ojo de vaca, que tuve que ir a buscar a la carnicería —se apresuró a explicar Yunus, para continuar enseguida—: El cristalino es la parte más importante del ojo. Está inmersa en una red de finísimos nervios, como un pez en la red de un pescador. Detrás del cristalino, los nervios se unen en un cordón nervioso que va hasta el cerebro, uniendo así el ojo con el cerebro.

Había terminado el dibujo, y esperaba alguna pregunta. Pero no hubo ninguna. También el sacristán guardó silencio.

—Los médicos de la antigüedad pensaban que, al ver, el ser humano emite un rayo que parte del cerebro, llega al cristalino a través de los nervios y, de allí, se dirige a una velocidad inimaginable hacia el objeto que tenemos ante los ojos, graba la forma y colores del objeto y nos trae esa información por el mismo camino: pasando por el cristalino y los conductos nerviosos, se dirige de regreso al cerebro. Este rayo de la vista debe de estar compuesto por algún tipo de pneuma, una materia infinitamente sutil, parecida al fuego. Por el contrario, otros médicos, jóvenes eruditos como Ibn Haithán, de El Cairo, dicen que no existe un rayo de la vista que parta del ojo, sino que, a la inversa, es el ojo el que recibe un rayo de luz. Todo objeto que brilla o refleja luz emite rayos luminosos que llegan al ojo y son transmitidos al cerebro a través del cristalino y los conductos nerviosos. Lo que vemos no es otra cosa que esa luz.

Yunus había hablado muy de prisa. Ahora se interrumpió. Estaba seguro de que sus intentos de explicación desbordaban incluso al infirmarius, a pesar de que éste se mostraba siempre afanoso y ansioso por aprender. Era absurdo querer explicar las distintas teorías de la vista a unos monjes cristianos carentes de toda formación. Era completamente absurdo.

—En cualquier caso —añadió Yunus rápidamente—, existen muchas teorías. Pero todas están de acuerdo en que el procedimiento de la vista pasa por el cristalino y los conductos nerviosos que lo unen al cerebro. Si uno de estos dos órganos está destruido, es imposible recuperar la vista. Todas las autoridades están de acuerdo en ello.

Calló para dejar que sus palabras hicieran efecto. Un momento después añadió en voz baja, de modo que sólo lo escuchara el infirmarius:

—Por eso también es imposible que una persona a la que le han arrancado los dos ojos pueda volver a ver alguna vez. En este mundo es imposible. —Sabía que se estaba metiendo en un asunto muy espinoso, pues la primera historia de un milagro que se conocía respecto a la santa adorada en el monasterio afirmaba precisamente lo contrario—. Por suerte este chico ha conservado los globos oculares. —Se apresuró en continuar—. Y en el ojo derecho también tiene el cristalino intacto. Es cierto que estuvo dañado, pero la herida ha vuelto a cerrarse. Por eso el chico ha recuperado la vista.

Se detuvo. Tenía la mano izquierda sobre la espalda del muchacho, y notó de repente que su cuerpecito enjuto había dejado de temblar. Su enorme cabeza ya no se balanceaba; sus ojos, mudos, apuntaban a la cara de Yunus, más bien a su boca, como si el muchacho se hubiera tranquilizado aferrándose a la voz del médico. Yunus miró al infirmarius y vio los labios apretados, el rostro de desilusión del joven monje.

Quiso decir algo conciliador, quiso decir que podía verse como un milagro que Dios hubiera dotado al ojo de la capacidad de recuperarse incluso de la herida más grave. No quería arrebatar a los monjes su milagro. Pero antes de que pudiera decir una sola palabra se le adelantó el monje anciano, que estaba sentado junto a la puerta y había estado escuchando a Yunus con el mismo silencio que el sacristán. El anciano se levantó soltando un ligero gemido, y, con las manos entrelazadas y una marcada contracción en la comisura de los labios, dijo:

—¡Ésas son las palabras de un hereje! ¡Es un judío hereje! Incrédulo como lo fueron sus padres, que negaron los milagros que Nuestro Señor Jesucristo hizo ante sus propios ojos. —Tenía una voz muy aguda, que daba dolor de oídos a pesar de que no hablaba muy alto—. ¡Dios lo castigará por ello, como castigó a sus padres! —La voz empezó a abandonarlo, como si aquel estallido lo hubiera agotado, y continuó enronquecido e interrumpiéndose a cada momento para tomar aire—: Ay de ti, endurecido corazón humano; tú, ojo ciego; tú, oído sordo; tú, espíritu perturbado; tú, lengua balbuciente; ¡qué sabes tú de los milagros de Dios! Yo conocí a un hombre que negaba los milagros de Santa Fides, igual que tú. También él decía que si a alguien se le arranca un ojo, Dios no puede devolverle la vista. También él afirmaba que Dios no podía volver a encender la luz en un ojo vacío. Era un hereje, como tú, un hijo de Satanás. Yo lo vi en su lecho de muerte. Olí el repugnante olor del infierno, que fluía hacia él; vi la serpiente negra que salió arrastrándose de su boca cuando la muerte se lo llevó. Lo vi con mis propios ojos.

Respiró hondo, se dejó caer sobre el banco y se quedó allí sentado, con la cara blanca y los ojos dirigidos hacia Yunus. Los restos de fuerza que le quedaban al anciano estaban concentrados en su mirada, como si quisiera maldecir a Yunus también con los ojos.

Se hizo tal silencio, que por la puerta cerrada podía oírse el murmullo del agua hirviendo en el caldero puesto al fuego. Yunus no dijo nada. El infirmarius tampoco se atrevía a decir nada. Parecía atormentado, como si las palabras del viejo monje le hubieran caído en mitad del rostro.

El sacristán se levantó, sin sacar las manos de las mangas de su hábito.

—Si Dios así lo quiere, hace ver a los ciegos —dijo con voz cortante—. Si Dios así lo quiere, nos hace ver aunque tengamos los ojos vacíos. Él es el Señor. ¡Quien cree en él será sanado! —Dio un paso hacia el infirmarius y continuó en voz más baja y desinteresada—: Lleva al niño otra vez a la iglesia. Los peregrinos quieren verlo. Quieren ver el milagro que Dios ha obrado en él por intermedio de Santa Fides —y, sin dignarse siquiera a mirar a Yunus, dio media vuelta, cogió al anciano por debajo del brazo y se marchó con él.

El infirmarius miró al chico, luego a Yunus, buscando un apoyo, con los hombros encogidos.

—Tengo que obedecer —dijo, sintiéndose desgraciado.

Yunus esperó hasta que el infirmarius y el niño hubieron salido del hospital. Luego se dirigió a la habitación que le habían asignado como dormitorio y empezó a empacar. Ya casi había terminado, cuando recordó que había olvidado cambiar las vendas al armarius. Mandó calentar una medida pequeña de vino en la cocina y subió a la planta alta.

El anciano yacía en su cama casi como un cadáver. Su cuerpo enjuto apenas abultaba bajo la pesada manta de lana; tan sólo destacaban los dedos de sus pies. Uno de los monjes que había venido cuando trajeron al niño del claustro estaba sentado al lado de la cama. Nada más abrir Yunus la puerta, el monje calló y se apresuró en salir de la habitación. Al salir se rozó temeroso con Yunus e hizo rápidamente la señal de la cruz.

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