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Authors: Frank Baer

Tags: #Histórico

El puente de Alcántara (46 page)

—El hakim está en Le Puy —rezongó el capitán—. Muy lejos del camino por el que hemos venido.

Lope deseaba no haber visto la mula.

Al final de la calle que cruzaba el campamento había una docena de tiendas parecidas a aquellas que habían visto en el campamento militar del príncipe de Sevilla. Lino rayado y de colores muy vivos, azul y rojo, verde y amarillo; los postes de las tiendas ricamente tallados. Algunos de los caballos atados frente a las tiendas llevaban aprestos moros, y uno de los dos guardias que vigilaban la entrada tenía puesto un yelmo moro. La bandera que ondeaba sobre la tienda principal era amarilla y tenía bordada una llave plateada.

Eh capitán desmontó y preguntó al guardia del yelmo moro quién era su señor y de dónde venían.

—¿Qué es lo que quieres? —replicó el guardia. Hablaba el mismo idioma que los caballeros normandos que habían viajado con la tropa del conde Ebies de Roucy.

—Busco trabajo —dijo el capitán. Ya no se daba tanta importancia como al empezar el recorrido por la calle del campamento.

El guardia lo examinó con la mirada, sin hacer un solo gesto, y se volvió hacia el segundo guardia; hablaron en otro idioma, incomprensible para el capitán. Un instante después, el segundo guardia se marchó a una de las tiendas.

Cuando volvió, lo acompañaba un hombre alto como un árbol y de piel blanca, con la barba afeitada, la cabeza descubierta y el cabello cortado de una forma extraña. El Largo se presentó al capitán y lo miró de arriba abajo.

—¿Qué tienes que ofrecer, además de caballo y armas? —preguntó. No sonaba muy amable.

—Hablo el idioma de los sarracenos —dijo el capitán, que era una cabeza más bajo que el Largo.

—Viene con nosotros uno que aprendió de su madre el idioma de los sarracenos —dijo el Largo, y torció la boca en una sonrisa apenas perceptible.

—¿No me crees? —dijo el capitán—. ¿O qué quieres decir con eso?

El Largo se encogió de hombros.

—¿Qué otra cosa tienes que ofrecer, viejo? —preguntó.

—He estado en los lugares a los que os dirigís —dijo el capitán con aspereza—. He estado en la frontera de Aragón, en Lérida, en Zaragoza. Conozco la región, y conozco a los moros.

El Largo asintió con la cabeza, sonriendo.

—Eso suena bien —dijo y, volviéndose, le hizo una seña con la cabeza para que lo siguiera.

El capitán se desabrochó lentamente el cinturón y se lo entregó a Lope. Luego, señalando por encima del hombro con el pulgar la bandera que ondeaba en el poste de la tienda, preguntó al Largo como de pasada:

—¿Quién es? Nunca había visto esos colores.

—El obispo de Roma —dijo el Largo.

El capitán se volvió bruscamente.

—¿El obispo de Roma? ¿El papa? —preguntó incrédulo—. ¿Vosotros servís al papa de Roma?

—¿Por qué no? —dijo el Largo en tono indiferente—. Es un señor como cualquier otro.

Eh capitán se apresuró a seguirlo, mientras Lope se quedaba fuera con los caballos.

Daban gracias a Dios por el calor que hacía, por lo seco que estaba el suelo y por los rayos del sol. Salvo los dos yernos del comerciante de Tolosa; todos tenían una edad en la que una noche a la intemperie podía ser fatal si hacía frío y había mucha humedad. Y ya habían pasado varias noches a la intemperie. Sí, ya podían dar gracias a Dios.

Eran seis: Yunus, Ibn Eh, los tres tolosanos y un rabino de Montpellier que se pasaba el día rezando. Estaban tumbados entre los carros que llevaban el armamento, con los pies sujetos a una cadena que iba de una rueda a otra. Los habían encadenado al llegar a Tolosa, a pesar de que los carros del armamento estaban muy bien vigilados y era impensable que pudieran huir. La cadena parecía más bien un medio de ejercer presión para acelerar las negociaciones del pago de un rescate.

Yunus tenía la mirada perdida en algún punto frente a él. Los cuatro días de marcha a pie lo habían agotado de tal modo que ya no tenía fuerzas para protestar. Lo ocurrido aún se le presentaba de una manera extrañamente ajena a la razón. Como si su cerebro se negara a enfrentarse a ello, como si no quisiera admitir que era real. Recordaba con especial nitidez aquella escena incomprensible en la taberna, que había precedido a su captura. Estaba solo, sentado a la mesa frente a los huevos cocidos que había pedido al tabernero a falta de alimentos preparados según el rito judío. Al otro extremo de la taberna estaban los caballeros, dos viejos y seis jóvenes, alegres y relajados por el vino. Y, de pronto, uno de los caballeros, un muchacho joven, alto, de cara rosada, de apenas unos dieciocho años, se acercó a él y le arrancó la gorra de un manotazo, con ojos fríos, sin previo aviso, sin motivo alguno. Luego lo arrastró por la mesa tirándole de la barba y lo echó fuera de un puntapié.

—¡Qué hace aquí un judío! ¡Fuera!

Yunus hubiera tenido que huir inmediatamente, pero, por extraño que parezca, en ese momento no había pensado en huir. Se sentía asustado, humillado, indignado; pensó en todas las posibilidades, una confusión, un ataque de locura, la borrachera desvergonzada y arrogante de un chico demasiado joven y poco acostumbrado al vino. Pero no se creyó realmente en peligro.

Tampoco después, cuando le robaron todas sus pertenencias y lo hicieron correr tras ellos atado de una cuerda, tampoco entonces había creído posible que eso que estaba viviendo fuera parte de la realidad cotidiana, que fuera algo normal en el país de los francos, nada extraordinario. Sólo más tarde, cuando de pronto trajeron también a Ibn Eh y los otros y los encadenaron entre los carros, sólo cuando se enteró de que a ellos les habían hecho lo mismo, sólo entonces fue tomando conciencia paulatinamente de la situación en que se encontraba. Era difícil de comprender. Era difícil, porque la razón se negaba a aceptarlo.

La voz del capellán llegaba desde la puerta del campamento; era como un ladrido fuerte y rabioso. Los Otros ya habían sufrido bastante bajo ese capellán del conde Ebles de Roucy. El sacerdote se había ocupado de que les quitasen las mulas y les había recitado cada día, desde la mañana hasta la noche, un versículo del salmo 59:

—¿No dice en el libro de vuestros padres, en el salmo cincuenta y nueve: «Señor, haznos recorrer la Tierra»?

Una y otra vez había venido a repetirles esta frase, incluso cuando ya nadie se reía de su estúpida broma.

Lo oyeron acercarse, lo vieron aparecer entre los carros, pequeño, ponzoñoso, con el mentón estirado hacia arriba. Venia empujando a un muchacho vestido con un caftán corto y muy burdo.

—¡Os doy tiempo para tres padrenuestros! —dijo bruscamente el capellán.

El comerciante levantó los brazos, espantado al ver al muchacho. Quiso decir algo, pero no le salieron las palabras. No hacía falta que dijera nada, para todos era evidente que el muchacho era su hijo.

—Perdonadme, padre —dijo el joven—. Tenemos poco tiempo. No nos han avisado hasta esta mañana, y sólo ahora me dejan venir a veros —hablaba de prisa y poniendo mucho énfasis en sus palabras, y su voz delataba temor, aunque él intentaba reprimirlo.

—¿No os habréis puesto de acuerdo con el obispo? —lo interrumpió su padre—. ¿Por qué no ha venido contigo un representante del obispo?

—Perdonadme, padre, pero el nasí está negociando con la gente del obispo desde hace cuatro días. Además de vosotros, hay otros catorce miembros de la comunidad prisioneros.

—¿En este campamento? —preguntó espantado el comerciante.

—Algunos aquí, otros en Saint Sernin.

—¿En Saint Sernin? —preguntó Ibn Eh.

—En el suburbio —explicó uno de los yernos del comerciante.

—¿Y por qué no se ocupa el obispo de ponernos en libertad? —preguntó el comerciante con voz ahora chillona.

—Perdonadme si os hago enojar, padre —contestó el muchacho con descorazonadora cortesía—. Pero vos no sabéis lo que ha ocurrido en la ciudad estos últimos días. El obispo ha mandado que sus hombres vigilen nuestro barrio. Sólo Dios sabe qué nos habría pasado si el obispo no nos hubiera protegido. Todas las casas de judíos que están fuera del barrio han sido saqueadas. En Saint Sernin han prendido fuego a cuatro casas. —Mencionó rápidamente los nombres de los propietarios de las casas atacadas y los nombres de los que habían muerto o habían sido heridos durante los saqueos—. Estamos encerrados, padre. Nadie se atreve a salir del barrio. Yo he tenido que salir por la portezuela del palacio episcopal.

—No lo sabía —murmuró el anciano con voz apagada—. Que Dios no retire su mano de nosotros.

El muchacho repitió la apelación a Dios y continuó en voz más baja:

—El nasí, que Dios lo ampare, manda deciros que se ha tomado la decisión de no aceptar en esta situación exigencias de pago de un rescate. Todos los miembros del Consejo han optado por esta decisión.

—Una decisión muy acertada —gruñó Ibn Eh.

Eh muchacho siguió hablando con mayor rapidez:

—Debo informaros de que los señores que se dirigen contra los sarracenos también han tomado prisioneros a judíos de Rodez, Ahbi, Carcasona y Narbona durante su marcha hasta aquí. Y los tienen en este campamento. Debo informaros de que la comunidad de Narbona se ha dirigido al arzobispo, y que el arzobispo ha enviado un mensajero a Roma pidiendo al obispo de Roma una carta en la que prohíba a los señores que luchan contra los infieles por encargo suyo tratar como infieles a los miembros de las comunidades judías, robarles y matarlos.

—¿Cuándo ha partido el mensajero? —preguntó el comerciante.

—Hace seis días —respondió el muchacho—. La noticia llegó esta mañana.

—¡Hace sólo seis días! —exclamó el comerciante—. Necesita veinte días para llegar a Roma, y otros veinte para volver, y quién sabe cuánto tiempo hará esperar su respuesta el gran señor de Roma. ¿Tendremos que quedarnos varios meses con esta banda de asesinos?

El muchacho se acercó más a su padre y dijo en voz baja:

—Perdonadme, padre, pero yo sólo os he transmitido lo que me encargaron. Decidme qué debo hacer, y lo haré.

El comerciante se inclinó hacia él y empezó a decirle algo. Hablaba atropellada y rápidamente, y en voz tan baja que no podía entenderse lo que decía.

Ibn Eh se inclinó sobre la oreja de Yunus.

—El muy imbécil quiere pagar, lo intuyo —dijo—. No comprende lo que está en juego.

—Es un anciano, Etan —contestó Yunus en un susurro.

—No es mucho mayor que nosotros —replicó Ibn Eh, sin dejarse convencer.

De pronto el capellán estaba entre ellos.

—¡Silencio! —dijo bruscamente. Levantó al muchacho tirándole del cuello y se lo llevó a rastras. El comerciante le gritó unas cuantas maldiciones en hebreo, tan terribles que hasta Ibn Eh se estremeció.

Más tarde, una media hora antes de la puesta de sol, cuando un criado les trajo la comida, volvió a acercarse el capellán. Se quedó de pie frente a ellos y los examinó uno a uno con la mirada, esbozando una sonrisa impaciente que dejaba ver sus dientes.

—En esta hermosa ciudad de Tolosa hay una vieja y bella costumbre, una costumbre que, por desgracia, ya casi había caído en el olvido —dijo lentamente, saboreando cada palabra—. Mañana, día de la Pasión de nuestro Señor, resucitaremos esa costumbre. Mañana, un judío sufrirá todo lo que nuestro Señor Jesucristo sufrió en manos de vuestros padres cuando lo llevaron ante el Sanedrín, en Jerusalén. Y será uno de vosotros el que lo sufra. Hemos prometido a la buena gente de Tolosa que pondremos un judío a disposición de su vieja y hermosa costumbre. —Se dio media vuelta sonriendo y, cuando ya se iba, añadió—: Tenéis tiempo hasta mañana para decidir a cuál de vosotros le será confiada esa honrosa tarea.

Yunus vio que el comerciante se estremecía e intercambiaba miradas de espanto con sus dos yernos.

—¿Qué costumbre es ésa? —preguntó Ibn Eh. También él parecía nervioso.

—¡Es ilegal! ¡Atenta contra todos los convenios y tratados! —gritó de pronto el comerciante—. El obispo no lo permitirá; el conde lo impedirá. Tenemos tratados escritos, tenemos la palabra del obispo, la tenemos garantizada por escrito y sellada.

Ibn Eh lo interrumpió bruscamente, preguntando a uno de los yernos:

—¿Qué costumbre?

El joven paseó la mirada, inseguro, entre Ibn Eh y su suegro. Luego empezó a explicar:

—Antiguamente, cada Viernes Santo, un miembro de la comunidad judía de Tolosa era azotado en la iglesia episcopal, ante los ojos de todos los cristianos de la ciudad, como expiación por el supuesto crimen de nuestros padres contra ese tal Jesús de Nazaret. Hace treinta años la comunidad consiguió que se suprimiera esa atrocidad, y desde entonces hemos estado libres de ella.

—¡A cambio tuvimos que pagar sumas escalofriantes! —gritó el comerciante—. Entregamos cantidades monstruosas de dinero al obispo y al conde. Pagamos muy cara la erradicación de esa terrible costumbre. ¡El obispo no puede retractarse ahora! ¡Atenta contra toda ley!

—Me parece que el obispo poco tiene que ver en esto —dijo Ibn Eh, dirigiéndose al yerno.

El joven asintió con la cabeza.

—Es la gente de Saint Sernin —dijo en voz baja.

—La gente de los suburbios —reafirmó Ibn Eh con el rostro rígido como la piedra—. La maldita gente de los suburbios. Como siempre, como en todas partes.

En un repentino arrebato, cogió la fuente que el criado había dejado en el suelo y la empujó hacia el centro.

—Mañana nos despertaremos temprano y decidiremos qué hacer —dijo con mucha decisión—. ¡Ahora tenemos que comer!

Yunus miró la fuente, que contenía una papilla gris en la que nadaban grasosos trozos de pan. El rabino de Montpellier empezó a bendecir la mesa en voz alta. Ibn Eh lo interrumpió nada más empezar.

—¡No exageremos nuestro agradecimiento a Dios! —gruñó—. ¡Esta porquería no lo vale!

A la mañana siguiente, Yunus despertó sintiéndose fresco y descansado. Era la primera vez desde que fuera hecho prisionero que podía dormir toda la noche de un tirón. Al parecer, los otros no habían pasado una noche tan buena, y era evidente que estaban esperando impacientes a que Yunus despertase. Ibn Eh tenía en la palma de la mano cinco pajitas del largo de un dedo. El rabino rezaba con voz apagada.

Yunus miró la mano de Ibn Eh.

—Iré yo —dijo en voz baja y sin dar una entonación particular a sus palabras. Antes de que Ibn Eh pudiera poner alguna objeción, añadió con firmeza—: Déjalo estar, Etan, yo sé lo que hago; tengo mis motivos.

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