El que habla con los muertos (41 page)

Gormley no pudo evitar reírse.

—Así que también es sexualmente precoz, ¿no?

—En efecto, creo que lo es. De todas formas, he trabajado con él en la novela; es decir, la he ordenado en capítulos, y se la he corregido un poco. La historia, y la utilización que hace Keogh del lenguaje del siglo XVII, están muy bien, pero su ortografía sigue siendo muy mala y en este libro su escritura es repetitiva e inconexa. Aunque, puedo asegurarle, ganará muchísimo dinero con él.

Ahora fue Gormley quien frunció el entrecejo.

—¿Cómo puede ser que escriba cuentos como «joyas», y que su novela sea repetitiva e inconexa? No parece lógico.

—En el caso Keogh, nada es lógico. La novela es diferente de los cuentos por una razón muy simple: el colaborador que lo ayudaba con los cuentos era un escritor que sabía lo que hacía, en tanto que el de la novela sólo es un libertino del siglo XVII.

—¿Cómo dice? —Gormley estaba atónito—. No le comprendo.

—No, me figuro que no. ¡Y ojalá yo tampoco lo entendiera! Escuche: hace unos treinta años vivió, y murió, en Hartlepool un famoso escritor de cuentos. Su verdadero nombre no tiene importancia, porque publicaba bajo tres o cuatro seudónimos. Keogh usa seudónimos muy parecidos a los originales.

—¿Qué «originales»? Todavía no comprendo…

—En cuanto al libertino del siglo XVII, era el hijo de un conde. Fue muy famoso en estas tierras entre el año mil seiscientos sesenta y el mil seiscientos setenta y dos. Finalmente, un marido ofendido lo mató. No era escritor, pero tenía una colorida imaginación. Esos dos hombres… son los colaboradores de Keogh.

Gormley tenía ahora la piel de gallina.

—Siga —dijo.

—He hablado con la novia de Keogh —continuó Harmon—. Es una buena chica, y lo adora. Y no quiere oír ni una palabra en contra de su novio. Pero en una conversación se le escapó que él tiene una idea sobre alguien llamado nigroscopio. Le habló de eso como si fuera ficción, una creación de su imaginación. Un nigroscopio, le dijo, es alguien que…

—Puede leer los pensamientos de los muertos, ¿verdad? —interrumpió Gormley.

—Sí —respondió su interlocutor con un suspiro de alivio—. Exacto.

—Una especie de médium de los espíritus.

—¿Cómo? ¡Ah!, sí, supongo que se podría decir eso. Pero un médium verdadero, Keenan, un hombre que realmente habla con los muertos. ¡Algo monstruoso! Lo he visto con mis propios ojos, sentado en el cementerio y escribiendo.

—¿Ha hablado de esto con alguien más? —La voz de Gormley se hizo severa—. ¿Conoce Keogh sus sospechas?

—No.

—Entonces, no diga ni una palabra de esto a nadie. ¿Me entiende?

—Sí, pero…

—Sin peros, Jack. Su descubrimiento puede ser muy importante, y me alegro de que haya llamado. Pero esto no puede ser divulgado. Hay gente que podría utilizarlo con malos fines.

—¿Me cree, entonces? —El alivio del otro era perceptible, incluso por teléfono—. Quiero decir, ¿es posible una cosa tan horrible?

—Jack, cada día que pasa estoy menos seguro de qué cosas son posibles, y cuáles imposibles. De todos modos, comprendo su inquietud. En cuanto a que sea una cosa horrible, por ahora prefiero no opinar. Si usted está en lo cieno, ese Harry Keogh posee un talento increíble. ¡Piense en lo útil que podría sernos!

—Me estremezco de sólo pensarlo.

—¿Cómo? ¿Y es usted un director de escuela? ¡Qué vergüenza!

—Lo siento, pero no estoy seguro de que…

—¿Pero no le gustaría tener la ocasión de hablar con los grandes maestros, teóricos y científicos de todos los tiempos? ¿Con Einstein, Newton, Da Vinci o Aristóteles?

—¡Dios mío! —La voz al otro lado de la línea parecía sofocada por la emoción—. ¡Pero eso es absolutamente imposible!

—De acuerdo, Jack, usted siga pensando así, y olvídese por completo de nuestra conversación.

—Pero usted…

—¿De acuerdo, Jack?

—Muy bien. ¿Y qué intenta usted…?

—Jack, yo trabajo para una organización muy peculiar, con un grupo de gente muy extraña. Y ya he hablado demasiado otra vez. Pero me ocuparé de este caso, le doy mi palabra. Y usted tiene que prometerme que no hablará del asunto con nadie.

—De acuerdo, si es lo que desea.

—Y gracias por llamarme.

—¡No hay de qué! Yo…

—Adiós, Jack. Ya nos llamaremos.

—Adiós.

Gormley, pensativo, colgó el teléfono.

Capítulo once

Dragosani había «vuelto a la escuela» durante tres meses para pulir su inglés. Ahora, a fines de julio, había regresado a Rumania, o mejor dicho a Valaquia, que era para él su tierra natal. La tazón por la que estaba allí era muy simple: a pesar de las amenazas que hiciera la última vez que vino, era consciente de que había pasado un año, y de que la antigua criatura enterrada le había advertido de que no tenía más de un año de plazo. Dragosani no comprendía qué había querido decir con eso, pero de algo estaba seguro: no iba a dejar que Thibor expirara por un descuido de su parte. Aunque si tal extinción era inminente, el vampiro estaría más deseoso de compartir sus secretos con Dragosani a cambio de la prolongación de su vida de no-muerto.

Como ya era tarde cuando llegó a Bucarest, Dragosani se detuvo a comprar un par de pollos vivos en una cesta de mimbre. Los dejó en el suelo de la parte trasera del Volga, cubiertos con una manta liviana. Se hospedó en una granja a orillas del Olt, y tías dejar las maletas en su habitación, salió de inmediato y se dirigió en su coche hacia las boscosas colinas en forma de cruz.

Llegó con las últimas luces del atardecer al límite del círculo de tierra impía bajo los oscuros pinos, y contempló una vez más la tumba en ruinas y la negra tierra donde las retorcidas raíces parecían nudos de serpientes petrificadas.

Después de pasar Bucarest, Dragosani había intentado infructuosamente comunicarse con Thibor; a pesar de que se había concentrado en despertar la mente del viejo demonio de su sueño de siglos, no había obtenido respuesta. Tal vez, después de todo, había tardado demasiado. ¿Cuánto tiempo puede permanecer un vampiro, no muerto y enterrado, sin recibir atención alguna? Dragosani, a pesar de sus conversaciones con la criatura, y de la información que había recibido de Ladislau Giresci, sabía muy poco acerca de los wamphyri. Thibor le había dicho que ése era un conocimiento prohibido a los mortales, y que debía esperar a pertenecer a la fraternidad. ¿Conque prohibido? ¡El nigromante ya se encargaría de averiguarlo todo!

—Thibor, ¿estás ahí? —susurró Dragosani en la penumbra. Sus ojos, acostumbrados a la oscuridad, penetraron en el negro miasma del lugar—. Thibor, he regresado, y te traigo regalos.

A sus pies estaban los pollos, con las patas atadas y acurrucados en la cesta; pero ninguna presencia invisible agitó las sombras, no hubo dedos de telaraña que rozaran su pelo, ni ávidos hocicos invisibles que olfatearan su esencia. El lugar estaba seco, árido, muerto. Las ramas se quebraban de sólo tocarlas y allí donde Dragosani posaba sus pies se levantaba una nubécula de polvo.

—Thibor —Dragosani lo intentó otra vez—. Me dijiste un año; el año ha pasado y yo he vuelto. ¿Es demasiado tarde? Te he traído sangre, viejo dragón, para calentar tus venas y devolverte las fuerzas.

Nada.

Dragosani comenzó a alarmarse. Algo estaba mal. La vieja criatura enterrada había estado siempre aquí. Era el
genius loci
. Sin él, el lugar no era nada, las colinas cruciformes estaban vacías. ¿Y los sueños de Dragosani? ¿Habían desaparecido para siempre los conocimientos que pensaba adquirir del vampiro?

Durante un instante lo invadieron la desesperación, la ira, la frustración, pero luego…

Los pollos se agitaron en la cesta, y uno de ellos cloqueó, inquieto. Una brisa siniestra agitó las ramas por encima de la cabeza de Dragosani. El sol se puso detrás de las distantes colinas. Y algo vigiló al nigromante entre la penumbra, el polvo y las quebradizas ramas. No había nada, pero Dragosani se sentía mirado. Nada había cambiado, pero parecía como si el lugar respirase.

Respiraba, sí, pero con un aliento corrompido que a Dragosani no le gustó nada. Se sentía amenazado, como si el peligro fuera mayor que nunca. Cogió la cesta y retrocedió unos pasos, fuera del círculo impío, hasta que sintió junto a su espalda la rugosa corteza de un gran árbol casi tan antiguo como el claro. Se sintió más seguro, menos indefenso, con el grueso tronco cubriéndole las espaldas. La repentina sequedad de su garganta desapareció, y tragó saliva antes de volver a hablar.

—Thibor, sé que estás ahí. Si decides ignorarme, tú te lo pierdes, viejo demonio.

El viento sacudió otra vez las ramas, y un susurro penetró en la mente del nigromante.

¿Dragosaaaniiii? ¿Eres tú? ¡Ahhhh!

—Sí, soy yo —respondió enseguida—. He venido a traerte vida, viejo demonio… o a renovar tu no-muerte.

Demasiado tarde, Dragosani, demasiado tarde. Ha llegado mi hora y debo responder al llamado de la oscura tierra. Incluso yo, Thibor Ferenczy, de la estirpe de los wamphyri. Mis privaciones han sido muchas y mi llama se hizo muy débil, y ahora es apenas un destello. ¿Qué puedes hacer tú ahora por mí, hijo? Me temo que nada. Todo ha terminado

—¡No, no puedo creerlo! Te he traído vida, sangre fresca. Y mañana traeré más. En pocos días estarás otra vez vigoroso. ¿Por qué no me dijiste que las cosas habían llegado al límite? ¡Yo estaba seguro de que me engañabas! ¿Cómo podía creerte, si siempre me habías mentido?

Tal vez ése fue mi error
—respondió después de un instante la criatura enterrada—,
pero si mi propio padre y mi hermano me odiaban, ¿por qué habría de fiarme de mi hijo?
Y
de un hijo por procuración, por decirlo así. No eres carne de mi carne, Dragosani. Claro está que nos hicimos promesas, pero eran demasiadas para creer que pudieran cumplirse. Pero tú has prosperado algo, gracias a tu conocimiento de la nigromancia, y yo al menos he probado una vez más la sangre, por vil que ésta fuera. Así pues, que haya paz entre nosotros. Estoy demasiado débil para que nada me inquiete

Dragosani se adelantó un paso.

—¡No! —dijo otra vez—. Todavía tienes que enseñarme cosas, los secretos de los wamphyri…

¿No se había estremecido el suelo bajo sus pies? ¿Estaban las presencias invisibles un poco más cerca? Dragosani retrocedió contra el árbol.

La voz en su mente suspiró. Era el suspiro de alguien fatigado de las cosas terrenas, de alguien impaciente por sumirse en el olvido. Y Dragosani olvidó que se trataba del mentiroso suspiro de un vampiro.

¡Ah, Dragosani, Dragosani! No has aprendido nada. ¿No te dije que la sabiduría de los wamphyri le está vedada a los mortales? ¿No te dije que para conocer hay que convertirse en uno de ellos, y que no hay otro camino? Vete, hijo mío, y déjame librado a mi destino. ¿Por qué habría de darte el poder de regir el mundo mientras yo, entenado aquí, me convierto en polvo? ¿Es eso justo?

Dragosani estaba desesperado.

—Acepta entonces la sangre que te he traído, la tierna carne. Recupera tus fuerzas. Yo aceptaré tus condiciones. Si tengo que convertirme en un wamphyri para aprender todos sus secretos, que así sea —mintió Dragosani—. Pero sin ti no puedo hacerlo.

La criatura enterrada permaneció un instante en silencio mientras Dragosani, ansioso, esperaba. Tuvo la sensación de que la tierra había vuelto a temblar, aunque casi imperceptiblemente, bajo sus pies. Pero sin duda sólo era su imaginación, el saber que un ser antiguo y malvado, corrompido y no-muerto yacía allí, enterrado. A su espalda el árbol parecía sólido como una roca, y Dragosani no sospechó que su tronco estaba ahuecado por la carcoma. Pero lo estaba, y algo comenzó a filtrarse desde la tierra al carcomido tronco.

En otras circunstancias, Dragosani quizás habría percibido el movimiento, pero en ese preciso instante Thibor volvió a hablarle y distrajo su atención.

¿Has dicho que tenías un regalo para mí?

La inmaterial voz del vampiro sonaba interesada, y Dragosani vislumbró un rayo de esperanza.

—Sí, sí. Aquí, a mis pies. Carne fresca, sangre.

Cogió una de las aves y le apretó la garganta de tal modo que sus chillidos cesaron de inmediato. Y un segundo después cogió una navaja de brillante acero que llevaba en el bolsillo y le cortó el pescuezo. Saltó un chorro de sangre, y unas plumas revolotearon y cayeron lentamente a tierra cuando Dragosani arrojó el cadáver del pollo hacia adelante.

El mantillo de hojas que cubría el suelo absorbió la sangre como una esponja absorbe el agua, pero detrás de Dragosani un seudópodo de putrefacción se deslizó rápidamente por el interior del árbol hueco y su extremo, de un blanco leproso, encontró el agujero que había dejado una rama seca y caída, y asomó al exterior por encima de la cabeza de Dragosani, a menos de cuarenta centímetros. La punta del tentáculo latía, brillaba con una extraña vida propia, con la urgencia fetal de una especie extranjera.

Dragosani cogió el segundo pollo por el cogote, y se adelantó dos pasos, hasta el mismo límite de la zona «segura».

—Y hay más, Thibor. Aquí, en mi mano. Demuéstrame un poco de confianza, un poco de fe, y háblame de los poderes que tendré cuando me convierta en alguien como tú.

Yo… yo siento la roja sangre que empapa el suelo, hijo, y es buena. Pero sigo creyendo que has venido demasiado tarde. No te echaré la culpa. Reñimos, y yo tengo la culpa tanto como tú, de modo que olvidemos el pasado. Sí, y no terminaré sin darte antes una pequeña muestra de lo que he llegado a sentir por ti, sin compartir un pequeño secreto
.

—Estoy esperando —dijo, impaciente, Dragosani—. Sigue.

En el comienzo
—dijo la criatura enterrada—,
todas las criaturas eran iguales. Los vampiros originales eran seres naturales, como los primeros hombres, y así como el hombre vivía de las criaturas inferiores que lo rodeaban, también lo hacía el vampiro. Ambos, como ves, éramos de alguna manera parásitos. Todos los seres vivos lo son. Pero mientras el hombre mataba a las criaturas de las que se alimentaba, el vampiro era más bondadoso: él simplemente hacía de ellos sus huéspedes. No morían, sino que se convertían en no-muertos. De esta manera un vampiro no es menos natural que la lamprea, la sanguijuela o incluso el humilde mosquito; excepto que su huésped vive, se vuelve casi inmortal, y no es consumido como sucede habitualmente en la posesión parasitaria. Pero a medida que el hombre evolucionó hasta convertirse en el huésped perfecto, también evolucionó el vampiro, y cuando el hombre se convirtió en la criatura que dominaba a todas las demás, el vampiro compartió ese poder
.

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