El que habla con los muertos (42 page)

—Simbiosis —dijo Dragosani.

Puedo leer el significado de esa palabra en tu mente
—dijo Thibor—,
y lo que has dicho es correcto, salvo que el vampiro aprendió muy pronto a no delatar su presencia. Porque, junto con la evolución, se produjo un cambio singular: antes el vampiro podía vivir separado de su huésped; ahora, dependía de él por completo. De la misma manera que la lamprea glutinosa muere sin un pez huésped, el vampiro necesita a su huésped para existir. Pero los hombres, cuando descubrían a un vampiro dentro de uno de los de su especie, lo mataban. Y lo que es peor, aprendieron a matar al ser superior que se alojaba en el ser humano
.

Pero no era éste el único problema de los vampiros. Cuando se trata de corregir sus errores, la naturaleza es muy extraña, y absolutamente despiadada. Ella no había planeado la inmortalidad para ninguna de sus criaturas. Nada de lo que la naturaleza crea puede vivir eternamente. Con todo, había una criatura que parecía desafiar esta ley inflexible, una criatura que, salvo accidente, podía sobrevivir de modo indefinido. Y, furiosa, la naturaleza descargó su ira en los wamphyri. Y a medida que pasaron los siglos, y la tierra vivió todas sus edades hasta llegar al presente, mis ancestros vampiros fueron presa de una debilidad. Se desarrolló en ellos de generación en generación, con el paso del tiempo. En una constricción de la naturaleza, y era ésta: puesto que los vampiros raramente mueren, ella les permitiría nacer con igual —y escasísima— frecuencia
.

—Y ésa es la razón de que seáis una raza que se extingue.

Sólo podemos reproducirnos una vez en la vida, por larga que esa vida sea
.

—¡Pero si sois tan potentes! Puedo ver que el problema no radica en vuestros machos. ¿Son estériles vuestras hembras? Quiero decir, ¿tienen sólo una oportunidad de procrear?

¿Nuestros «machos», Dragosani?
—resonó la voz en la mente de Dragosani, con un matiz irónico que no había aparecido hasta ese momento—.
¿Nuestras «hembras»?

Y el nigromante retrocedió una vez más hasta apoyarse en el árbol.

—¿Qué dices?

¡Machos y hembras! ¡No, Dragosani! Si la naturaleza nos hubiera abrumado con ese problema, hace tiempo que ya nos habríamos extinguido
.

—¡Pero tú eres un macho! Sé que lo eres.

Lo era mi huésped humano
.

Dragosani tenía los ojos muy abiertos en la oscuridad. Algo en su interior le decía que huyera. Pero… ¿de qué? Sabía que la criatura enterrada no podría, o no se atrevería, a hacerle daño.

—Entonces… ¿eres una hembra?

Creí haberme explicado claramente. No soy ni una ni otra cosa
.

Dragosani no estaba seguro de la palabra adecuada para describir aquello.

—¿Eres un hermafrodita?

No
.

—¡Asexuado, entonces! ¡Agámico!

Una gota perlada comenzó a formarse en el pálido y pulsátil extremo del leproso tentáculo, que asomaba por el agujero del árbol, arriba de la cabeza de Dragosani. A medida que crecía tomaba la forma de una pera, colgaba, comenzó a temblar. Arriba de la gota se formó un ojo carmesí, sin párpado, de mirada fija y obsesiva.

—Entonces, ¿cómo se explica tu lujuria, la noche que poseímos a la chica?

La lujuria no era mía, Dragosani; era tuya
.

—¿Y todas las mujeres que has poseído en el cuerpo de tu vida?

La energía era mía; la lujuria, de mi huésped
.

—Pero…

¡Ahhhh!
—la voz en la mente de Dragosani dejó paso a un largo quejido—.
¡Hijo mío, hijo mío, ya estoy al borde del fin! todo… está… por terminar
.

El nigromante, asustado, avanzó una vez más hacia el límite del círculo. ¡La voz era tan débil, tan llena de dolor y desesperación!

—¿Qué sucede? ¡Mira, aquí hay más comida! ¡Tómala!

Dragosani cortó el cuello del segundo pollo y arrojó su cadáver estremecido al suelo. La sangre roja fue absorbida por la tierra. La criatura enterrada bebió a grandes tragos.

Dragosani esperó, y al poco, oyó un
«¡Ahhh!»

Pero ahora, al nigromante se le erizaron los pelos. De repente, percibía un gran vigor en el vampiro, y una astucia aún mayor. Retrocedió rápidamente… y en ese mismo instante, la gotita perlada arriba de su cabeza se volvió roja y cayó.

Fue a parar a la parte de atrás del cuello de Dragosani, justo debajo del cuello de la camisa. Él la sintió. Podría haber sido una gota de rocío caída del árbol, excepto que allí todo estaba muy seco, o bien el excremento de un pájaro, si alguna vez hubiera visto un pájaro en aquel lugar. La mano de Dragosani fue inmediatamente al cuello para limpiar lo que fuera… y no encontró nada. El huevo del vampiro no necesitaba oviscapto. Rápido como el mercurio había penetrado directamente a través de la piel, y ahora exploraba la columna vertebral de Dragosani.

Un instante después Dragosani sintió el dolor y con paso inseguro se apartó del árbol. Se dio cuenta de que había penetrado en lo que él consideraba la zona de peligro, pero siguió hacia adelante, impulsado por el dolor, cada vez más intenso. Esta vez fue incapaz de dominarse; huyó del círculo, chocando a ciegas con los troncos de los árboles que se interponían en su camino; tropezó y cayó. Y el dolor no lo abandonaba, el dolor en el cráneo, la presión en la columna, el fuego que le corroía las venas como un ácido.

Lo invadió el pánico, el mayor pánico de toda su vida. Se sintió morir; sintió que ese ataque, cualquiera fuera su causa, seguramente lo estaba matando. Era como si le estallaran todos los órganos internos, como si su cerebro ardiera.

En su interior, la simiente del vampiro había hallado un lugar de reposo en la cavidad del pecho. Acabó con la explotación y se dispuso a dormir. Sus ideas y venidas iniciales habían sido como los espásticos puntapiés de un recién nacido, pero ahora que estaba abrigado y a salvo, sólo deseaba descansar.

El agónico dolor abandonó a Dragosani en un instante, y fue tan grande su alivio que su organismo perdió el equilibro. Se desvaneció, abrumado por el intenso placer de la ausencia de dolor.

Harry Keogh dormía desparramado en la cama; el sudor le pegaba el pelo a la frente y sus brazos y piernas se sacudían en movimientos espasmódicos, en respuesta a un sueño que de alguna manera era algo más que un sueño. Su madre había sido una persona dotada de poderes paranormales, una médium bastante conocida, y la muerte no sólo no la había cambiado, sino que había mejorado su talento. A menudo, en el curso de los años, había visitado a Harry mientras éste dormía, tal como lo visitaba ahora.

Harry soñaba que era verano y estaban juntos en un jardín, el de su casa de Bonnyrigg. El río corría más allá de la cerca, entre orillas cubiertas de verde hierba. Era un sueño de agudos contrastes y vivos colores. Su madre era otra vez joven, una chica apenas, y él podría haber sido su joven amante, antes que su hijo. Pero en el sueño la relación entre ellos era muy clara y ella, como siempre, estaba preocupada por él.

—Harry, tu plan es peligroso y no resultará —dijo ella—. Además, ¿no te das cuenta de lo que estás haciendo? Si sale bien, será un asesinato, Harry. ¡Y tú no serás… no serás mejor que él!

Ella volvió la cabeza de dorados cabellos y sus ojos azules miraron, temerosos, hacia la casa.

La casa era una mancha oscura contra un cielo tan azul que hería los ojos. Se alzaba como un bloque de tinta congelada contra un fondo verde y azul, como recién volcada en un libro ilustrado para niños. No brillaba ninguna luz en ella, y nada escapaba a su doloroso, insondable vacío, como en los agujeros negros interestelares. Era negra a causa de quien la habitaba, tan negra como el hombre que vivía allí.

Harry hizo un gesto negativo con la cabeza y con un gran esfuerzo de voluntad apartó sus ojos de la casa.

—No será un asesinato —respondió—. ¡Será justicia! Ha conseguido escapar durante quince años. Yo era un niño, poco mas que un crío de pecho cuando él te arrancó de mi lado. Su crimen ha quedado impune hasta el presente. Ahora soy un hombre, pero ¿seguiré siéndolo si dejo las cosas como están?

—Harry, ¿no ves que la venganza no cambiará nada? No se subsana un error cometiendo otro.

Se sentaron en la hierba y ella lo abrazó y le acarició el pelo. Cuando Harry era un niño eso le encantaba. Harry miró otra vez la casa oscura como la tinta y se estremeció; después apartó rápidamente la mirada.

—No se trata sólo de que quiera vengarte, madre —dijo—. ¡Quiero saber por qué lo hizo! ¿Por qué te asesinó? Eras joven y hermosa, una mujer acaudalada y de talento. Tendría que haberte adorado, y sin embargo te mató. Te hundió y te retuvo bajo el hielo, y cuando estabas demasiado agotada para luchar, dejó que la corriente te arrastrara. Te mató con la misma frialdad que si fueras un gatito no deseado, el deforme de la carnada. Te arrancó la vida como quien arranca hierbajos el jardín, pero él era la mala hierba, y tú una rosa. ¿Qué lo movió a hacerlo? ¿Por qué?

Ella frunció la frente e hizo un gesto negativo con la dorada cabeza.

—No lo sé, Harry. Nunca lo he sabido.

—Tengo que descubrirlo. Y no puedo averiguarlo mientras él esté vivo, porque nunca confesará su crimen. De modo que tendré que hacerlo después de que muera. Los muertos nunca me niegan nada. Y eso significa… que tengo que matarlo. Y lo haré a mi manera.

—Es una manera muy terrible, Harry —ahora le tocó a ella estremecerse—. Lo sé.

Él asintió con una mirada helada en sus ojos.

—Sí, sé que lo sabes… y por eso debo hacerlo de esa manera.

Ella sintió otra vez miedo, y se abrazó a Harry.

—¿Y si algo sale mal? Si sé que tú estás bien, puedo descansar en paz, Harry. Pero si te sucediera algo…

—No me sucederá nada. Todo saldrá tal como lo he planeado. —Harry besó la frente de su madre, pero ella se aferró a él.

—Es un hombre inteligente, Harry. Ese Viktor Shukshin es muy listo, y malvado. Yo a veces lo percibía, y me fascinaba. ¿Qué era yo, después de todo, sino una jovencita? Y él… él era magnético. El alma rusa, que yo también sentía en mí; la obsesiva oscuridad de su mente, el magnetismo y la maldad. Éramos polos opuestos, y nos atraíamos. Yo sé que al principio lo amaba, a pesar de que percibía la negrura de su corazón. En cuanto a por qué me asesinó…

—¿Sí?

Ella hizo de nuevo un gesto negativo con la cabeza, los ojos azules empañados por el recuerdo.

—Había algo en él. Una especie de locura, algo innombrable que él no podía dominar. Eso lo sé, pero qué era exactamente… —y una vez más hizo un gesto negativo.

—Eso es lo que tengo que averiguar —repitió Harry—, porque yo tampoco podré descansar hasta que no lo haya descubierto.

—Shhh —lo hizo callar ella de repente, apretándolo con más fuerza—. Mira…

Harry miró. Una pequeña mancha de tinta se había desprendido de la gran masa de la casa. Tenía forma humana, y avanzó por el sendero del jardín; miraba aquí y allá y se retorcía las manos en un gesto de preocupación. En la parte de la mancha negra correspondiente a la cabeza brillaban dos óvalos plateados, ojos que condujeron a su dueño hasta la valla del fondo del jardín. Harry y su madre se acurrucaron juntos, pero por el momento el fantasma de Shukshin no les prestó atención. Llegó hasta donde estaban ellos, olfateó como si sospechara algo, igual que un perro, y siguió adelante. Se detuvo junto a la valla, se apoyó en ella, y durante unos instantes contempló la perezosa corriente.

—Sé lo que piensa —susurró Harry.

—¡Shhh! —volvió a hacerle callar su madre—. Viktor Shukshin puede percibir cosas. Siempre ha podido…

La mancha de tinta emprendió el regreso, deteniéndose de vez en cuando para olfatear de aquella manera tan extraña. Cuando estuvo cerca de la pareja, la cosa-Shukshin pareció mirar a través de ellos con sus ojos de plata. Después parpadeó y continuó hacia la casa, retorciéndose las manos como antes. Cuando se fundió con la casa, resonó el golpe de una puerta, y luego el eco.

El sonido se repitió en la cabeza de Harry, retumbó metamorfoseándose del portazo original a una serie de golpes: ¡Rat-tat-tat! ¡Rat-tat-tat!

—Tienes que irte —dijo su madre—. Ten cuidado, Harry. ¡Mi pobrecito Harry!

Harry se despertó en su apartamento. Por la inclinación de los rayos del sol que entraban por la ventana supo que eran las últimas horas de la tarde. Había dormido cerca de tres horas, más de lo que deseaba. Se sobresaltó cuando oyó que seguían los golpes en la puerta. ¡Rat-tat-tat!

¿Quién podía ser? ¿Brenda? No, no la esperaba. Si bien era sábado, la joven trabajaba horas extra, arreglando el pelo de las damas elegantes de Harden. ¿Quién, pues, llamaba a la puerta?

¡Rat-tat-tat! Con insistencia.

Harry bajó de la cama con movimientos lentos y
fue
hacia la puerta. Tenía el pelo revuelto y los ojos llenos de sueño. Rara vez llamaban a su puerta, y a él le gustaba que así fuera. Esto era una intrusión, algo con lo que había que vérselas rápidamente y con decisión. Se subió la cremallera de los pantalones, se puso una camisa, y… y volvieron a llamar.

Afuera, sir Keenan Gormley esperaba; sabía que Harry Keogh estaba en casa. Lo supo cuando se acercaba por la calle, lo había percibido mientras subía las escaleras. Los poderes de percepción extrasensoriales de Keogh estaban impresos en el aire del lugar como una huella digital sobre un cristal. Porque Gormley estaba dotado de la misma facultad que Shukshin y Borowitz: también él era un «observador». Gormley sabía instintivamente cuándo estaba en presencia de un PES, y el aura PES de Keogh era la más poderosa que había percibido nunca, de modo que mientras esperaba ante la puerta se sentía como si estuviera cerca de un gran generador.

Harry Keogh abrió la puerta.

Gormley lo había visto antes, pero nunca desde tan cerca. Durante las últimas tres semanas, en que se había alojado en casa de Jack Harmon, ambos habían seguido a Keogh de vez en cuando; habían vigilado atentamente al joven, aunque con discreción. En dos ocasiones los había acompañado George Hannant, y Gormley no había necesitado mucho tiempo para convencerse, como los otros dos, de que Keogh era realmente muy especial. Era evidente que Hannant y Harmon tenían razón: era un nigroscopio. Tenía el poder de relacionarse de manera inteligente con los muertos. Durante las pasadas tres semanas, Gormley había pensado mucho en el extraño talento de Keogh, y había decidido que le gustaría enormemente tenerlo bajo su control. Ahora debía encontrar la manera de que Keogh aceptara la idea.

Other books

How to Survive Summer Camp by Jacqueline Wilson
A Sticky End by James Lear
Blue Moon by Luanne Rice
Armageddon by Leon Uris
Niagara Motel by Ashley Little
To Win Her Trust by Mackenzie Crowne
Duby's Doctor by Iris Chacon