El que habla con los muertos (46 page)

—La incógnita es cuánto saben de nosotros, ¿verdad?

—En efecto. —Dragosani miró con más respeto— a su compañero. Puede que sepan incluso que viajamos en este avión, y es posible incluso que conozcan el objetivo de nuestra misión. ¡No lo permita Dios!

Batu sonrió con su cara de luna llena.

—Yo no creo en ningún dios —dijo—. Sólo creo en el demonio. Entonces, ¿el camarada general piensa que Shukshin, si no lo hacemos callar antes, hablará con los británicos?

—Sí. Ha amenazado con hacerlo. Quiere dinero, o le dirá a la Organización E británica todo lo que sabe de nosotros. Claro que, después de tanto tiempo pasado fuera de Rusia, no es mucho, pero Gregor Borowitz piensa que hasta una migaja de información sobre nosotros ya es demasiado.

Max Batu se quedó pensativo unos instantes.

—Pero si Shukshin habla, estará denunciándose a sí mismo. Tendrá que admitir que vino a Inglaterra como agente FES de la URSS, ¿no es verdad?

Dragosani hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No, no tiene por qué delatarse. Puede escribir una carta anónima, Max. O llamar por teléfono sin decir quién es. Y aunque han pasado veinte años, Shukshin sabe cosas que Borowitz desea que permanezcan en secreto. Hay dos datos que pueden tener un valor enorme para los agentes PES británicos: el primero, la situación del
château
Bronnitsy; el segundo, que el camarada general Gregor Borowitz es el director de la organización rusa de espionaje PES. Ésa es la amenaza de Shukshin, y por esa razón debe morir.

—Con todo, su muerte no es nuestro principal objetivo.

Dragosani se quedó un instante en silencio, y luego dijo:

—No, nuestro objetivo principal es la muerte de otra persona, de alguien mucho más importante. Se trata de sir Keenan Gormley, el director de la organización británica de espionaje PES. Su muerte… y todos sus conocimientos, ésos son nuestros objetivos principales. Borowitz quiere que ambos mueran, y que yo me entere de todos sus secretos. Usted matará a Gormley mediante su especial poder, y yo lo examinaré utilizando el mío. Pero antes, habremos matado a Viktor Shukshin, a quien yo también examinaré. En verdad, Shukshin no nos traerá ningún problema: vive en un lugar aislado y solitario, y allí realizaremos nuestro trabajo.

—¿Y usted puede realmente apoderarse de todos sus secretos? Quiero decir, ¿después de muertos? —Batu parecía tener ciertas dudas.

—Sí, de verdad puedo hacerlo, y con más certeza que un torturador a quien se los dieran vivos. Yo robo sus secretos más íntimos; los extraigo de su sangre, de su médula, de sus huesos solitarios y helados.

Una azafata regordeta apareció al final del pasillo central. «Por favor, abrochen sus cinturones», entonó como un robot, y los pasajeros, con gestos igualmente robóticos, la obedecieron.

—¿Y cuáles son sus limitaciones? —preguntó Batu—. Se lo pregunto por curiosidad enfermiza, nada más.

—¿Limitaciones? ¿Qué quiere decir?

—¿Qué sucede si un hombre lleva muerto una semana, por ejemplo?

—No importa —respondió Dragosani encogiéndose de hombros.

—¿Y si está muerto desde hace un siglo?

—¿Y es una momia reseca? Borowitz también se preguntó lo mismo, e hicimos la experiencia. Para mí fue igual. Los muertos no pueden tener secretos con un nigromante.

—Ya, pero si se trata de un cadáver en estado de putrefacción —insistió Batu—, alguien que lleva un mes o dos muerto, debe de ser algo horrible…

—Lo es, pero ya estoy habituado. No me preocupa que me dé asco, sino el peligro. Como usted sabe, los muertos son portadores de todo tipo de enfermedades. Tengo que ser muy cuidadoso. No es un trabajo saludable.

Batu hizo un gesto de repulsión, y Dragosani advirtió que se había estremecido levemente.

Las luces de Londres brillaban en el oscuro horizonte nocturno. La ciudad era un resplandor brumoso más allá de las pequeñas ventanillas circulares.

—¿Y usted? —preguntó Dragosani—. ¿Su talento tiene limitaciones, Max?

El mongol se encogió de hombros.

—Lo que yo hago también tiene sus riesgos. Se necesita mucha energía; me deja sin fuerzas, me debilita. Y, como usted sabe, sólo es efectivo con los enfermos o los débiles. Se supone que mi poder también tiene otros inconvenientes, pero tal vez no sea más que una leyenda. Claro está que yo no trataré de averiguar si es verdad o mentira.

—¿Cómo es eso?

—En mi país se cuenta una historia muy antigua, de hace más de mil años. Había un hombre que podía hacer mal de ojo; era un malvado y usaba su don para aterrorizar a todo el país. Iba con sus bandidos a los pueblos, saqueaba y violaba, y luego escapaba sin sufrir daño alguno, pues nadie se atrevía a levantar una mano contra él. Pero en una aldea vivía un anciano que dijo que él sabía cómo enfrentarse a este hombre. Cuando la banda de ladrones iba acercándose al pueblo, los aldeanos cogieron los cadáveres de sus deudos, los pusieron de pie en las murallas y los armaron con lanzas. Llegaron los bandidos, y su jefe vio, en la penumbra, que la aldea estaba custodiada. Aojó a los guardianes de las murallas, pero los muertos no pueden volver a morir. El hechizo rebotó y golpeó al que lo había producido. ¡El hombre se encogió hasta cobrar el tamaño de un cochinillo asado!

A Dragosani le gustó el cuento.

—¿Y la moraleja? —preguntó.

—¿No es evidente? Nunca se debe maldecir a los muertos, porque no tienen nada que perder. En una discusión, al final ellos siempre ganan…

Dragosani pensó en Thibor Ferenczy.

»¿Y qué sucede con los no-muertos? —se preguntó—. ¿Ellos también ganan? Sí es así, ya es hora de que alguien cambie las reglas del juego…»

Los esperaba un hombre de la embajada, que los hizo pasar la aduana, y el equipaje de los viajeros fue llevado como por arte de magia a un Mercedes negro con matrícula diplomática. Además del acompañante de mirada glacial, había también un chofer, silencioso y vestido de uniforme. Camino a la embajada, el hombre que los había ido a buscar iba en el asiento delantero, junto al conductor, con el brazo sobre el asiento de éste y medio vuelto hacia la parte de atrás, para hablar con los recién llegados. Intentaba parecer amable e interesado, pero no engañó a Dragosani ni por un segundo.

—¿Es su primer viaje a Londres, camaradas? Les parecerá una ciudad muy interesante, ya verán. Decadente, claro está, y llena de idiotas, pero aun así, interesante. Yo… yo no he tenido tiempo de averiguar qué los trae por aquí. ¿Estarán mucho tiempo?

—Hasta que regresemos —respondió Dragosani.

—¡Ah, muy bien! —respondió el otro con una sonrisa forzada—. Debe disculparme, camarada, pero para algunos de nosotros la curiosidad es… es un modo de vida. ¿Lo comprende?

—Sí, lo comprendo. Usted es de la KGB.

La expresión de la delgada cara del hombre se congeló.

—No usamos esa palabra fuera de la embajada.

—¿Y qué palabra utilizan? —dijo con ironía Max Batu—. ¿Comemierdas?

—¿Cómo? —El rostro del acompañante estaba lívido.

—Los negocios míos y de mi amigo no son de su incumbencia —dijo Dragosani con voz serena—. Tenemos autoridad total. Quiero que lo entienda bien, autoridad absoluta. Cualquier interferencia le reportará grandes problemas. Si necesitamos su ayuda, se la pediremos. Entretanto, queremos que nos deje en paz.

El acompañante respiró hondo.

—Habitualmente la gente no me habla en ese tono —dijo.

—Claro está que si usted insiste en estorbar —continuó Dragosani sin cambiar el tono de voz—, siempre me queda el recurso de romperle un brazo. Eso lo mantendrá lejos de nosotros por dos o tres semanas.

—¿Me está amenazando? —preguntó el otro, incrédulo.

—No, le estoy haciendo una promesa.

Pero Dragosani sabía que así no iba a ninguna parte. El hombre era un típico autómata de la KGB. El nigromante suspiró y dijo:

—Mire, si le hemos sido asignados, lo siento por usted. Su trabajo es imposible y peligroso, además. No puedo decirle nada más. Estamos en Inglaterra para probar un arma secreta. Y ahora, basta de preguntas.

—¿Un arma secreta? —repitió el otro con los ojos como platos—. ¡Ah! ¿Y de qué arma se trata?

La sonrisa de Dragosani fue sombría. Bueno, después de todo, se lo había advertido a ese tonto.

—Max —dijo—. ¿Qué le parece una pequeña demostración?

Poco tiempo después llegaron a la embajada. Dragosani y Batu bajaron del coche y cogieron sus cosas del maletero. Ellos mismos se ocuparon de su equipaje.

El conductor, por su parte, dedicó toda su atención al acompañante. La última vez que lo vieron se alejaba tambaleándose, apoyado en el brazo del chofer. Se dio la vuelta para mirarlos sólo una vez —con los ojos muy abiertos, y una expresión de temor dedicada especialmente a Max Batu— antes de desaparecer en el interior del sombrío e imponente edificio. Y ya nunca más volvieron a verlo.

Y, claro está, tampoco volvió a molestarlos.

Era el segundo miércoles de enero de 1977. Desde hacía quince días Viktor Shukshin tenía la sensación de que algo terrible se aproximaba, y su depresión sólo se había aliviado ligeramente cuando llegó la carta certificada de Gregor Borowitz con mil libras en billetes grandes. A decir verdad, a Shukshin le preocupaba que Borowitz se hubiera rendido tan fácilmente, y no intentara contrarrestar las amenazas que él le hiciera con otras peores.

Hoy había sido un día especialmente malo: el cielo estaba cubierto y era probable que nevara; el río se había congelado, y estaba cubierto por una gruesa capa de hielo gris; la gran casa estaba muy fría y soplaban corrientes de aire que parecían seguir a Shukshin donde quiera que fuese. Y por primera vez —o al menos, ésta era la primera vez que lo advertía— un ominoso silencio reinaba en todas panes y los ruidos parecían amortiguados por la nieve, aunque todavía era muy escasa la que había caído. El «tic tac» del gran reloj de pie resonaba pesado y sordo, y todo contribuía a que Shukshin tuviera los nervios de punta. Era como si la casa contuviera el aliento y esperase a que algo sucediera.

Y ese «algo» ocurrió a las dos y media de la tarde, cuando Shukshin acababa de servirse un vaso de vodka helado y se había sentado en su estudio, frente a la estufa eléctrica, a contemplar melancólico el jardín, que parecía de blanco cristal. El estridente sonido del teléfono estremeció los nervios de Shukshin.

Con el corazón latiéndole en el pecho, el hombre dejó la bebida, cogió el auricular y dijo:

—Aquí Shukshin.

—¿Padrastro? —Harry Keogh parecía hablar desde muy cerca—. Habla Harry. Estoy en Edimburgo, en casa de unos amigos. ¿Cómo estás?

Shukshin hizo un esfuerzo por contener la ira que lo invadió. De modo que era eso; el maldito engendro, dotado de percepción extrasensorial estaba cerca, y enviaba su aura psíquica a torturar el sensible espíritu de Shukshin. Desnudó los dientes en una mueca feroz y miró furioso el teléfono que tenía en la mano, luchando con el impulso de maldecir y soltar tacos.

—¿Eres tú, Harry? ¿Y estás en Edimburgo? ¡Qué amable eres, acordándote de mí!
¡Maldito bastardo! ¡Tu aura de mutante me está dañando!

—¡Pero se te oye muy bien! —Harry parecía sorprendido—. La última vez que nos vimos no estabas…

—Sí, es verdad —lo interrumpió Shukshin—. En aquella época no estaba muy bien, pero ahora me siento mucho mejor. ¿Puedo servirte en algo?
¡Podría comerme tu corazón, pequeño monstruo!

—Bueno, he pensado que, si no te importa, podría ir a visitarte. Quizá podríamos hablar de mi madre. Además, he traído mis patines, y si el río ya se ha helado podría patinar un poco. Sólo estaré unos pocos días más, sabes, y…

—¡No! —replicó de inmediato Shukshin, y enseguida se contuvo.

¿Por qué no acabar de una vez con aquello? ¿Por qué no librarse ahora y para siempre de esa sombra del pasado? Por mucho que sospechara Keogh —o que supiera—, y aunque hubiera encontrado el anillo de Shukshin, que el ruso creía había perdido en el río, y cualquiera fuese el lazo psíquico que unía al joven con su madre muerta, ¿por qué no acabar con todo eso aquí y ahora? El sentido común no tenía la menor posibilidad de triunfar ante la sed de sangre que invadió a Shukshin.

—¿Padrastro?

—Quería decir… Harry, me temo que aún no estoy muy bien de los nervios. Ya sabes, vivo aquí, completamente solo, y no estoy acostumbrado a tener compañía. Claro está que te recibiré con mucho gusto, y el río está perfecto para patinar, pero no sé qué haría con una casa llena de jóvenes, Harry.

—¡Oh, no, padrastro, no se preocupe! No pienso ir con nadie, ni se me había ocurrido. Mis amigos ni siquiera conocen que tengo un pariente en esta región. No, sólo me gustaría volver a visitar la casa, e ir al río. Quisiera patinar donde lo hacía mi madre, eso es todo.

¡Otra vez con eso! El bastardo seguramente sabía algo, o al menos lo sospechaba. ¿De modo que quería patinar? Y en el río, donde había patinado su madre. El rostro de Shukshin se contorsionó en una mueca malévola.

—Bien, en ese caso… ¿cuándo vendrás?

—¿Te parece bien dentro de dos horas?

—Muy bien —respondió Shukshin—. Entonces, te espero entre las cuatro y media y las cinco. Hasta entonces, Harry.

Y Shukshin colgó el teléfono antes de que un gruñido de odio bestial escapara de su garganta y traicionara sus verdaderos sentimientos.

Harry Keogh no estaba en Edimburgo, sino mucho más cerca. En realidad, estaba en el vestíbulo del hotel de Bonnyrigg donde se había alojado los últimos días. Después de hablar con Shukshin por teléfono se puso el abrigo y se dirigió a su coche, un viejo Morris que había comprado especialmente para este viaje. Había aprobado a la primera el examen para obtener el carnet de conducir, o quizá debamos decir que lo había aprobado por él un hombre que yacía en el cementerio de Seaton Carew, y que en vida había sido profesor en una autoescuela.

Harry se dirigió por las rutas heladas hacia la cima de una colina desde la cual se veía la casa de su padrastro, situada a unos cuatrocientos metros; el joven aparcó allí el coche, y se apeó del vehículo. El lugar estaba desierto; el paisaje era oscuro y melancólico. Harry, temblando de frío, se dirigió con sus prismáticos hacia un grupo de árboles que se destacaban oscuros contra el cielo. Se ocultó detrás de uno de los troncos, apuntó los anteojos hacia la casa y esperó durante uno o dos minutos.

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