El que habla con los muertos (58 page)

—¿Sí?

—Mañana por la noche una de sus líneas termina.

«¡La mitad de mí morirá! —pensó Dragosani—. Pero ¿qué mitad?»

Y en voz alta preguntó:

—¿La roja o la azul?

—La roja.

¡Morirá el vampiro!
Dragosani sintió que su esperanza renacía, pero sofocó la alegría que sentía en lo más profundo de su ser.

—¿Y qué sucede con la otra línea?

Vlady hizo un gesto de incertidumbre, como si no encontrara la manera de explicarlo.

—Eso es lo más raro de todo. Se trata de algo que simplemente no puedo explicar. La otra línea pierde su color rojo y forma un rizo, se dobla hacia atrás y se une con la primera en el punto exacto en que comenzaron a dividirse.

Dragosani se reclinó en el asiento y cogió su vodka. Lo que Vlady le había dicho no era satisfactorio pero era mejor que nada.

—He sido muy duro con usted, Igor —dijo—, y lo siento. Puedo ver que se ha esforzado por mí, y se lo agradezco. Pero me ha dicho que lo de mañana será algo grande, y puedo deducir que probablemente ha leído el futuro de las otras personas que estarán en el
château
. De manera que quiero saber cuan grande será el asunto.

Vlady se mordió el labio.

—Camarada, la respuesta no le agradará —le advirtió.

—Dígamela, de todas formas.

—Será una destrucción casi total. Una fuerza, un poder, descenderá sobre el
château
Bronnitsy, y traerá la devastación.

¡Keogh! Sólo podía ser Harry Keogh. No existía otra amenaza…

Dragosani se puso de pie, cogió su abrigo y se dirigió a la puerta.

—Ahora tengo que irme, Igor —dijo—, y le estoy muy agradecido. No olvidaré lo que ha hecho por mí, créame. Y si ve algo nuevo, le agradecería que…

—¡Por supuesto! —dijo Vlady, y respiró aliviado; lo acompañó hasta la puerta y en el momento en que Dragosani salía, le preguntó—: ¿Qué le pasó a Max Batu, camarada?

Era una pregunta peligrosa, pero tenía que hacerla.

Dragosani se detuvo un paso más allá del umbral, y se dio la vuelta.

—¿Max? Ah, ya lo sabe, entonces. Bueno, fue un accidente.

—Ya —dijo Vlady, e hizo que sí con la cabeza—. Era lo que yo suponía…

Cuando se quedó solo, Vlady acabó la botella de vodka y se quedó meditando hasta muy tarde. Pero cuando un reloj dio la medianoche el vidente se puso en pie y decidió transgredir su propia regla. Lanzó de prisa su mente hacia el futuro, siguió su propia línea de la vida hasta su inevitable final. Sería dentro de tres días, y acababa con un violento, desgarrado garabato.

Vlady comenzó luego a empaquetar unas pocas cosas y a prepararse para huir. Lo que ocupaba el primer lugar en su mente era el pensamiento de que una vez muerto Borowitz, Dragosani iba a ser el director de la Organización E, o al menos de lo que quedara de ella. Podían decir lo que quisieran de Gregor Borowitz, pero al menos era humano. En cuanto a Dragosani… Vlady sabía que nunca podría trabajar a sus órdenes. Muy bien pudiera suceder que Dragosani muriese mañana por la noche. Pero ¿qué pasaría si no ocurría? La línea del nigromante era tan confusa, tan extraña… No, Vlady sólo podía hacer una cosa: debía intentar evitar lo inevitable.

Y a casi mil seiscientos kilómetros de allí, en una oscura atalaya sobre el muro de Berlín, una ametralladora esperaba a Igor Vlady. Él no lo sabía, pero su futuro y el del arma ya se dirigían hacia un punto común. Se encontrarían exactamente a las diez horas y treinta y dos minutos de la noche, dentro de tres días.

Dragosani se dirigió a su piso. Desde allí llamó al
château
Bronnitsy y pidió hablar con el oficial de guardia. Le dio el nombre y la descripción de Harry Keogh para que los transmitiera enseguida a todos los aeropuertos y puestos fronterizos de la URSS, junto con la información de que Keogh era un espía de Occidente y debía ser inmediatamente arrestado, o muerto si oponía resistencia. La KGB se enteraría de esto, claro está, pero a Dragosani no le importaba. Si ellos cogían a Keogh vivo, no sabrían qué hacer con él, y tarde o temprano caería en manos de Dragosani. Y si lo mataban… ése sería el final del asunto.

En cuanto a las predicciones de Vlady, Dragosani creía en ellas, pero no de manera absoluta. Vlady insistía en que no se podía cambiar el futuro, pero Dragosani opinaba lo contrario. Sólo uno de ellos tenía razón, pero hasta mañana por la noche no sabrían cuál de los dos. En todo caso, el jaleo pronosticado en el
château
Bronnitsy quizá no tuviera nada que ver con Harry Keogh; así pues, todo debía continuar tal como lo había planeado.

Después de transmitir la información al
château
, Dragosani bebió otra copa —una bien grande esta vez, algo poco habitual en él— y por último se acostó. Estaba agotado, y durmió hasta bien entrada la mañana…

A las once y cuarenta aparcó su Volga en un bosquecillo junto a la carretera principal, a unos ochocientos metros de la
dacha
más cercana, se subió el cuello del abrigo y se dirigió a pie a Zhukovka. Justo antes de mediodía se desvió por una huella cubierta de nieve y se internó en una zona boscosa paralela al curso del río, hasta llegar a la
dacha
de Borowitz. Con una sonrisa implacable recorrió deprisa el sendero empedrado que llevaba a la puerta y llamó. Mientras esperaba, olfateó el olor a humo de leña que se percibía en el aire helado. Los finos pelos de su nariz crepitaron, pero los carámbanos medio derretidos que colgaban del techo de la
dacha
le indicaron que la temperatura ya estaba subiendo. La nieve se derretiría muy pronto y las huellas de Dragosani se borrarían; no habría nada que lo relacionara con este lugar.

Se oyó un ruido de pasos lentos que venía del interior, y la puerta se abrió apenas. Pálido, despeinado y con los ojos enrojecidos, Borowitz se asomó parpadeante a la luz del día.

—¿Dragosani? —dijo con el gesto ceñudo—. ¿No le dije que no me molestaran? Yo…

—Camarada general —lo interrumpió Dragosani—, es un asunto de verdadera urgencia…

Borowitz se hizo a un lado y abrió la puerta de par en par.

—Entre, entre —rezongó, pero sin su acostumbrada ferocidad.

El general estaba solo en la
dacha
desde hacía una semana; ya no parecía un hombre vigoroso. Su dolor era verdadero, y lo había convertido en un anciano fatigado. Todo lo cual era muy conveniente para los fines de Dragosani.

Entró en la casa y siguió a Borowitz por un corto pasillo y después de atravesar una arcada con cortinas entraron a un saloncito donde yacía amortajada Natasha Borowitz. La mujer había sido una campesina de aspecto agradable, pero muerta parecía fea y vulgar. Semejaba una vela gruesa y mal hecha, la cera del rostro arrugada y la mecha de los cabellos opaca y desgreñada. Borowitz le acarició el rostro rígido e inclinó la cabeza, pero no pudo ocultar una lágrima que brilló en la comisura de su ojo.

Luego condujo a Dragosani a un salón comedor que éste ya conocía y le ofreció un asiento cerca de una ventana, la única que estaba abierta de todas las de la
dacha
. Dragosani, con una silenciosa inclinación de cabeza, rehusó sentarse y miró a Borowitz, que se dejó caer pesadamente en un sillón.

—Prefiero quedarme de pie —dijo el nigromante—. Esto no nos llevará mucho tiempo.

—¿Una visita relámpago? —gruñó Borowitz sin demostrar ningún interés—. Podría haber esperado, Dragosani. Mañana se llevarán para siempre a mi Natasha, y después volveré a Moscú y al
château
Bronnitsy. ¿Qué es eso tan urgente que lo trae por aquí? Me dijo que su viaje a Inglaterra había sido un éxito.

—Lo fue, pero ha sucedido algo desde entonces…

—¿Sí?

—Camarada general —dijo Dragosani—, Gregor, no quiero que me haga preguntas, sólo que me diga algo. ¿Recuerda una conversación que tuvimos hace tiempo, sobre el futuro de la Organización E? Usted dijo que algún día iba a decidir quién lo sucedería en el cargo cuando se retirase. Y dijo que lo decidiría entre Igor Vlady y yo.

Borowitz lo miró con cara adusta y expresión de incredulidad.

—¡De modo que por eso está aquí! —gruñó—. Conque era un asunto de la máxima urgencia, ¿no? ¿Se piensa que ya estoy listo para dejarle el camino libre? ¿O acaso cree que ya es hora de que me jubile? Ahora que Natasha ha muerto, debería desaparecer por el foro, ¿verdad?

El general se irguió en su asiento, y en sus ojos apareció algo del fuego al que Dragosani estaba acostumbrado. Pero en esta ocasión, Dragosani no se inclinó, respetuoso, ante su jefe.

—Le dije que no debería hacerme preguntas —le recordó—. Ahora soy yo quien exige respuestas, Gregor. Dígame, ¿ya ha decidido quién lo reemplazará? Y si lo ha hecho, ¿ha comunicado esta decisión a alguien?

Borowitz estaba asombrado y ofendido.

—¿Cómo se atreve? —preguntó iracundo—. Dragosani, creo que usted olvida quién soy yo… y quién es usted. Y al parecer, también ha olvidado, o ha decidido ignorar el hecho, de que estoy de duelo. ¡Es usted odioso, Dragosani! Y en respuesta a sus preguntas, le diré que no, no he comunicado a nadie ni he dejado escrito nada, porque no hay nada que comunicar ni que escribir. Yo continuaré dirigiendo la Organización E por mucho tiempo, puedo asegurárselo. Además, si decidiera elegir un sucesor, usted no tiene desde este momento la menor posibilidad de serlo. —El general se puso de pie, estremecido de furia—. ¡Y ahora mueva su maldito culo y váyase de aquí antes de que…!

Dragosani se quitó las grandes gafas oscuras que llevaba puestas.

Borowitz lo miró a la cara y se quedó consternado ante la metamorfosis que había sufrido. Ese hombre que estaba ante él no parecía Dragosani. ¡Y esos ojos, esos increíbles ojos escarlata!

—Voy a jubilarlo, Gregor —musitó Dragosani—, pero después de tantos años de trabajo no se irá con las manos vacías. —Dragosani se agazapó, y sus hombros y espalda parecieron encorvarse con una grotesca vida propia.

—¿Que me va a jubilar, dice? —Borowitz intentó retroceder pero el sillón se lo impidió—. ¿Usted me va a jubilar?

Dragosani asintió, abrió sus grandes mandíbulas y sonrió, exhibiendo unos colmillos que parecían guadañas.

—Tenemos un regalo de despedida para usted, Gregor.

—¿Tenemos? ¿Usted y quién más? —graznó Borowitz.

—Yo y Max Batu —respondió Dragosani, y en el instante siguiente Borowitz tuvo el infierno ante sí.

Después, fue como si un mulo le hubiera dado una coz en el pecho. Voló hacia atrás, los brazos muy abiertos, golpeó contra el muro y cayó. Sobre él cayeron algunos pequeños estantes y retratos que había colgados de la pared. Borowitz se llevó las manos al pecho, luchó para controlar sus piernas, que parecían de goma, e intentó levantarse. Respiraba con dificultad y sentía el corazón destrozado; se daba cuenta de lo que Dragosani le había hecho, aunque no sabía cómo.

Por fin se puso de pie.

—¡Dragosani! —exclamó, y tendió sus temblorosas manos hacia el nigromante—. ¡Drago…

Y Dragosani lanzó contra él su saeta psíquica, una y otra vez.

El primer golpe lanzó a Borowitz contra el sofá, aplastado como una mosca. Consiguió levantarse de nuevo, para terminar la última palabra que pronunciaría en vida, y la segunda saeta le dio de lleno.

—… sani!

Todo había acabado. El antiguo jefe de la Organización E estaba completamente muerto, y su cadáver mostraba todos los síntomas de un ataque al corazón.

—¡Perfecto! —aprobó Dragosani.

Miró a su alrededor. La puerta de un armario estaba abierta, y dentro se veía una vieja máquina de escribir, papel, sobres y otros efectos de escritorio. Dragosani sacó la máquina y la colocó sobre una mesa, puso una hoja de papel en blanco y escribió trabajosamente:

«Me encuentro mal. Creo que es el corazón. La muerte de Natasha me ha afectado mucho. Creo que estoy acabado. Como aún no había designado a mi sucesor, lo hago ahora. El único hombre en quien se puede confiar para que continúe mi obra es Boris Dragosani. Es absolutamente leal a la URSS y al jefe del Partido».

»Temo que mi final esté muy cerca, y quisiera también que mi cadáver fuera entregado a Dragosani. Él conoce mis deseos al respecto…

Dragosani sonrió mientras deslizaba dos o tres interlineados hacia arriba la hoja de papel. Releyó la nota, cogió una pluma e, imitando la letra de Borowitz, firmó «G. B.» al final de la última línea. Luego limpió con un pañuelo el teclado de la máquina y la llevó hasta el sofá. Se sentó junto al muerto, le cogió las manos y apoyó suavemente sus dedos durante unos segundos sobre las teclas de la máquina. Y todo el tiempo Borowitz parecía mirarlo con sus saltones ojos sin vida.

—Ya está todo hecho, Gregor —dijo Dragosani mientras llevaba la máquina de vuelta a la mesa—. Ahora me voy, pero no me despediré de ti. Nos encontraremos de nuevo después de que te descubran muerto. La cita es en el
château
Bronnitsy, y me entregarás todos tus secretos, Gregor Borowitz.

Eran las doce y veinticinco de la mañana cuando Dragosani salió de la
dacha
y se dirigió a su coche.

Como era sábado, había menos gente de la habitual en el
château
Bronnitsy, pero los guardias apostados en la muralla exterior inspeccionaron concienzudamente a Dragosani y comunicaron su llegada al interior del
château
. El oficial de guardia lo estaba esperando en el edificio principal. Vestido con el mono gris cruzado por una banda amarilla en diagonal, que constituía el uniforme del
château
, se adelantó a saludar a Dragosani.

—¡Buenas noticias, camarada! —dijo mientras acompañaba a Dragosani hacia el edificio, y le abría la puerta para que pasara—. Tenemos noticias del agente británico, de ese tal Harry Keogh.

Dragosani enseguida lo cogió por el hombro, con un apretón inesperadamente vigoroso. El otro se desprendió y miró con curiosidad a Dragosani.

—¿Qué sucede, camarada? ¿Pasa algo malo?

—Si hemos capturado a Keogh, no —gruñó Dragosani—. Pero no fue usted con quien hablé anoche.

—No, camarada. Mi compañero terminó su turno, pero he leído su informe. Y yo estaba aquí esta mañana cuando llegaron las noticias de Keogh.

Dragosani miró de cerca a su interlocutor. Era delgado y de hombros encorvados, un tipejo insignificante, y sin embargo convencido de su importancia. No era un PES; el oficial de guardia era un simple empleado del
château
. Un administrativo eficiente, pero un poco pomposo —demasiado presumido y pagado de sí mismo— para el gusto de Dragosani.

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