El que habla con los muertos (27 page)

Con aquello bastó; Hzak Kinkovsi sonrió y se dieron la mano. Después Dragosani subió al coche.

Ilse, oculta tras las cortinas de su ventana, lo miró alejarse y suspiró con alivio. No era probable que fuera a conocer a otro hombre como él, y era mejor así, pero…

Sus cardenales eran muy visibles, pero pronto se borrarían, y de todos modos siempre podría decir que había sufrido un mareo, y había tropezado y caído. Sí, los cardenales iban a desaparecer, pero nunca se borraría el recuerdo de la ocasión en que se los había hecho.

Ilse volvió a suspirar… y se estremeció de placer.

Intervalo uno

En el último piso de un famoso hotel londinense, en unas habitaciones destinadas a oficinas, Alec Kyle se sentó a la mesa de su antiguo jefe y, con mucha premura, tomó notas en taquigrafía. El «fantasma» (no podía dejar de darle ese nombre) que lo miraba desde el otro lado de la mesa había hablado deprisa, con una voz suave y bien articulada, durante más de dos horas y media. Kyle sentía los dedos de la mano rígidos; le dolía la cabeza, rebosante de imágenes. No dudaba de que el fantasma decía la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.

En cuanto a cómo conocía los asuntos de los que hablaba con tal elocuencia, o por qué hablaba de ellos, ¿quién puede decir qué sabe o no sabe una criatura tan extraña, y de qué debe o no debe hablar? De algo estaba seguro Kyle: la información que ahora tenía era enormemente importante, y debía considerarse afortunado de ser el médium a través del cual la información era dada a conocer.

Un dolor repentino atenazó su brazo, desde el codo a la muñeca, y Kyle tuvo que soltar un instante el lápiz para cogerse la mano, que sufrió un breve espasmo. Su visitante hizo entonces una pausa. Un momento tan bueno como cualquier otro para tomar un descanso, pensó Kyle, y se sintió agradecido. Se masajeó la mano y la muñeca durante un minuto, luego cogió un sacapuntas y sacó de nuevo punta al lápiz; era la novena o décima vez que lo hacía.

—¿Por qué no usa una pluma? —preguntó el fantasma, con un tono tan natural y sensato que Kyle le respondió sin pensar que hablaba con algo que tenía menos sustancia que el humo.

—Prefiero los lápices. Siempre me han gustado. Un capricho, supongo. De todos modos, no se les gasta la unta. Siento haberme interrumpido, pero tengo la muñeca destrozada.

—Todavía nos falta mucho.

—Ya me las arreglaré.

—¿Por qué no va y se toma otro café? Fúmese un cigarrillo. Me doy cuenta de que todo esto debe de ser muy extraño para usted. También lo es para mí, pero si yo fuera usted tendría los nervios de punta. Usted lo hace muy bien. Y nos entendemos a la perfección. Antes de venir aquí yo estaba preparado para hacer varias visitas, de modo que usted se fuera adaptando a mí. Pero no ha sido necesario, y hemos ganado mucho tiempo.

—Así es; aunque es el tiempo lo que me preocupa —respondió Kyle mientras encendía su cigarrillo y exhalaba con gran placer la primera bocanada de humo—. Tengo que asistir a una reunión a las cuatro. Y una vez allí, intentaré convencer a algunas personas muy importantes de que la organización debe seguir funcionando, y de que tienen que dejarme ocupar el puesto de sir Keenan, y dirigirla. Como puede ver, me gustaría terminar antes de las cuatro.

—No deje que eso lo preocupe —dijo el otro con su tenue sonrisa—. Piense que ya los ha convencido.

Kyle se levantó, fue hasta el despacho central y puso unas monedas en la máquina de café. En esta ocasión el fantasma lo siguió, y permaneció erguido detrás de él. Cuando Kyle se volvió, allí estaba, y los muebles de la oficina se veían a través de su cuerpo. Era menos que un holograma, menos que una burbuja, un ectoplasma. Kyle se sorprendió, y volcó un poco de café; luego esquivó al espectro y regresó al despacho de Gormley.

—Sí —continuó el espectro, retomando la conversación donde la habían dejado—. Creo que nosotros podemos influir sobre sus superiores para que todo salga como usted desea.

—¿Nosotros? —se extrañó Kyle.

El otro se limitó a encogerse de hombros.

—Ya veremos. Pero ahora, antes de volver a Dragosani, quiero hablarle un poco más de Harry Keogh. Siento saltar del uno al otro de esta manera, pero es mejor si usted tiene una visión completa.

—Lo que usted diga.

—¿Está listo?

—Sí —respondió Kyle y cogió el lápiz—. Aunque hay algo que quisiera saber…

—¿Sí?

—Me preguntaba qué relación tiene usted con todo esto…

—¿Yo? —El fantasma alzó las cejas—. Creo que me habría sentido decepcionado si no me lo hubiera preguntado. Pero ya que lo ha hecho, se lo diré: si todo sale tal como espero, yo seré su futuro jefe.

—¿Un fantasma… mi futuro jefe? —dijo Kyle con una sonrisa un tanto forzada.

—Creí que ya habíamos aclarado eso —respondió el otro—. No soy un fantasma y nunca lo he sido, aunque reconozco que estuve muy cerca. Pero no se impaciente, ya llegaremos a ese punto.

Kyle asintió.

—¿Ahora podemos seguir?

Kyle volvió a hacer un gesto afirmativo.

Capítulo siete

Harry Keogh estaba a kilómetros de distancia, sus pensamientos perdidos en las nubes que flotaban como copos de algodón en el líquido azul del cielo de verano. Harry, las manos detrás de la cabeza y una brizna de hierba entre los dientes, no había dicho una palabra desde que hicieran el amor. Las gaviotas gritaban y se sumergían en busca de peces entre las olas, y sus plañideras canciones llegaban hasta los jóvenes traídas por la brisa que soplaba del mar y acariciaba la hierba de las dunas.

También los suaves movimientos de la mano de Brenda eran como una caricia, aunque la muchacha no atraía en este instante toda la atención de su carne. Dentro de poco rato puede que la deseara de nuevo, pero si esto no sucedía, no tendría importancia. De hecho, a ella le gustaba él cuando estaba como ahora: silencioso, al borde del sueño, cuando su habitual rareza parecía haberlo abandonado. Harry era realmente extraño, pero eso era parte de su atractivo. Era una de las razones que hacían que lo amara. Y Brenda a veces imaginaba que él también la quería. Con Harry, era muy difícil saberlo. Nada era fácil con él.

—Harry —dijo, mientras le hacía cosquillas en el pecho—. ¿Hay alguien en casa?

—Mmmmm —fue la respuesta, y la brizna de hierba que tenía entre los dientes se movió.

Brenda sabía que él no la ignoraba, simplemente estaba en otro lugar. Al menos una parte de Harry se hallaba lejos de allí, en un sitio completamente distinto. Brenda había intentado una y otra vez averiguar algo acerca de ese lugar, pero hasta el momento Harry no le había dicho nada.

La muchacha se sentó, se abrochó la blusa y se arregló la falda, sacudiendo la arena que se había metido entre los pliegues.

—Harry, arréglate. Hay gente en la playa, y si vienen hacia aquí nos verán.

—Mmmmm —repitió él.

Brenda le arregló ella misma la ropa, luego se acurrucó junto a él y le besó la frente. Luego le dio un tironcito de oreja y le preguntó:

—¿Qué piensas, Harry? ¿Adonde te has ido?

—No te gustaría saberlo —respondió él—. Ese lugar no siempre es agradable. Yo ya me he acostumbrado a él, pero a ti no te gustaría.

—Me gustará si tú estás allí.

Él volvió el rostro para mirarla, y su expresión se hizo muy adusta. Brenda pensó que Harry a veces tenía un aspecto muy serio; en verdad, no sólo a veces, sino casi todo el tiempo. Él hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No, no te gustaría aunque yo estuviera contigo; odiarías ese lugar.

—No si estuviéramos juntos.

—En ese lugar no se puede estar con nadie —le dijo Harry, y eso era lo más cerca de la verdad que había estado nunca hablando de ese tema—. Allí hay que estar completamente solo.

Ella quería saber más.

—Harry, yo…

—De todos modos, ahora estamos aquí —la interrumpió él—. Estamos aquí y hemos hecho el amor.

Brenda sabía que si insistía, sólo lograría que él se retrajera aún más en sí mismo, y cambió de tema.

—Me has hecho el amor —dijo— ochocientas once veces.

—Yo antes hacía eso —dijo él.

Brenda se quedó cortada. Al cabo de un instante dijo:

—¿Qué es lo que hacías?

—Contar las cosas. Lo contaba todo, los azulejos en un lavabo, por ejemplo, mientras estaba sentado en el retrete.

La muchacha suspiró, irritada.

—¡Harry, yo hablaba de hacer el amor! A veces creo que eres el chico menos romántico del mundo.

—En este momento no soy nada romántico, te lo he dado todo a ti.

Aquello estaba mejor, al menos Harry había salido de su «ramalazo morboso». Así calificaba Brenda el estado de ánimo de Harry cuando lo veía distraído y extraño: presa del «ramalazo morboso». La jovencita sonrió divertida; se sentía feliz de que él estuviera de buen humor.

—¡Ochocientos once veces en sólo tres años! Es muchísimo. ¿Sabes cuánto hace que salimos?

—Desde que éramos niños —respondió Harry.

Los ojos del joven estaban de nuevo fijos en el cielo, y Brenda se dio cuenta de que sólo atendía a medias a lo que ella decía. Había algo más en su mente, suspendido en el límite de su conciencia. Conociendo a Harry tan bien como lo conocía, ella percibía que aquello estaba allí. Quizás algún día sabría de qué se trataba. Por ahora sólo sabía que era algo que iba y venía, y que en esta ocasión parecía demorar más en marcharse.

—Sí, pero ¿cuánto tiempo? —insistió Brenda.

Él la miró con un rostro sin expresión.

—¿Cuánto tiempo? No sé, cuatro o cinco años, creo.

—Seis —dijo ella—. Desde que tú tenías doce años y yo once. A los doce años me llevaste al cine y me cogiste la mano.

—Ahí tienes —dijo él, y tras hacer un esfuerzo regresó a la tierra—. ¡Y tú que me acusabas de no ser romántico!

—Ya —dijo ella—. Pero estoy segura de que no recuerdas la película que vimos. Era
Psicosis
, y no sé cuál de los dos tenía más miedo.

—Yo —sonrió él.

—Y después, cuando tenías trece años, hicimos una merienda a la orilla del río. Después de comer hicimos un rato el tonto, y tú me tocaste la pierna por debajo de la falda. Yo me enfadé, y tú fingiste que había sido sin querer. Pero a la semana siguiente lo hiciste otra vez, y yo no te hablé durante quince días.

—¡Vaya, si ahora tuviera esa suerte! —suspiró Harry—. De todos modos, regresaste muy pronto a pedirme más.

—Y luego tú comenzaste a ir al instituto en Hartlepool, y ya no nos vimos mucho. El invierno fue muy largo. Pero el verano siguiente fue muy bueno para nosotros. Conseguimos una caseta en la playa de Crimdon y nos fuimos a nadar. Y después, en la caseta, cuando me secabas la espalda, me tocaste.

—Y tú me tocaste a mí —le recordó él.

—Y tú querías que me acostara contigo.

—Y tú te negaste.

—Hasta el año siguiente. ¡Harry, ni siquiera había cumplido los quince años! ¡Eso fue terrible!

—No nos fue tan mal. No, tal como yo lo recuerdo —dijo con una sonrisa—. ¿Te acuerdas de la primera vez?

—¡Claro que me acuerdo!

—¡Vaya lío! Era como abrir una cerradura con un papel secante mojado.

Brenda se rió.

—Pero mejoraste muy rápido, sin embargo —dijo—. Siempre me pregunté dónde habías aprendido todo eso. Creo que lo que en realidad quería saber es si alguien te lo había enseñado.

Harry la había escuchado con una sonrisa, pero de repente se puso muy serio.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó con brusquedad.

—Si lo habías aprendido con otra chica, sólo eso. —Brenda se sorprendió ante el brusco cambio de humor—. ¿Qué has pensado que quería decir?

—¿Otra chica? —Harry aún tenía el rostro ceñudo, pero su expresión cambió: primero a una sonrisa triste, luego divertida, y finalmente una carcajada—. ¡Otra chica! —repitió con una risa estrepitosa—. ¿Cuándo, a los once años?

Brenda, aliviada, rió con él.

—Eres divertido —dijo.

—¿Sabes que tengo la sensación de que la gente me ha dicho eso toda la vida, que soy divertido? Y en realidad no lo soy. Dios sabe que a veces quisiera aprender a serlo, saber divertirme y hacer bromas. Pero es como si no tuviera tiempo, como si no lo hubiera tenido nunca. ¿No has tenido en algunas ocasiones la sensación de que si no te ríes pronto estallarás? A mí me sucede, te lo puedo jurar.

Ella hizo un gesto de desaliento.

—A veces pienso que nunca te comprenderé. Y otras creo que tú no quieres que lo haga. —Brenda suspiró—. Me gustaría que me quisieras tanto como yo a ti.

Él se puso de pie, la ayudó a levantarse y la besó en la frente; era su manera de cambiar de tema.

—Ven, vayamos caminando por la playa hasta Hartlepool. Puedes tomar el autobús a Harden allí.

—¡Pero nos llevará todo el día!

—Nos detendremos a tomar un café en la playa de Crimdon —dijo Harry—. Luego podemos nadar un rato en la playa de arena que queda un poco más allá. Y después iremos a mi casa. Puedes quedarte hasta la noche si quieres… a menos que tengas otros planes.

—No, no los tengo. Tú lo sabes… pero…

—¿Pero qué?

De repente, Brenda se sintió acongojada, ansiosa.

—Harry, ¿qué va a ser de nosotros?

—¿Qué quieres decir?

—¿Me quieres?

—Creo que sí.

—¿Pero no estás seguro de ello? Quiero decir, yo sé que te quiero.

Comenzaron a caminar por las dunas, acercándose a la zona de arenas húmedas, donde el mar se retiraba. En el agua había algunos nadadores, pero no demasiados; la playa estaba sucia con los detritos de las minas de carbón del norte, un problema que había comenzado hacía un cuarto de siglo y se había agravado con el tiempo. Unos camiones negros se arrastraban con dificultad junto al borde del mar, mientras varios equipos de hombres recogían con palas los trozos de carbón que había dejado la marea como si fuera oro negro. Pocos kilómetros más al sur, la playa estaba algo más limpia; pero hasta Seaton Carew el carbón y los depósitos de escoria arruinaban las arenas blancas. Y todavía más al sur la contaminación era mucho más escasa, pero como las minas estaban poco menos que agotadas, muy pronto la naturaleza se encargaría de que las cosas volvieran a su cauce. Aun así, pasaría bastante tiempo hasta que las playas recuperaran su anterior belleza, y tal vez no lo consiguieran nunca.

—Sí —respondió al fin Harry—. Creo que te quiero. Mejor dicho, sé que te quiero. Sólo que tengo muchas cosas en la cabeza. ¿Tú piensas que no te demuestro mi afecto? No sé qué querrías que te dijera, y no tengo tiempo para pensar cosas bonitas y decírtelas.

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