El que habla con los muertos (26 page)

Dragosani reflexionó un instante, y decidió que sería mejor que dijera la verdad. De todos modos, era probable que el viejo demonio hubiera leído sus pensamientos.

—Es esa mujer. Me saca de quicio, me provoca, exhibe su cuerpo.

¡Ah, sí, ya conozco a las de su clase!

—Además, creo que piensa que yo he estado con hombres… o al menos se pregunta si no será así.

¿Como los turcos?
—La respuesta mental de la antigua criatura fue cortante, con un toque de odio—.
¡Eso es un insulto!

—Es lo que yo pienso —asintió Dragosani—. ¿Lo harás, entonces?

St no me equivoco, estás invitándome a que entre en tu mente esta noche, cuando esa mujer vaya a visitarte
.

—Sí —contestó Dragosani.

¿Y haces esa invitación por voluntad propia?

Dragosani sintió recelo.

—Sólo por esta vez —respondió—. No será algo definitivo.

No seas presumido, Dragosani
—rió el otro—.
Tengo, o tendré, mi propio cuerpo, y no será enclenque como el tuyo
.

—¿Y puedes hacerlo? ¿Y yo aprenderé de ti?

¡Claro que puedo, hijo mío! ¿Te has olvidado del pichón? ¿Y acaso no aprendiste algo en aquella ocasión? ¿Quién hizo de ti un nigromante, Dragosani? Sí, y esta vez aprenderás mucho
.

—Si es así, no quiero nada más de ti… al menos por ahora.

Dragosani comenzó a alejarse de la tumba, colina abajo, lejos de aquel lugar de horror secular. Y…

¿Y el cochinillo?
—preguntó la espesa y pegajosa voz en su mente—.
Es para la tierra, Dragosani, para la tierra
.

Dragosani entrecerró los ojos en la profunda y agitada oscuridad.

—Es verdad, lo había olvidado —dijo con tono no desprovisto de sarcasmo—. El cochinillo. Para la tierra, claro está…

Regresó deprisa, cortó la garganta del animal y arrojó al suelo el rosado cadáver. Y luego, sin mirar hacia atrás, se alejó en silencio.

Cuando bajaba la pendiente vio algo extraño atrapado entre las raíces de un árbol, que le habían impedido seguir rodando, y se inclinó para recogerlo. Eran los restos de la ofrenda de la noche anterior, una bola de piel rosada y huesos destrozados, reseca y arrugada como si fuera de cartón. Un escarabajo buscaba en vano algún resto comestible. Dragosani la dejó caer, y la bola rodó por la pendiente hasta desaparecer de la vista.

—Ah, sí —pensó Dragosani, pero de inmediato, cauteloso, mantuvo a raya sus pensamientos—. Sí. Para la tierra. Solamente para la tierra…

Dragosani regresó a la propiedad de los Kinkovsi a tiempo para cenar con la familia. Por última vez, aunque él no podía adivinarlo. Durante la comida Ilse pareció muy poco interesada en él. Mejor, porque Dragosani se sentía tenso, con los nervios de punta. No estaba seguro de haber hecho lo que debía; el viejo demonio enterrado no era ningún tonto, y había dejado bien claro que Dragosani lo invitaba voluntariamente. A medida que se acercaba la hora, su antiguo rechazo por el sexo se hacía más patente, pero al mismo tiempo su cuerpo estaba ansioso de que lo liberaran, después de tantos años de represión sexual. Por primera vez desde que llegara, la comida le parecía sosa, y la cerveza aguada y desabrida.

Más tarde, en su habitación, fantaseó y se paseó como una fiera enjaulada, mas furioso consigo mismo e impaciente a medida que pasaban las horas. Por cuarta o quinta vez desde la cena, cogió la media docena de libros sobre vampirismo que había traído, leyó los trozos mas pertinentes, y volvió a guardarlos en una maleta, donde nadie podía verlos. Según la leyenda, nunca se debe aceptar la invitación de un vampiro, ni tampoco invitarlo a hacer nada. En estas invitaciones es sumamente importante la voluntad consciente de la víctima. Significa, en efecto, que fue decisión suya convertirse en víctima. La voluntad era como una barrera en la mente de la víctima que el vampiro no deseaba, e incluso no podía vencer sin la ayuda de la propia víctima. O tal vez era una barrera psicológica que debía superar la víctima: para poder convertirse en víctima, primero debía creer…

En el caso de Dragosani, lo que estaba en cuestión era la profundidad de su fe. Él
sabía
que la criatura enterrada estaba allí, de modo que creía en ella. Pero no conocía la magnitud del poder que podía ejercer en el exterior. Y quizá más importante, puesto que la había invitado: no conocía los límites de su propia resistencia, ni siquiera si podría ofrecer alguna. O si querría resistir… De todos modos, muy pronto lo averiguaría. La hora entre la medianoche y la una de la mañana pasó con una lentitud increíble, y a medida que se acercaba el momento de la verdad, Dragosani comenzó a desear que Ilse se lo pensara mejor y no acudiera a la cita. Quizá ya estaba profundamente dormida, y no pensaba ir a reunirse con él. Tal vez no era más que un juego que jugaba con todos los huéspedes de su padre… para hacer que se sintieran unos tontos. En verdad, la joven quizá sentía hacia los hombres lo mismo que Dragosani, hasta hoy, había sentido por las mujeres.

Dragosani pensó media docena de veces que la muchacha le estaba tomando el pelo, y en cada ocasión se dirigió a la ventana para cerrarla y correr las cortinas. Pero a último momento siempre hubo algo que le detuvo, y Dragosani, después de reprocharse su torpeza en estos asuntos, había vuelto a sentarse en la cama, en la habitación a oscuras.

Ahora, cuando faltaban dos minutos para la hora, Dragosani se dijo una vez más que era un payaso, corrió de nuevo hacia la ventana y estaba a punto de cerrarla de un golpe cuando… Una figura se deslizaba silenciosa, como una sombra entre sombras, por el corral de la granja, iluminado por la luna. Y la ventana del dormitorio de Ilse Kinkovsi estaba abierta, y parecía sonreírle a Dragosani como si fuera el mismo rostro de la muchacha. ¡Ilse venía!

¡Dios, cómo necesitaba Dragosani al antiguo ser, ahora mismo! ¡Lo necesitaba, pero no lo quería! Pero ¿lo necesitaría, realmente? ¿Se atrevería a arreglárselas por su cuenta, sin la criatura?

El júbilo y el terror luchaban en Dragosani, y el primero fue vencido prácticamente al primer asalto. Un terror producido no sólo por la cita —o el propósito de ésta— sino por la duda sobre su propia habilidad para llevar a cabo ese propósito. Dragosani ya era un hombre, pero en esta clase de asuntos continuaba siendo un niño. La única carne que había conocido, y en cuyos secretos había ahondado, estaba muerta, fría, y carecía de deseos. ¡Pero ésta estaba viva, y caliente, y demasiado anhelante!

El asco invadió su cuerpo como un torrente. En aquella ocasión él era un niño, sólo un niño… las imágenes llenaron su mente en un desfile bestial, imágenes que creía olvidadas… la visita a casa de su tía… sus primas… la bestia, que ahora sabía no había sido más que un hombre en celo. ¡Dios, aquello había sido una pesadilla!

¿Volvería a repetirse todo? ¿Y él tendría que ser la bestia lujuriosa y esclavizada?

¡Imposible! ¡Él nunca podría!

Oyó crujir una escalera en las entrañas de la casa de huéspedes, fue hacia la ventana y miró con ojos desesperados la noche. Otro crujido, más cercano, hizo que fuera a toda prisa hacia el interruptor de la luz. ¡Ella estaba fuera, en el descanso, y venía hacia su puerta!

Una ráfaga de viento entró gimiendo a la habitación, agitó las cortinas, penetró en el corazón de Dragosani. Y en un instante desaparecieron todos los temores, todas las dudas. Dragosani se alejó de la zona iluminada por la luna y esperó con ansia en la oscuridad.

La puerta se abrió en silencio y la muchacha entró. La luz de la luna hacía que la delgada prenda de vestir gris que llevaba pareciera casi transparente. La muchacha cerró la puerta y fue hada la cama.


¿Herr
Dragosani? —dijo, con voz apenas temblorosa.

—Estoy aquí —respondió él desde la oscuridad.

Ella lo oyó pero no miró en su dirección.

—De modo que yo… estaba equivocada con respecto a usted —dijo ella, y levantó los brazos y se quitó la tenue prenda de vestir.

Sus pechos y sus nalgas parecían de mármol bajo la caricia de la luna.

—Sí —susurró él, y se adelantó.

—Pues bien —ahora fue ella quien se volvió hacia él—, aquí me tiene.

La joven permaneció de pie como una estatua de leche, mirándolo sin ninguna inocencia. Él fue hacia ella, una silueta oscura, y la abrazó. A la luz del día ella había pensado que sus ojos eran un poco descoloridos, de un azul muy suave, casi femenino, pero ahora…

La noche le sentaba bien a Dragosani. En la oscuridad sus ojos eran salvajes, como los de un gran lobo. Y sólo cuando él la arrastró hacia la cama comenzó a sentirse insegura. ¡Ese hombre tenía una fuerza terrible!

—Yo estaba completamente equivocada con respecto a ti —dijo ella.

¡Ahhh!
, respondió Dragosani.

A la mañana siguiente Dragosani pidió el desayuno temprano. Lo tomó en su habitación, y Hzak Kinkovsi pensó que el joven parecía más activo y enérgico que nunca. El aire del campo debía de sentarle muy bien. Ilse, por otra parte, no era tan afortunada.

Dragosani no necesitó preguntar por ella: el padre de la muchacha estaba ansioso por hablar, y se lo contó todo mientras le servía el desayuno.

—Mi Ilse es una buena chica, muy fuerte. O tendría que serlo, pero desde su operación… —y concluyó la frase con un encogimiento de hombros.

—¿Qué operación? —Dragosani trató de no parecer demasiado interesado.

—Fue hace seis años. Cáncer. Muy malo para una chica joven. En la matriz, de modo que se la quitaron. La operación fue bien, y ella está viva. Pero éste es un país de campesinos. Los hombres quieren mujeres que les den hijos, ¿sabe? De modo que Ilse será una solterona. Aunque quizá se marchará y conseguirá un trabajo en la ciudad. Allí no es tan importante tener hijos fuertes…

Eso lo explicaba todo.

—Ya veo —asintió Dragosani. Y luego, con cautela—: Pero esta mañana…

—Algunos días no se encuentra del todo bien. No le sucede a menudo, pero hoy realmente no tiene fuerzas para nada. Cuando está así, se queda en su habitación por un día o dos. Con las cortinas bajas, la habitación a oscuras, bien abrigada en la cama y temblando. Igual que cuando era una niñita y estaba enferma. Dice que no quiere que llame a un médico pero… pero me preocupa.

—No lo haga —dijo Dragosani—. Quiero decir, no tiene por qué preocuparse.

—¿Qué dice? —Kinkovsi parecía sorprendido.

—Ilse ya es una mujer hecha, y sabe lo que le conviene. Descanso, tranquilidad, una agradable habitación en penumbra. Eso es todo lo que yo necesito cuando no me encuentro del todo bien.

—Hmmmm… bueno, tal vez tenga razón. Pero me preocupa. Además, tenemos muchísimo trabajo. Hoy llegan los ingleses.

—¿Sí? —Dragosani se alegró de que el otro hubiera cambiado el tema de la conversación—. Entonces, tal vez los conoceré esta noche.

Kinkovsi asintió, pero su expresión era triste. Cogió la bandeja vacía.

—Es muy difícil; yo sé muy poco inglés. Y lo que sé, lo he aprendido de los turistas.

—Yo hablo inglés —dijo Dragosani—. Me las arreglo bastante bien.

—¿Sí? Qué bien, al menos podrán hablar con alguien. De todos modos, traen dinero… y el dinero habla, ¿no cree? —dijo Kinkovsi con una risilla—. Buen provecho,
Herr
Dragosani.

—Gracias.

Kinkovsi se alejó gruñendo entre dientes, y bajó las escaleras. Mas tarde, cuando Dragosani salió, Hzak y Maura estaban preparando las habitaciones de la planta baja para los turistas ingleses.

Dragosani llegó a Pitesti antes de mediodía. No sabía muy bien por qué se había dirigido a la ciudad, aunque recordaba que allí había una biblioteca pequeña, pero muy completa. Nunca sabremos si habría ido a la biblioteca, ni qué libros habría consultado allí si lo hubiera hecho. La pregunta ni siquiera fue formulada. La policía local dio antes con él.

Al principio, Dragosani se asustó e imaginó toda clase de cosas (la peor de todas, que lo habían vigilado y seguido, y que habían descubierto su secreto, todo lo que concernía al viejo demonio enterrado), pero se tranquilizó cuando descubrió lo que sucedía. Gregor Borowitz había intentado localizarlo desde el día en que él abandonó Moscú, y por fin lo había conseguido. Lo raro era que no hubieran detenido a Dragosani en la frontera, cuando entró a Rumania por Reni. La policía local había seguido sus pasos hasta lonestasi; desde allí a casa de los Kinkovsi, y al final lo habían encontrado en Pitesti. En verdad, habían seguido a su coche Volga: no había muchos en Rumania, y menos con matrícula de Moscú.

El policía a cargo del patrullero que lo había detenido se disculpó por los inconvenientes que hubieran podido causarle, y le dio un «recado», el número de teléfono de Borowitz en Moscú, una línea privada que muy pocos conocían. Dragosani fue enseguida a la comisaría, y desde allí llamó a Borowitz.

Al otro lado de la línea, Borowitz no se anduvo con rodeos.

—Dragosani, regrese tan pronto como pueda.

—¿Qué sucede?

—Un funcionario de la embajada americana ha sufrido un accidente mientras visitaba el país. El coche está destrozado, y el hombre murió. Aún no lo hemos identificado, oficialmente, al menos, pero tendremos que hacerlo muy pronto. Y los americanos reclamarán el cadáver. Quiero que usted lo examine antes de que lo entreguemos… y que utilice todo su talento.

—¿Por qué? ¿Tan importante es ese hombre?

—Desde hace tiempo sospechamos que, junto con dos o tres más, es un espía de la CÍA. Tenemos que saber si pertenecía a una organización de espionaje. ¿Vendrá usted lo más rápido posible?

—Sí, me pondré en camino de inmediato.

Dragosani regresó a la propiedad de los Kinkovsi, metió sus cosas en el coche, le pagó al posadero y le dio una generosa propina; agradeció a Hzak y a Maura su hospitalidad, y aceptó bocadillos, un termo con café y una botella del vino del lugar. Pero a pesar de los regalos de despedida, era evidente que Hzak aún desconfiaba de Dragosani.

—Usted me dijo que trabajaba en una empresa de pompas fúnebres —protestó—, pero la policía se rió de mí cuando se lo mencioné. Dijeron que usted es un hombre muy importante en Moscú. Me parece una vergüenza que un hombre importante le tome el pelo a un compatriota, a un humilde campesino.

—Lo siento, amigo —le dijo Dragosani—. Es verdad, soy un hombre importante y mi trabajo es algo muy especial… y muy fatigoso. Cuando vuelvo a mi tierra quiero olvidarlo; por eso digo que soy un empleado de pompas fúnebres. Por favor, perdóneme.

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