El que habla con los muertos (29 page)

Su vieja máquina de escribir estaba en una mesita cerca de la ventana. En una ocasión Brenda había llegado sin previo aviso y Harry estaba trabajando. Ésta fue una de las raras ocasiones en que Brenda lo vio escribir. Mientras subía las escaleras, la muchacha oyó el ruido intermitente de las teclas de la máquina de escribir, y tras cruzar en silencio el pequeño vestíbulo, se asomó por la puerta. Harry estaba abstraído en sus pensamientos, sonreía —e incluso parecía hablar consigo mismo, según Brenda—, la cabeza apoyada en la barbilla. Luego se irguió, escribió unas pocas líneas más con dos dedos, hizo una pausa para hacer un gesto de asentimiento con la cabeza y se sonrió otra vez, y miró luego por la ventana hacia la calle.

Brenda llamó entonces a la puerta, Harry se sobresaltó y ella entró en la habitación. Él la saludó e hizo a un lado los papeles, pero la joven alcanzó a ver, antes de que él apartara las hojas, el título de su trabajo:
Diario de un libertino del siglo XVII
.

Más tarde, Brenda se preguntó qué podía saber Harry del siglo XVII; él, que sabía poquísimo de historia, y siempre había sido un pésimo alumno en esta materia. Y también se preguntó por el origen de su conocimiento sobre libertinos…

La muchacha ya había terminado de vestirse y fue en puntillas hasta el espejo de la pared a ponerse un poco de maquillaje. Esto hizo que pasara junto a la mesa de Harry, y volvió a mirar la máquina de escribir, y la hoja de papel que había en ella. Era evidente que él trabajaba todavía en su novela. La hoja estaba numerada p. 213 y en el margen superior, a la izquierda, decía
Diario de un libertino… etc
.

Brenda enderezó un poco la hoja y leyó lo que había escrito en ella… o más bien, comenzó a leerlo. Después, ruborizada, desvió la mirada hacia la ventana. Aquello era algo serio: muy bien escrito, muy elegante, y notablemente cachondo. De reojo, volvió a mirar la página. A Brenda le encantaban las novelas de aventuras del siglo XVII y el estilo de Harry era perfecto… pero esto no era una novela de aventuras, sino francamente pornográfica.

En ese instante, Brenda advirtió por primera vez lo que se veía por la ventana: era el viejo cementerio al otro lado de la calle. Tenía más de cuatrocientos años de antigüedad, con senderos de guijarros, frondosos castaños de Indias y macizos de flores. Las inscripciones en las lápidas de las tumbas estaban poco menos que borradas por la acción del tiempo. Brenda se extrañó que Harry hubiera elegido ese apartamento; había otros mejores para alquilar en distintos barrios de la ciudad, pero él le había dicho que «le gustaba la vista». Y ahora Brenda se daba cuenta de cuál era la vista a la que él se había referido. ¡Muy bonita en verano, por cierto, pero de todos modos no dejaba de ser un cementerio!

Harry volvió a murmurar algo en sueños y se dio la vuelta en la cama. Brenda fue hasta donde estaba acostado el joven y lo cubrió hasta la cintura con la sábana. Ahora que no le daba el sol, él comenzó a temblar ligeramente. De todos modos, Brenda pensó que tendría que despertarlo pronto, ya era hora de que ella se marchara. Sus padres, cuando no sabían dónde se encontraba, preferían que regresara antes del anochecer. Pero no se iría sin preparar un poco de café. Cuando se disponía a cruzar la habitación hacia la cocina, Harry habló de nuevo, y en esta ocasión sus palabras fueron muy claras:

—No te preocupes, mamá. Ahora soy mayor y puedo cuidarme. Puedes descansar en paz… —Harry hizo una pausa, y pareció como si, aún dormido, estuviera escuchando; luego continuó—: No, mamá, ya te lo he dicho. Él no me hizo daño, no tenía ninguna razón para ello. De todos modos, me fui a vivir con los tíos. Ellos me cuidaron. Ahora ya soy mayor y muy pronto, tal vez cuando sepas que estoy bien, podrás descansar en paz.

Otra pausa, luego un breve período de escucha, y siguió:

—Pero ¿por qué no puedes, mamá?

Después, un farfulleo incoherente, y:

—¡No puedo! Demasiado lejos. Sé que tratas de decirme algo pero… sólo un susurro, mamá. Oigo algo de lo que dices… pero no todo, y no acabo de entenderlo. Quizá si fuera a verte, si fuera donde tú estás…

Harry parecía inquieto y sudaba en abundancia, a pesar de los temblores. Brenda comenzó a preocuparse. ¿No tendría fiebre? En el hoyuelo en mitad del labio superior se acumulaba el sudor; caía en gruesas gotas por su frente y le humedecía el pelo; las manos del chico se sacudían y retorcían debajo de la sábana.

La muchacha extendió la mano y lo tocó.

—¿Harry?

—¡Qué! —dijo él, despertándose de golpe con los ojos muy abiertos, la mirada fija, y todo el cuerpo rígido como una barra de hierro—. ¿Quién…?

—¡Harry, Harry, soy yo! Tenías una pesadilla —dijo Brenda y lo rodeó con sus brazos. Él la dejó hacer, se acurrucó junto a ella y luego la abrazó—. Soñabas con tu madre, Harry. Ya pasó todo. Suéltame, y te haré un café.

Brenda lo abrazó con fuerza durante un instante más, y luego se soltó suavemente y se puso de pie. Harry, con los ojos todavía muy abiertos, la siguió con la mirada mientras ella se dirigía a la precaria cocina.

—¿Soñaba con mi madre? —preguntó.

Brenda asintió mientras echaba café soluble en las tazas. Después llenó de agua el hervidor eléctrico y lo enchufó.

—Sí, la llamabas mamá y hablabas con ella.

Él se sentó en la cama y se alisó el cabello con los dedos con aire distraído.

—¿Y qué más he dicho?

—Muy poco más. Le explicabas que ahora eras mayor y que podía descansar en paz. No era más que una pesadilla, Harry.

Cuando Brenda terminó de preparar el café, Harry ya se había vestido. No volvieron a mencionar la pesadilla mientras bebían, y más tarde él la acompañó hasta la parada de autobuses de Harden, donde esperaron en silencio hasta que llegó el vehículo. Antes de que Brenda subiera, Harry la besó en la mejilla y se despidió.

—Hasta pronto.

—¿Nos vemos mañana? —preguntó ella.

—No, durante la semana. Ya iré a tu casa. Adiós, querida.

Brenda se sentó en la última fila de asientos y miró a Harry por el cristal trasero del autobús. Cuando el vehículo comenzó a dar la vuelta, Harry se marchó en dirección opuesta a su apartamento. Brenda se preguntó adonde iría, y lo siguió con la mirada todo el tiempo que pudo. Lo último que vio de él fue cuando entraba por las puertas del cementerio, con los últimos rayos del sol iluminándole el cabello.

Después el autobús giró en otra dirección, y Harry desapareció de la vista.

Harry no fue a ver a Brenda en toda la semana, y el trabajo de la muchacha en la peluquería de señoras de Harden comenzó a resentirse. Cuando llegó el jueves Brenda estaba realmente preocupada; el viernes por la noche lloró y su padre dijo que aquel chico le estaba tomando el pelo.

—Ese tipo es verdaderamente extraño —declaró el padre de Brenda—, y nuestra hija se debe de haber vuelto tonta.

Después de aquellas palabras, no quiso saber nada de que ella fuese a Hartlepool esa noche.

—Jamás una noche de viernes, querida, cuando todos los hombres han cobrado y se gastan la paga en cerveza. Puedes ir a ver al pasmado ese de Harry mañana.

Mañana parecía no llegar nunca, y Brenda apenas si durmió esa noche, pero el sábado, muy temprano, cogió un autobús que iba a la ciudad y se dirigió al apartamento de Harry. Tenía su propia llave y entró sin llamar, pero él no estaba. En la máquina de escribir había una hoja con fecha del día anterior y un mensaje:

»Brenda:

»Me he ido a pasar el fin de semana a Edimburgo. Tengo que ver a algunas personas allí. Estaré de vuelta el lunes a más tardar, y te veré ese mismo día. Te lo prometo. Perdóname por no haber ido a verte durante la semana, pero tenía demasiadas cosas en la cabeza, y te hubieras aburrido mucho.

»Te quiero,

»Harry
.

Las dos últimas palabras significaban mucho para Brenda, de modo que se sintió con fuerzas para perdonarle el resto de la carta. Además, no faltaba demasiado para el lunes. Pero ¿por qué habría ido Harry a Edimburgo? Allí vivía su padrastro, pero no lo había visto desde que era un niño. ¿Tendría quizás otros parientes de los que Brenda no sabía nada? Tal vez. Acaso parientes de su madre, aunque ella se había ahogado cuando Harry era poco más que un niño de pecho.

Había muerto ahogada, sí, pero Harry había hablado con ella en su pesadilla…

Brenda se reprendió a sí misma. Algunas de sus ideas eran casi tan morbosas como las de Harry. ¡Cementerios, y muerte, y gusanos! No, él seguramente no iba a visitar la tumba de su madre, porque nunca habían encontrado su cadáver. No había ninguna tumba para visitar.

Esta idea no mejoró el estado de ánimo de Brenda. Por el contrario, la movió a hacer algo que en otras circunstancias ni siquiera se le hubiese ocurrido. Revisó con minucia los manuscritos de Harry e inspeccionó cada uno de los cuentos, completo o a medio escribir. En verdad, no sabía qué era lo que buscaba, pero cuando terminó sabía qué era lo que no había encontrado.

Ninguno de los cuentos trataba de un nigroscopio.

Puede que Harry aún no hubiera comenzado a escribirlo.

O que fuera un mentiroso… O…

O que lo que la preocupaba fuese algo completamente distinto.

Mientras Brenda Cowell, de pie e iluminada por un rayo de sol matinal, meditaba sobre las rarezas del hombre que amaba, a doscientos kilómetros de distancia Harry Keogh estaba bajo el mismo sol, a orillas de un lento río escocés, contemplando la gran casa que se alzaba en la otra orilla en medio de un descuidado jardín. Hubo una época en que ese jardín lucía espléndido, pero eso sucedió hacía ya muchos años, y Harry no podía recordarlo. Él era entonces un niño pequeño, y había muchas cosas que no podía recordar. Pero se acordaba de su madre. En lo profundo de su subconsciente nunca la había olvidado… y ella no lo había olvidado a él. Su madre todavía estaba preocupada por él.

Harry contempló la casa durante largo rato, y luego miró el río. Sus aguas corrían lentas, frescas, e incitaban a darse un chapuzón. La orilla estaba cubierta de hierba, con algunos juncos; las aguas eran verdes y profundas, y de vez en cuando, el fondo, cubierto de guijarros, estaba más cerca de la superficie y se hacía visible. Y en aquel lugar, oculto entre dos piedras musgosas, había… un anillo.

Un anillo de hombre. Una ágata engarzada en una gruesa montura de oro. Harry trastabilló al borde del río. Se dejó caer deliberadamente para no acabar en el agua. Brillaba el sol pero él tenía frío. El cielo azul onduló, se convirtió en una gris y líquida superficie de agua medio congelada.

Estaba bajo el agua, e intentaba salir a la superficie a través de un agujero en el hielo
.

Después vio un rostro a través del hielo, sus labios arqueados en las comisuras en una mueca… o una sonrisa. Las manos se hundieron en el agua, lo sostuvieron debajo, y una de ellas llevaba el anillo. ¡El anillo de ágata, en el anular de la mano derecha! Y Harry arañaba esas manos, desgarraba esa piel y la carne en su frenesí. El anillo se soltó, descendió en espiral a las heladas profundidades. La sangre de las manos desgarradas tino de rujo el agua…, rojo contra el negro de la agonía de Harry
.

¡No, no era su agonía, era la de su madre!

Él / ella se hundió; la corriente los arrastró por debajo del hielo, a los tumbos. ¿Y quién cuidará ahora de Harry, del pobre pequeño Harry?

La pesadilla se alejó, el borbotear del agua helada se desvaneció de su mente, y Harry luchó por respirar mientras sus dedos se hundían crispados en la hierba de la orilla. Después adoptó una posición fetal, y vomitó. Era aquí. Había sucedido aquí. Este era el lugar donde había muerto su madre. Donde había sido asesinada. ¡Aquí!

Pero… ¿dónde estaba ella ahora?

Harry se dejó llevar por sus pies, y caminó por la orilla río abajo. En un lugar donde el curso se estrechaba cruzó un puentecillo de madera y continuó por la otra orilla. Las cercas de los jardines llegaban aquí casi hasta el borde del río, de modo que caminó por un angosto sendero entre las vallas y los juncos y el agua. Poco rato después llegó a un lugar donde el agua había erosionado la orilla y la valla colgaba sobre el agua. Aquí acababa el sendero, pero Harry supo que no necesitaba ir más lejos. Ella yacía en ese lugar.

Si alguien lo hubiese mirado desde la orilla opuesta, habría visto el comienzo de algo muy extraño. Harry se sentó con los pies colgando sobre el río, apoyó la barbilla en las manos y miró fijamente el agua. Y unos minutos más tarde, si alguien hubiese estado lo bastante cerca, habría visto algo aún más extraño: de los ojos del joven, que no pestañeaban, caía incesante un torrente de lágrimas que aumentaba con su caudal el del río.

Y por primera vez en su vida de adulto, Harry Keogh se reunió con su madre, habló con ella «cara a cara» y pudo verificar la sospecha que sus pesadillas y los mensajes de ella habían alimentado durante largos años. Y mientras hablaban él lloraba; lágrimas de tristeza, y algunas de alegría al principio; después de remordimiento y frustración, porque había tenido que esperar tanto tiempo este día; y después, de helada cólera, cuando entendió todo lo que había sucedido. Por último, Harry le dijo a su madre lo que pensaba hacer.

Y en ese instante el observador, si hubiera existido, habría visto lo más extraño de todo. Porque cuando Mary Keogh se enteró de los planes de su hijo, se asustó aún más por él, le comunicó sus temores y le hizo prometer que no haría nada precipitado. Él no podía negarse a sus súplicas, y le respondió con un gesto afirmativo. Ella no le creyó, y lo llamó cuando él se puso de pie y se alejó. Y por un instante —una fracción de segundo— pareció como si el fondo del río se sacudiera, hiciera temblar el agua y provocara ondas concéntricas. Después, las aguas se serenaron otra vez.

Harry no vio esto porque ya se alejaba rumbo al pequeño puente, de vuelta al lugar donde el crimen había tenido lugar años antes, donde su amable madre había sido asesinada.

Encontró un rincón donde los juncos crecían en abundancia y eran muy altos, se aseguró de que estaba solo, se quitó la ropa hasta quedar en calzoncillos y se metió en el río. Después se sumergió, buceando, y fue hacia el medio, donde la corriente era más fuerte. Pero incluso allí las aguas eran muy tranquilas y lentas, y después de bucear unos veinte minutos encontró lo que buscaba entre las piedras del fondo. Estaba a pocos centímetros del lugar en el que había pensado desde el principio que lo encontraría, ennegrecido y viscoso, pero indudablemente era un anillo. El oro brilló nada más frotarlo, y el ágata «ojo de gato» aún tenía la misma mirada helada de siempre. En realidad, Harry nunca había visto el anillo —al menos, no de manera consciente— pero lo reconoció enseguida. Le era familiar. Y tampoco le pareció extraño que hubiera sabido dónde buscar. Lo raro habría sido no encontrarlo.

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