El que habla con los muertos (32 page)

Giresci echó el seguro a la ballesta y la depositó con cuidado sobre una mesita.

—Se enfrenta usted con demasiada tranquilidad a la estaca de madera como para ser un vampiro —rió Giresci—. Además, ¿sabe usted que la ballesta tiene fuerza suficiente como para que la estaca penetre en un hombre, pero sin traspasarlo? No serviría de nada si no quedara alojada en el cuerpo. Sólo cuando la criatura queda así inmovilizada y… —Los ojos del hombre se abrieron como platos, y se quedó mudo, aunque con la boca abierta.

Dragosani, pálido como la muerte, sacó la pistola, le colocó el seguro y la dejó en la mesa, junto a la ballesta.

—Esta pistola tiene fuerza suficiente como para sacarle el corazón por la espalda. Además, vi los espejos en el pasillo, y vi cómo los miraba cuando yo pasaba frente a ellos. Pensé que eran demasiados espejos. Y el crucifijo en la puerta, y sin duda lleva otro colgado del cuello. Aunque no le servirían de nada, claro está. Bueno, ¿soy un vampiro, pues?

—No sé qué es usted —respondió el otro—, pero no es un vampiro, no. Después de todo, llegó a la luz del sol. Pero píenselo: viene un hombre a buscarme porque desea información sobre los wamphyri; un hombre que conoce ese nombre, wamphyri, algo que sucede con muy pocas personas en el mundo. ¿No actuaría usted con cautela en una situación semejante?

Dragosani respiró hondo y se relajó un poco.

—¡Su cautela estuvo a punto de costarle la vida! —le soltó a bocajarro—. Antes de que sigamos hablando, ¿tiene algún otro truco guardado en la manga?

La risa de Giresci fue trémula.

—No, no, creo que ahora nos entendemos —dijo luego—. Pero veamos qué otras cosas tiene usted en la bolsa. —Giresci cogió la bolsa de red y condujo a Dragosani hasta una mesa que había junto a una ventana—. Aquí está más fresco, hay más sombra —explicó.

—El whisky es para usted —dijo Dragosani—. Lo demás es mi almuerzo, aunque ahora no sé si tengo ganas de comer. ¡Esa ballesta me ha quitado el apetito!

—¡No se preocupe, comerá! ¿Qué? ¿Queso para el almuerzo? No, nada de eso. Tengo unas perdices en el horno, y ya deben de estar a punto. He utilizado una receta de cocina griega. Whisky como aperitivo; pan para acompañar la salsa de las perdices, y el queso a los postres. Será un almuerzo excelente. Y mientras comemos, le contaré mi historia, Dragosani.

El hombre más joven permitió que el otro lo apaciguara, aceptó un vaso que Giresci sacó de un antiguo armario de roble, y dejó que le sirviera una generosa dosis de whisky. Giresci fue luego un momento a la cocina, y Dragosani comenzó a percibir el olor de la carne asada. Giresci había dicho la verdad, aquello olía delicioso. El dueño de la casa regresó unos minutos después con una fuente humeante, y le señaló a Dragosani el cajón donde estaban los platos. Después sirvió un par de perdices en el plato de su invitado, y una sola en el suyo. Había también patatas asadas, y también aquí Dragosani obtuvo la parte del león.

Impresionado por la generosidad de Giresci, dijo:

—Esto no me parece justo.

—Yo me bebo su whisky —replicó el otro—, de modo que usted puede comerse mis perdices. Además, desde esa ventana puedo cazar todas las que quiera. Es muy fácil conseguir perdices, y mucho más difícil hacerse con un poco de whisky. Créame, salgo ganando con nuestro intercambio.

Empezaron a comer, y Giresci comenzó a contar su historia entre bocado y bocado.

—Fue durante la guerra —comenzó—. Cuando era niño sufrí una herida en la espalda y el hombro que acabó con mis posibilidades de alistarme en el ejército. Pero yo quería servir a mi patria, y me enrolé en la Defensa Civil. ¡Defensa Civil, ja, ja! Ploiesti ardió noche tras noche. Simplemente ardió. ¿Cómo se defiende uno cuando llueven bombas del cielo?

»Así pues, yo iba de un lado para otro con cientos de personas más, sacando cuerpos de los edificios en llamas, o derrumbados. Algunos estaban vivos, pero la mayoría eran cadáveres, y otros habría sido mejor que lo fueran. Pero es sorprendente lo rápido que uno se acostumbra a todo. Yo era muy joven y me acostumbré a aquello aún más rápidamente. Cuando se es joven, se tiene una gran capacidad de adaptación. Al final, la sangre, el dolor y la muerte no parecían tener mucha importancia, ni para mí, ni para los otros que hacían el mismo trabajo. Había que hacerlo porque estaba allí, del mismo modo que uno sube a una montaña. Claro que aquélla era un montaña de la que nunca veríamos la cima. De manera que seguíamos con nuestro trabajo, yendo de aquí para allá. ¡Yo, de aquí para allá! ¿Puede imaginárselo? Claro que entonces tenía las dos piernas.

»Pero hubo una noche peor que las otras. Quiero decir, todas las noches eran malas, pero aquélla fue… —Giresci hizo un gesto con la cabeza, incapaz de encontrar las palabras para describirlo.

—En las afueras de Ploiesti, en dirección a Bucarest, había muchas casas antiguas. Habían sido las viviendas de la aristocracia cuando realmente había mucha aristocracia. La mayoría de ellas estaban en mal estado, pues la gente no tenía dinero para mantenerlas. Claro está que sus dueños todavía contaban con un poco de dinero y algunas tierras, pero no sumaban grandes fortunas. Apenas para sobrevivir, para mantenerse, decayendo gradualmente, como sus viejas casas. Y aquella noche, las bombas cayeron justo allí.

»Yo conducía una ambulancia, en realidad, un camión de tres toneladas convenido en ambulancia, entre la ciudad y los suburbios, donde habían instalado un par de hospitales en dos de las casas más grandes. Hasta entonces los bombardeos habían ocurrido en el centro de la ciudad. De todos modos, cuando cayeron las bombas me hicieron saltar del camino. Pensé que me había llegado la hora. Sucedió así:

»Un minuto antes yo conducía mi ambulancia, las viejas casas de los ricos a mi derecha, el cielo al este y al sur, enrojecido por los incendios… y al minuto siguiente estalló el infierno, como si la explosión viniera del mismo centro de la tierra. Gracias a Dios la ambulancia estaba vacía; habíamos dejado media docena de heridos graves en uno de los hospitales improvisados y volvíamos a Ploiesti mi acompañante y yo. El camión traqueteaba sobre las viejas calles adoquinadas, con escombros amontonados en las esquinas. Y entonces cayeron las bombas.

«Llegaron del lado de las casas de los ricos, estallaron como demonios enloquecidos, y todo voló por los aires entre explosiones de luz cegadora y chorros de fuego rojo y amarillo. Habría sido un espectáculo hermosísimo si no llevase aparejados muerte y destrucción. Y avanzaban, sí, incontenibles, como soldados gigantescos. La primera estalló a poco menos de trescientos metros, detrás de las mansiones: un ruido sordo y un resplandor repentino, una erupción de fuego y lodo, y la tierra tembló bajo las ruedas del camión. La segunda explotó a unos doscientos metros, y lanzó tierra y árboles en llamas por encima de los techos. A ciento cincuenta metros otra, y la bola de fuego fue más alta que los viejos muros de piedra, más alta que las mismas casas. Y la tierra se sacudía con más fuerza a cada estallido, y éstos eran más y más próximos. Después, la casa que tenía a la derecha, un poco retirada del camino, pareció saltar sobre sus cimientos. Y supe dónde caería la próxima bomba. ¡Caería sobre la casa! ¿Y la bomba siguiente a ésa?»

»Mi suposición era casi acertada. Durante medio segundo la casa fue iluminada por detrás por una luz tan brillante que pareció penetrar en las piedras e hizo que el antiguo edificio pareciera un gran esqueleto. En la planta baja, junto a las grandes ventanas, se vio una silueta que sacudía los brazos, víctima de una terrible ira. Después, cuando se desvaneció el resplandor de esa bomba y llovieron polvo y escombros sobre la tierra, la bomba siguiente cayó sobre la casa.

»Y allí empezó el infierno. El techo voló a causa de la explosión, se desmoronaron las paredes en medio del humo y las llamaradas, el camino por donde iba mi camión pareció enroscarse sobre sí mismo como una serpiente herida mientras llovían los adoquines sobre mi parabrisas. Y después de eso… ¡todo daba vueltas, y estaba ardiendo!

»La ambulancia fue como un juguete en manos de un niño enfurecido, que la hubiera cogido para hacerla girar y luego la hubiera arrojado a un lado del camino. Sólo estuve inconsciente por un par de segundos, tal vez menos, quizá solo fue conmoción y náusea, pero cuando recuperé el sentido me arrastré fuera del vehículo en llamas. Me salvé por unos segundos, y luego… ¡BOOM!

»En cuanto a mi compañero, el hombre que iba conmigo en el camión, ni siquiera sabía su nombre. Y si lo sabía, nunca he podido recordarlo. Lo había conocido aquella misma noche, y al poco rato le decía adiós en medio de un holocausto. Lo único que recuerdo es que tenía la nariz aguileña. Cuando salí del camión no lo había visto; si todavía estaba en el vehículo, aquél fue su final. De todas formas, nunca volví a verlo…

»Pero el bombardeo seguía, y yo temblaba, espantado, aturdido y vulnerable. Usted sabe qué vulnerables somos cuando hemos perdido a alguien, aunque fuera un desconocido.

»Entonces miré hacia la casa que había sufrido el impacto antes de que la bomba estallara en el camino, frente a mí. Aunque parezca mentira, no se había desmoronado del todo. La planta baja, de ventanas saledizas, aún estaba en pie. Ya sin ventanas, claro está, sólo las paredes. Y todo estaba en llamas.

»Y en ese instante recordé la figura, con los brazos alzados en un gesto de furia, que había visto a contraluz junto a la ventana. Puesto que la habitación no se había desmoronado, ¿no estaría también allí la persona aquélla? Fue algo instintivo, mi trabajo, la montaña interminable que había que trepar y trepar… Corrí hacia la casa. Tal vez era también instinto de conservación, porque si ya había caído una bomba sobre la casa era improbable que cayera otra. Estaría más seguro allí hasta que terminara el ataque aéreo. En mi aturdimiento no tuve en cuenta que la casa estaba ardiendo, y que el incendio sería como un faro para el siguiente grupo de aviones.

»Llegué a la casa sin sufrir ningún daño, entré por las destrozadas ventanas a lo que había sido una biblioteca, y encontré al hombre enfurecido… o lo que quedaba de él. Debería haber encontrado un cadáver, pero aquello era otra cosa. Quiero decir, con las heridas que había sufrido debería haber estado muerto. Pero no lo estaba, era un no-muerto.

»Dragosani, yo no sé cuánto sabe usted acerca de los wamphyri. Si sabe mucho, no se sorprenderá ante lo que voy a contarle. Pero yo entonces lo ignoraba todo acerca de ellos, y lo que vi, lo que oí, la experiencia toda, fue para mí terrorífica. Claro está que usted no es el primero que oye esta historia; la conté después —o más bien la tartamudeé— y la he vuelto a contar en varias ocasiones. Sin embargo, cada vez lo hago con menos ganas porque sé que sólo encontraré escepticismo, la más completa incredulidad. De todos modos, como aquélla fue la sacudida que inició mi búsqueda, mi obsesión, podríamos decir, continúa siendo el recuerdo más vivido, más importante de toda mi vida, y debo hablar de él. A pesar de que he reducido drásticamente mi audiencia en los últimos años, sigo teniendo la necesidad de hablar de aquello. Dragosani, usted será el primero que la escucha en siete años. El último fue un americano que después quería rescribirla y publicarla en una revista sensacionalista como «una historia verdadera». Tuve que hacerle abandonar la idea a punta de pistola. Por razones obvias no quiero atraer la atención sobre mi persona, que es precisamente lo que él hubiera conseguido de seguir adelante con su plan.

»Pero veo que usted se impacienta, de modo que seguiré con lo sucedido aquella noche:

»Al principio, cuando entré en la habitación sólo vi escombros y cosas destrozadas. No esperaba encontrar nada; nada vivo, en todo caso. El techo se estaba hundiendo en uno de los costados; una de las paredes también estaba agrietada y a punto de desmoronarse; las estanterías de libros se habían caído y los libros estaban dispersos por toda la habitación; algunos ardían y contribuían a la humareda y al caos general. El áspero, sofocante olor de la bomba impregnaba el aire. Y entonces oí el gemido.

»Hay gemidos y gemidos, Dragosani. Están los gemidos de los hombres exhaustos y a punto de desplomarse, los vitales gemidos de las mujeres cuando dan a luz, los de los seres vivos cuando están por morir. Y están los gemidos de los no-muertos. Yo entonces no los conocía; ésos eran para mí gemidos de agonía. ¡Pero qué agonía, qué eternidad de dolor!

»Venían desde detrás de una vieja mesa tumbada cerca de las ventanas por donde yo había entrado. Me abrí paso entre los escombros y tiré de la mesa hasta que conseguí retirarla de la pared y enderezarla sobre sus cortas patas. Y allí, junto al pesado rodapié y oculto antes por la mesa, yacía un hombre. Bueno, lo que yo di por sentado que era un hombre, puesto que entonces no tenía razón alguna para pensar que pudiera ser otra cosa. Usted juzgará por sí mismo, pero por ahora llamémosle «hombre».

»Sus rasgos eran majestuosos; habría sido bello si la agonía no hubiera desfigurado su rostro. Era alto, un hombre grande y muy fuerte. ¡Dios mío, tiene que haber sido tan fuerte! Eso fue lo que pensé cuando vi sus heridas. Ningún hombre podía sufrir heridas como aquéllas y seguir vivo. Si así ocurría, es que no era un hombre.

»El techo era de vigas ennegrecidas por el tiempo, algo muy común en ese tipo de casas. En el lugar donde había comenzado a hundirse se había roto una viga y al descender, la punta —una afilada astilla de pino— había atravesado el pecho del hombre y lo había clavado a las tablas del suelo. El hombre yacía empalado como una mariposa atravesada por un alfiler. Esto ya hubiera sido más que suficiente para causarle la muerte, pero aún había más.

»La explosión —tiene que haber sido eso, las bombas a veces hacen cosas muy raras— le había cortado las ropas en la mitad del cuerpo como con una gran navaja. Estaba desnudo desde la ingle hasta las costillas, pero no sólo las ropas habían sido cortadas. Su vientre, tembloroso, una masa de nervios destruidos y cortados, estaba abierto en dos grandes colgajos de carne, con todas las vísceras al descubierto. Dragosani, tenía ante mis horrorizados ojos sus tripas, palpitantes, pero no eran lo que yo había esperado, no eran las entrañas de un hombre corriente.

»Ya veo las preguntas escritas en su rostro. ¿Qué está diciendo este hombre?, se pregunta usted. Las entrañas son entrañas y las tripas, tripas. Tuberías viscosas, caños retorcidos y conductos humeantes; trozos de carne roja, amarilla y púrpura con formas extrañas; salchichas con circunvoluciones y vejigas. Sí, había todas esas cosas dentro del abdomen desgarrado, pero había algo más.

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