El que habla con los muertos (14 page)

—¿Y bien? —dijo Stanley empujando a Harry—, ¿qué dices, cuatro ojos? ¿Te aprobarán esos profesores tan guapos, para que puedas irte con los maricones de la escuela de Hartlepool, y alejarte de nosotros, que somos unos chicos tan brutos?

El empujón hizo que Harry retrocediera tambaleándose, y dejara caer las conchas que había recogido. Stanley lanzó un grito de guerra, saltó hacia adelante y las aplastó con los zapatos en la arena. Harry se tambaleó, con aspecto de encontrarse enfermo, y volvió la cara. Tras las gafas sus ojos estaban húmedos y su cara, que habitualmente no tenía el color moreno de sus compañeros, se puso aún más pálida.

—¡Eres la mierda preferida de los profesores, Gafo tas! —graznó rencoroso Green—. ¡El favorito del viejo Jamieson! ¿Y por eso lloras? ¿Qué, te estás mojando encima? ¡Cuatro ojos, idiota…!

—¡Cállate, imbécil! —gruñó Harry mientras se volvía y se enfrentaba con el matón—. Ya eres bastante feo; no hagas que te arruine la cara.

—¿Qué? —Green no podía creer lo que oía. ¿Qué había dicho Keogh? No, no podía ser. ¡Si ni siquiera parecía su voz! Debía de tener una rana en la garganta, o quizá se estaba ahogando de miedo.

—¿Por qué no lo dejas en paz? —dijo Jimmy Collins, abriéndose paso entre los del grupo, pero lo cogieron entre dos o tres y no lo dejaron avanzar más.

—No te metas en esto —dijo Harry con su nueva y áspera voz—. No pasa nada.

—¿Que no pasa nada? —se burló el grandullón Stanley—. Pues yo diría que a ti te pasarán unas cuantas cosas, hijo. ¡Te has metido en un buen follón!

Y con la última palabra lanzó su puño contra la cabeza de Harry. El muchacho lo esquivó fácilmente, se adelantó y golpeó a Stanley en la barriga con los dedos extendidos y rígidos. El otro se dobló de dolor, y Harry le dio un rodillazo en la cara. El golpe sonó como un tiro. Green se enderezó y cayó hacia atrás, con los brazos abiertos. Y aterrizó con gran estrépito en la arena.

Harry se acercó. Pasaron unos segundos, pero Green seguía tirado en la arena. Luego se sentó y sacudió la cabeza, aturdido. Su nariz había cambiado de forma y sangraba en abundancia. Tenía los ojos llenos de lágrimas, y con una expresión confusa.

—Tú… tú… tú —balbuceó, y escupió sangre.

Harry se agachó, y le mostró un puño apretado.

—¿Tú qué? —gruñó con un costado de la boca—. Sigue, matón, di algo. Dame una razón para golpearte otra vez.

Green no dijo nada; levantó una mano temblorosa y se tocó la nariz rota, el labio partido. Luego comenzó a llorar ostensiblemente.

Pero Harry aún no había terminado con él.

—Escucha, idiota —dijo—. Si alguna vez, aunque sea una sola, vuelves a llamarme Gafotas, o Favorito, o cualquier otro mote que se te ocurra, si alguna vez me diriges la palabra, te daré tantas hostias que estarás escupiendo dientes durante un mes. ¿Lo has entendido, idiota?

El grandullón Stanley volvió la cara y lloró con más fuerza aún.

Harry alzó la vista, miró al resto del grupo, se quitó las gafas, las guardó en un bolsillo e hizo un gesto de burla. No pestañeaba ni daba la sensación de que necesitara usar gafas. Sus ojos brillaban como canicas de cristal, llenos de vida.

—Y lo que dije para este mierda, también vale para vosotros. Claro que si alguno quiere que peleemos ahora…

Jimmy Collins se puso a su lado.

—O si hay dos que quieran pelear… —dijo.

El grupo permaneció en silencio. Todos estaban boquiabiertos. Lentamente se dieron la vuelta y comenzaron a hablar, entre risas nerviosas, tonteando como si nada hubiera sucedido. El incidente había concluido y, curiosamente, todos se alegraban de ello.

—Harry —dijo Jimmy en voz baja—, ¡nunca vi nada igual! Nunca. Has peleado corno un hombre…, quiero decir, como un adulto. Igual que Sargento cuando se entrenaba en el gimnasio. Combate sin armas, lo llamaba él. —Le dio un codazo en las costillas, pero con cautela—. ¿Sabes una cosa?

—¿Qué? —preguntó Harry, temblando de pies a cabeza y con su voz de siempre.

—Eres muy raro, Harry Keogh. ¡Eres verdaderamente raro!

Harry Keogh se presentó a examen quince días después.

El tiempo había cambiado en la primera semana de septiembre, y luego fue empeorando de manera progresiva hasta que pareció que el cielo estaba permanentemente lleno de lluvia. También llovió el día del examen, un aguacero que lavaba las ventanas del despacho del director, donde Harry estaba sentado tras una gran mesa con sus papeles y sus plumas.

Jack Harmon lo vigilaba, sentado tras su propia mesa, mientras leía —y añadía sus comentarios y recomendaciones— las actas de la última reunión de profesores. Pero de vez en cuando interrumpía su trabajo, levantaba la cabeza para mirar al chico, y se preguntaba cómo terminaría aquello.

En realidad, Harmon no tenía muchas ganas de tener a Harry Keogh en la Escuela de Artes y Oficios. No había en ello nada personal, a pesar de que sentía de que lo habían forzado a aceptar esta situación insólita: tomar un examen especial a un chico que, pura y simplemente, no se había presentado a la convocatoria oficial. Harmon pensaba que esto podía sentar un mal precedente. El tiempo ya era muy escaso sin trabajos extra de esta clase. Los exámenes eran los exámenes: se tomaban una vez al año, y los hijos de mineros que los aprobaban tenían la oportunidad de completar su educación en la escuela, y tal vez labrarse así un destino mejor que el de sus padres. Este procedimiento había sido establecido hacía mucho tiempo, y funcionaba bien. Pero la protección y ayuda que Jamieson daba al jovencito Harry Keogh era algo nuevo…

Por otra parte, el director de la Escuela Harden para niños era un viejo amigo, y era cierto que Harmon le debía algunos favores. Aun así, cuando Jamieson le había planteado por primera vez el asunto, Harmon no se había mostrado muy receptivo, pero el otro insistió. Por último, la curiosidad de Harmon se había despertado: quería ver con sus propios ojos a ese «jovencito prodigio». Al mismo tiempo, y lo había dejado bien claro, no quería sentar un precedente. Había buscado una salida honrosa, y creía haberla encontrado. Había preparado personalmente el examen; había elegido los problemas más difíciles tomados en los exámenes de los últimos seis años. Era impensable que un chico con la educación de Keogh pudiera resolverlos todos correctamente, y si bien el examen sería una farsa, Harmon tendría la oportunidad de ver trabajar a Keogh, y satisfacer así su curiosidad. También Jamieson quedaría satisfecho, al menos con respecto a su pedido de que se le tomara examen al muchacho. El fracaso de Keogh destruiría la credibilidad de futuras peticiones de esa clase. Por todas estas razones, Jack Harmon, mientras trabajaba en sus actas, mantenía un ojo atento sobre el muchacho.

Se había fijado una hora para cada tema; entre uno y otro habría descansos de diez minutos durante los cuales se servirían té y galletas en el mismo lugar del examen, el despacho del director. Había un lavabo, utilizado por los profesores, en la puerta de al lado. El primer ejercicio había sido el examen de inglés, después del cual Keogh había bebido en silencio su té mientras miraba con rostro inexpresivo la lluvia que caía tras las ventanas. Ahora estaba en la mitad del examen de matemáticas, o al menos, debería estarlo. Aquí la cuestión se presentaba dudosa.

Harmon lo había observado. La pluma del chico apenas si había arañado el papel, y si lo había hecho, fue durante los minutos en que el director estaba abstraído en su propio trabajo. El muchacho había trabajado duro con el primer examen: el ejercicio de inglés al parecer le había interesado, y había escrito y vuelto a escribir con cara de concentración mientras mordía la punta de la pluma. De hecho, todavía estaba trabajando cuando Harmon declaró que se había terminado el plazo. Era evidente, sin embargo, que el examen de matemáticas lo tenía perplejo. Había hecho uno o dos intentos, Harmon lo reconocía, y en este momento se había puesto a trabajar una vez más, pero al cabo de uno o dos minutos se enderezó en la silla y volvió a mirar por la ventana, pálido y silencioso como si estuviera agotado.

Después pareció recuperarse, leyó la siguiente pregunta y se puso a escribir con ritmo frenético, como presa de la inspiración, y de nuevo hizo una pausa, agotado. Y así una y otra vez. Harmon comprendía muy bien que estuviera tenso, o ansioso, o lo que fuera que le hacía actuar de ese modo: las preguntas eran
muy
difíciles. Había seis, y harían falta al menos quince minutos para responder a cada una de ellas. Y eso si la capacidad y los conocimientos del chico eran muy superiores a los de sus condiscípulos del Colegio Morden.

Harmon no podía entender, sin embargo, por qué Keogh continuaba intentándolo, por qué atacaba furioso una y otra vez el examen para abandonar casi de inmediato, frustrado y cansado. ¿No se daba cuenta de que no podía ganar? ¿Qué pensaba mientras miraba por la ventana? ¿Dónde estaba el chico cuando su rostro se quedaba en blanco, como vacío de toda expresión?

Tal vez Harmon debería dar por terminado el examen, acabar con aquello. Era evidente que el chico no iba a ninguna parte.

El director miró su reloj. Ya habían pasado treinta y cinco minutos del tiempo acordado para el examen de matemáticas. El chico continuaba sentado, los brazos caídos a los costados y los ojos entrecerrados tras los cristales de las gafas. Harmon se puso de pie y se acercó en silencio, desde atrás, al asiento de Harry Keogh. Afuera la lluvia golpeaba los cristales; en el interior del despacho, el tic tac de un antiguo reloj de pared parecía seguir el ritmo de la respiración del director. Harmon miró por encima del hombro de Keogh; en verdad, no sabía qué esperaba ver.

No podía apartar los ojos del papel. Los cerró dos o tres veces, y luego los abrió, muy grandes. Frunció el entrecejo mientras estiraba el cuello para ver mejor. Keogh no dio señales de haber oído su exclamación de asombro y continuó sentado, mirando con ojos adormilados la lluvia que golpeaba las ventanas.

Harmon retrocedió un paso, dio la vuelta y regresó a su mesa. Se sentó, abrió un cajón, contuvo el aliento y cogió las respuestas al examen de matemáticas. Keogh no sólo había respondido a todas las preguntas, sino que lo había hecho bien. ¡Había respondido correctamente a todas! El último instante frenético de trabajo había sido para contestar a la sexta pregunta, la última. Es más, prácticamente no había hecho ningún borrador, y no había utilizado las fórmulas habituales y aceptadas.

El director se permitió por fin respirar muy, muy hondo, miró otra vez las hojas impresas que tenía en la mano —montones de complicadas operaciones y problemas prolijamente resueltos—, las volvió a guardar en el cajón y lo cerró. Apenas podía dar crédito a lo que había visto. Si no hubiera estado sentado en el despacho durante todo el examen, habría jurado que el chico había hecho trampas. Pero era evidente que no había sido así. Entonces, ¿qué tenía Harmon aquí?

Howard Jamieson había dicho que el muchacho era un «intuitivo», un «matemático intuitivo». Muy bien, Harmon iba a comprobar si la intuición de Keogh servía de algo en el próximo examen. Entretanto…

El director se frotó la barbilla y miró pensativo la nuca de Keogh. Tenía que hablar largo y tendido con Jamieson y con el joven Hannant, que al parecer era quien había informado a Jamieson sobre el chico. Claro está que aún era muy pronto, pero… ¿intuición? Harmon pensó que tal vez había otra palabra más justa para definir a Keogh, y que los profesores de Harden no habían querido utilizar. Harmon podía comprender esta actitud, ya que tampoco él la pronunciaría de buena gana.

La palabra que estaba en la mente de Harmon era «genio», y si realmente podía aplicarse a Keogh, entonces seguro que había un lugar para él en la Escuela de Artes y Oficios. Harmon descubriría muy pronto si estaba en lo cierto.

Claro que lo estaba; sólo se equivocaba con respecto a la naturaleza del genio de Keogh.

Jack era bajo, gordo, hirsuto y su aspecto, en conjunto, era más bien simiesco. Hubiera parecido muy feo, pero rezumaba una cordialidad y un aire de bienestar que hacían que uno olvidara su exterior, y viera al verdadero Jack Harmon: un caballero de pies a cabeza. Además, era un hombre muy inteligente.

Cuando era joven, Harmon había conocido al padre de George Hannant. J. G. Hannant era entonces director de Harden, y Harmon enseñaba matemáticas y ciencias en una escuelita de Morton, otro pueblo minero. En los años que siguieron se había encontrado de vez en cuando con el joven Hannant, y lo había visto crecer. Harmon no se había sorprendido cuando se enteró de que también George Hannant se había dedicado al mismo «negocio» que su padre; como el viejo Hannant, George también llevaba la enseñanza en la sangre.

Harmon había pensado en él siempre como el «joven Hannant». ¡Ridículo, porque George ya llevaba casi veinte años como profesor!

Harmon había llamado al profesor de matemáticas para que fuera a verlo a Hartlepool para hablar con él de Harry Keogh. Esto sucedía el martes siguiente al examen del muchacho, y los dos hombres se habían encontrado en la Escuela de Artes y Oficios. Harmon vivía muy cerca, y luego había llevado a Hannant a comer a su casa, un almuerzo de carne fría y encurtidos. La esposa del director, que sabía que se trataba de una reunión de trabajo, sirvió la comida y se fue de compras, dejando a los dos hombres solos para que comieran y hablasen en paz. Harmon comenzó la charla con una disculpa.

—Espero que mi llamada para que viniera a verme no le haya causado muchas molestias, George. Ya sé que Howard los hace trabajar muchísimo en la escuela.

—No me ha molestado en absoluto. Jamieson me sustituirá esta tarde. De vez en cuando le gusta volver a dar clases; dice que echa de menos las aulas. Estoy seguro de que cambiaría de buena gana su cargo de director, y todo el trabajo administrativo que conlleva, por una clase llena de chicos.

—¡Seguro que lo haría! ¡Seguro! ¡Y todos los que estamos en una posición similar! —sonrió Harmon—. ¡Pero el dinero, George, es el dinero! Y supongo que también el prestigio tiene algo que ver. Sabrá a qué me refiero cuando sea director. Y ahora, hábleme de Keogh. Fue usted quien lo descubrió, ¿no es verdad?

—Habría que decir que fue él quien se descubrió a sí mismo —respondió Hannant—. Es como si la inteligencia del chico hubiera despertado hace muy poco, como si él comenzara a darse cuenta de sus potencialidades. Es uno de esos corredores que arrancan tarde, para decirlo de alguna manera.

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