El que habla con los muertos (17 page)

—¿Historia? ¡Este país está saturado de historia! Pero, no es éste su trabajo, entonces. Quiero decir, que usted no lo hace para ganarse la vida.

—No —el hombre en la cama hizo un gesto negativo con la cabeza—. En Moscú trabajo en… en una empresa de pompas fúnebres.

Aquello estaba bastante cerca de la verdad.

—¡Uf! —bufó Kinkovsi—. Bueno, después de todo alguien tiene que hacer esos trabajos. De acuerdo, pues. Iré a preparar su habitación. Y dispondré las cosas para la comida. Si quiere utilizar el lavabo, está en el pasillo. Y ahora, descanse un rato…

Como no recibió respuesta, Kinkovsi miró a Dragosani y vio que tenía los ojos cerrados. El dueño de la casa recogió las llaves del coche, que su huésped había dejado caer al pie de la cama, y abandonó en silencio la habitación, cerrando la puerta al salir. Una última mirada desde el umbral, y el ritmo acompasado de la respiración de Dragosani le indicó que éste estaba dormido. Kinkovsi sonrió, satisfecho. Eso era bueno; evidentemente, el recién llegado se sentía como en su casa.

Cada vez que venía al lugar, Dragosani buscaba un alojamiento nuevo. Siempre en la vecindad de la ciudad que llamaba «hogar» —a un tiro de piedra—, pero no tan cerca de la casa donde se había alojado antes como para que lo recordaran. Había pensado en usar un nombre supuesto, un seudónimo, pero había dejado la idea de lado. Estaba orgulloso de su nombre, probablemente como desafío a su origen. No a Dragosani, la población, su origen geográfico, sino por el hecho de que él había sido
encontrado
allí. En cuanto a sus progenitores, su padre era la casi inexpugnable cordillera que se alzaba al norte, los Alpes transilvanos, y su madre, la fértil y negra tierra.

Dragosani tenía sus propias teorías acerca de sus padres verdaderos; lo que ellos habían hecho probablemente había sido por su bien. Él imaginaba que habían sido cíngaros, romaníes, gitanos, jóvenes amantes de tribus enemigas cuyo amor no había sido suficiente como para hacer olvidar antiguas querellas y desprecios. Pero ellos se habían amado, Dragosani nació, y lo abandonaron. Tres años atrás Dragosani había pensado buscar a sus padres y por eso había venido a este lugar. Pero… aquello era absolutamente imposible. Una empresa irrealizable. En la actualidad había tantos gitanos en Rumania como en la antigüedad. A pesar de ser «satélites», Valaquia, Transilvania, Moldavia y todas las tierras de los alrededores habían conservado un cierto grado de autonomía, de autodeterminación. Los gitanos tenían tanto derecho a permanecer aquí como las mismas montañas.

Estos pensamientos ocupaban la mente de Dragosani mientras se quedaba dormido, pero luego no soñó con sus padres, sino con escenas de su infancia, antes de que lo enviaran fuera de Rumania para completar su educación. Ya entonces había sido un solitario, siempre reservado, y en ocasiones se había aventurado allí donde los otros tenían miedo. O donde les habían prohibido ir…

Los bosques de las laderas de las montañas eran oscuros y espesos y sus senderos intrincados y abruptos como la montaña rusa de un parque de atracciones, Boris, en toda su vida, sólo había visto una montaña rusa. Había sido tres días antes, el de su séptimo cumpleaños (cuando celebraban el séptimo aniversario del día en que lo «encontraron», tal como le explicó su padre adoptivo) y como regalo lo llevaron a Dragosani, a visitar el pequeño cine del pueblo. Habían dado un cortometraje ruso rodado enteramente en parques de atracciones, y la montaña rusa era tan real que Boris había sufrido vértigo y había estado a punto de caerse del asiento. Había sido una experiencia atemorizadora pero emocionante; tan emocionante que había inventado un juego para reproducir las sensaciones de la montaña rusa. No era tan bueno y sí bastante difícil, pero era mejor que nada. Y se podía hacer Aquí mismo, en las boscosas laderas de las montañas, a menos de dos kilómetros de casa
.

Nadie venía nunca a este lugar, era un rincón absolutamente solitario, y ésa era la razón de que a Boris le gustara tanto. Nada había talado los bosques durante casi cinco siglos; ningún guardabosques había penetrado en la espesura, donde rara vez se filtraba un rayo de sol; sólo los arrullos de las palomas y el batir de sus alas perturbaban ocasionalmente el profundo silencio, las palomas y los crujidos que producían las pequeñas alimañas. Éste era un lugar de motas de polvo que danzaban en la luz, de piñas y agujas de pino, de hongos y algunas pocas, ágiles y extrañamente silenciosas ardillas
.

Las colinas se alzaban en la antigua llanura de Valaquia, que se extiende unos cien kilómetros desde las estribaciones de los Alpes. Tenían forma de crucifijo, con una columna central de unos tres kilómetros y medio de norte a sur, y un travesaño de casi dos kilómetros de este a oeste. Las tierras circundantes eran campos de labranza, divididos por muros, setos y vallas, y a veces un estrecho camino arbolado, pero los terrenos inmediatamente próximos a las colinas que formaban la cruz estaban sin cultivar, y en ellos crecían en abundancia las hierbas y los cardos. En algunas ocasiones, Boris y su padre adoptivo dejaban que el ganado paciera en estas tierras, pero esto no sucedía a menudo. Incluso los animales evitaban el lugar sin razón aparente, y a veces rompían cercas y saltaban setos para alejarse de esos campos salvajes y demasiado silenciosos
.

Para el pequeño Boris Dragosani, sin embargo, el lugar en algo muy distinto. Allí podía jugar a que era un gran cazador, penetrar en el interior de la selva del Amazonas, buscar las ciudades perdidas de los Incas. Podía hacer todas esas cosas y más, siempre y cuando no hablara de sus juegos con su familia adoptiva. En verdad, no eran los juegos lo que debía ocultar, sino dónde los realizaba. Pero los bosques, a pesar de que eran un lugar prohibido, lo fascinaban. Había algo en ellos que lo atraía
.

Y eso estaba ahora presente, mientras él trepaba por la empinada pendiente cercana al centro de la cruz, ascendiendo trabajosamente de árbol en árbol, jadeando al arrastrar la gran caja de cartón que era su vehículo, su coche sin ruedas para jugar a la montaña rusa. Una escalada difícil, sí, pero valía la pena. Antes de volver a casa se lanzaría una vez más, esta vez desde la cima. El sol ya se estaba poniendo, y seguramente tendría problemas en casa por volver tarde, pero una vuelta más en su «coche» no empeoraría las cosas más de lo que ya estaban
.

En la cima se detuvo un momento para recobrar el aliento, y se sentó a contemplar las motas de polvo que flotaban en los pálidos rayos de sol que penetraban entre los altos y oscuros pinos. Después arrastró la caja hasta un lugar en la cima desde el cual se veía una huella que descendía sin interrupciones hasta el pie de la colina. Hacía ya mucho tiempo habían abierto aquí un cortafuegos, antes de que los leñadores recordaran, o les contaran cosas sobre la naturaleza del lugar: desde entonces hierbas y arbustos habían brotado otra vez en la huella, pero no habían logrado borrarla por completo. Y ahora la «cicatriz» del cortafuegos iba a ser la pista para el temerario juego de Boris
.

El chico equilibró su «.coche» en el borde, saltó a bordo y se agarró a los costados, echando todo su peso hacia adelante hasta que la caja comenzó a deslizarse
.

Al principio la caja descendió suavemente, deslizándose con facilidad sobre un colchón de hierba y agujas de pino, entre los matorrales y los arbolitos, siguiendo la antigua huella del cortafuegos. Pero… Boris era un niño. No había visto peligro alguno en aquel juego, no había calculado la aceleración que sufriría su vehículo en una pendiente tan abrupta
.

La caja aumentó la velocidad y el juego se pareció mucho más a la aterrorizadora, mareante montaña rusa. Boris chocó contra un montecillo de hierba y la caja saltó en el aire. Aterrizó luego, golpeó de costado contra un arbolito y salió disparada hacia el otro lado, donde los pinos eran más densos, y desde allí siguió a una velocidad de vértigo pendiente abajo, en una línea paralela a la del cortafuegos
.

Boris no tenía frenos ni volante, no podía controlar de ningún modo la velocidad de su «coche». Lo único que podía hacer era dejarse llevar por la caja
.

Entre choques y resbalones, más sacudido y golpeado que un balón de fútbol, Boris comenzó a deslizarse en medio de una penumbra más intensa a cada instante. El chico bajó la cabeza para protegerse de las ramas que ya no alcanzaba a ver y continuó su descenso de pesadilla. Pero los árboles crecían ahora unos más cerca de otros, y el viaje no podía seguir mucho más tiempo
.

Y por fin la caída se detuvo, en un lugar donde las raíces de los árboles salían a la superficie nudosas como enormes serpientes, y el suelo era de esquistos y cantos rodados. El fondo de la caja se desprendió estrepitosamente bajo los pies de Boris, y los costados se desintegraron bajo sus dedos. El chico fue arrojado contra el tronco de un árbol, aunque no de cabeza, y el impulso lo hizo continuar rodando. Dando volteretas, los brazos alrededor de la cabeza, Boris apenas sintió las frágiles ramas que aplastó en su caída; apenas si era consciente del cielo que giraba, más allá de la copa de los pinos, en un descenso que parecía no terminar nunca, y de un tropezón final contra un borde rocoso, desde el cual se despeñó en un vacío oscuro y polvoriento
.

Luego el impacto, y después de eso, nada. Nada por un tiempo, al menos

Boris quizá perdió la conciencia durante un minuto, aunque puede que fueran cinco minutos, o cincuenta
. O
puede ser también que no perdiera el sentido en ningún momento. Pero había sufrido una conmoción, y muy fuerte. Si no hubiera sido así, lo que sucedió luego podría haberlo matado. Boris podría haber muerto de miedo
.

—¿Quién eres? —
preguntó una voz dentro de su aturdida cabeza
—. ¿Por qué has venido aquí? ¿Estás ofreciéndote a mí?

La voz era maligna, absolutamente maligna. Había en ella elementos de todo lo que puede producir horror. Boris no era más que un chico; no conocía el significado de palabras como «bestial», «sádico», «diabólico»; no sabía qué quería decir la frase «poder de las tinieblas», e ignoraba los actos mediante los cuales se puede invocar a esos poderes. Para él, el miedo era un peldaño de la escalera que crujía en la oscuridad, el golpear de una rama contra la ventana de su habitación cuando todos dormían; había horror en el repentino salto de un sapo, o en la súbita inmovilidad de una cucaracha cuando se encendía la luz, y especialmente en su rápida carrera cuando el insecto se daba cuenta de que lo habían descubierto
.

En una ocasión, Boris había oído el cri-cri de los grillos en el sótano más profundo de la granja, donde su padre guardaba en anaqueles los vinos y los quesos. A la luz de una pequeña linterna había visto un insecto, de un gris leproso a causa de la casi permanente oscuridad de su habitáculo. Cuando se acercó para aplastarlo con el zapato, el grillo dio un salto y desapareció. Boris encontró otro, y sucedió lo mismo. Y otro. Y otro. Vio una docena y no pudo matar ninguno. Todos habían desaparecido. Cuando subía la escalera, y comenzaba a filtrarse un poco de luz diurna, un grillo saltó de los pantalones de Boris. ¡Estaban encima de él! ¡Habían saltado hacia él, por eso no había podido aplastarlos! ¡Y qué saltos dio Boris en ese instante!

Esa era su idea de una pesadilla: advertir una astuta inteligencia donde no debería haberla. Del mismo modo que no debería haberla aquí

—¡Ah! —
exclamó la voz, ahora más vigorosa
—. Así que eres uno de los míos, por eso has venido. Sabías dónde encontrarme…

Boris se dio cuenta entonces de que estaba consciente y de que la voz que oía en su cabeza era real. Y su malignidad era como el tacto viscoso de un sapo, el salto de los grillos en la oscuridad, el odioso «tic-tac» de un reloj, que parece hablar contigo en medio de la noche, burlándose de tus miedos y tu insomnio. Aunque era mucho peor que eso, estaba seguro, pero no tenía las palabras, o el conocimiento, o la experiencia como para describirla
.

Pero podía imaginarse la boca que emitía esa voz gutural y tartajeante, esas palabras taimadas e insinuantes, en su cabeza. Y sabía por qué era gutural y tartajeante. Se la representaba vividamente: una boca monstruosa que chorreaba sangre como rubíes líquidos, y cuyos relucientes incisivos eran afilados como los de un gran podenco
.

—¿Cómo…, cómo te llamas, muchacho?

—Dragosani —
respondió Boris, o mejor dicho, pensó la respuesta, porque su garganta estaba demasiado seca como para hablar. De todos modos, fue suficiente
.

—¡Aaahhh! ¡Dragosani!
—Ahora la voz era un ronco suspiro, como hojas de otoño rozando adoquines. Era el suspiro de alguien que advierte algo, que comprende, que se siente satisfecho
—. ¡Sí que eres uno de los míos! Pero demasiado, demasiado pequeño. No tienes vigor, muchacho. Eres un niño, nada más que un niño. ¿Qué puedes hacer por mí? ¡Nada! Tu sangre es como agua en las venas, no tiene hierro…

Boris se sentó y miró aterrorizado hacia uno y otro lado en la oscuridad. La cabeza aún le daba vueltas. Había bajado algo más de la mitad de la pendiente, y ahora estaba en una especie de saliente de roca, entre los árboles. Boris no había estado nunca aquí, no había sospechado que el lugar existiera. Luego, cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra y recuperó por completo los sentidos, vio que en realidad estaba sentado sobre unas losas de piedra cubiertas de musgo, y delante de algo que sólo podía ser… ¡un mausoleo!

Boris había visto antes algo semejante: su tío (el hermano de su padre adoptivo) había muerto hacía un mes y lo habían enterrado en un lugar muy parecido; pero la tumba de su tío estaba en terreno consagrado, en el cementerio de Slatina. Este lugar, en cambio… no era un lugar sagrado. No, ni siquiera la imaginación más desbocada podía suponer algo así

Presencias invisibles se movían, agitaban el aire polvoriento sin alterar las telarañas ni las ramas muertas que colgaban sobre su cabeza. Aquí hacía frío, un frío húmedo, y el sol no había penetrado en quinientos años
.

Detrás de Boris, la tumba, labrada en la roca, hacía tiempo
que había comenzado a desmoronarse, el techo de grandes losas
caído entre restos de albañilería. Boris, en su desenfrenada carrera, seguramente había volado por encima de las ruinas, pues de no ser así, se habría desnucado. Aunque, después de todo, quizá se había herido en la cabeza, puesto que percibía y oía cosas donde no había nada que percibir o escuchar, O no debería haber nada
.

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