El que habla con los muertos (15 page)

—Pero luego aventajan a todos los demás en un instante, ¿no?

—Entonces, ¿ha aprobado? —Como Harmon no había dicho nada acerca del resultado de los exámenes, Hannant temió que el chico hubiera fracasado. Cuando lo llamaron a Hartlepool sintió renacer algo de su antigua confianza, y ahora, después de las últimas palabras del director, estuvo seguro de que todo había salido bien para Keogh.

—No —respondió Harmon con un gesto de negación—. ¡Fracasó estrepitosamente! El examen de inglés fue un desastre. El chico lo intentó, pero…

La sonrisa de Hannant se desvaneció y sus hombros se hundieron un poco.

—Pero de todos modos, lo admitiré en la escuela —siguió Harmon, y sonrió cuando su mirada se encontró otra vez con los ojos muy abiertos de Hannant—, confiando en lo que hizo en los otros exámenes.

—¿Y qué hizo?

—Reconozco que le planteé las preguntas más difíciles que pude encontrar. ¡Y las respondió como si nada! Lo único que tal vez se le podría reprochar es su procedimiento poco ortodoxo… si es que eso es una falta. Ese chico prescinde de todas las fórmulas que se usan habitualmente.

Hannant asintió, sin hacer ningún comentario, aunque pensó que sabía exactamente lo que quería decir Harmon. Y cuando vio que Harmon esperaba una respuesta, dijo:

—Claro, siempre hace lo mismo.

—Pensé que quizá sólo lo hacía en matemáticas, pero fue igual en el otro examen. Llámelo cociente intelectual, espacial, o como quiera, pero se trata de una prueba creada para medir la capacidad potencial del intelecto. La respuesta de Keogh a una de las preguntas me parece especialmente interesante; no la respuesta en sí misma, aunque de todos modos es correcta, sino la manera como llegó a ella. Es sobre un triángulo.

—¡Ah, sí!

«Trigonometría —pensó Hannant mientras se llevaba un trozo de pollo a la boca—. Me preguntaba qué haría Harry con problemas de ese tipo.»

—Claro está que lo podría haber resuelto con unas simples nociones de trigonometría —Harmon parecía haberle leído el pensamiento— o incluso visualmente. El problema era muy sencillo. De hecho, era la única pregunta fácil de todo el examen. Verá.

Harmon apartó su plato, cogió una pluma y dibujó sobre una servilleta de papel.

—Si AD mide la mitad que AC, y AE es equivalente a la mitad de AB, ¿cuántas veces más grande es el triángulo mayor?

Hannant trazó dos líneas de puntos sobre el diagrama, que quedó así:

Luego dijo:

—El mayor es cuatro veces más grande. Se puede resolver de manera visual, como dijo usted.

—Muy bien. Pero Keogh simplemente escribió la respuesta. No trazó ninguna línea de puntos, sólo la respuesta. Yo le pregunté: «¿Cómo lo resolvió?». El muchacho se encogió de hombros y dijo: «La mitad de una mitad es un cuarto; el triángulo pequeño es un cuarto del mayor».

Hannant sonrió y dijo:

—Eso es típico de Keogh. Es lo primero que me llamó la atención en él. Ignora las fórmulas, se salta pasos en el proceso de razonamiento, salta de una conclusión a otra.

La expresión de Harmon no había cambiado; estaba muy serio.

—¿Qué fórmulas? —preguntó—. ¿Ya ha estudiado trigonometría?

Hannant perdió su sonrisa.

—No, apenas hemos comenzado.

—Entonces, cuando hizo el examen no conocía esta fórmula.

—Tiene razón —asintió Hannant, con el rostro ceñudo.

—Pero la sabe ahora, y también nosotros.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Hannant, que no comprendía adonde quería llegar el director.

—Yo le dije: «Keogh, lo ha hecho muy bien, pero ¿qué habría pasado si no fuera un triángulo rectángulo? ¿Si hubiera sido… así?».

Y dibujó otra vez en la servilleta de papel.

—Y le dije a Keogh —continuó Harmon—, «esta vez AD es la mitad de AB, pero BE sólo mide un cuarto de BC». Bueno, Keogh apenas le echó un vistazo y dijo: «Un octavo. Un cuarto de la mitad». Y luego dibujó
esto
:

—¿Qué quiere demostrar? —preguntó Hannant, a quien fascinaba más la tensa expresión del director que el tema. ¿Qué se proponía Harmon?

—¿Pero no es evidente? Esto es una fórmula, y él la descubrió por sí mismo. ¡Y lo hizo durante un examen!

—Quizá no sea una demostración de inteligencia tan grande, o tan inexplicable como usted cree —respondió Hannant con un gesto de negación—. Como le dije antes, cuando Keogh hizo su examen estábamos por empezar con trigonometría y él lo sabía. Puede que haya leído algo por adelantado, eso es todo.

—¿Sí? —dijo Harmon, que ahora estaba muy sonriente, y le dio un golpecito en el hombro a Hannant—. Entonces hágame un favor, George. Envíeme un ejemplar del libro que ha estado leyendo el chico. Me gustaría verlo. Llevo enseñando muchos años, y nunca he visto esta fórmula. Quizá la conocieran Arquímedes, Euclides o Pitágoras, pero le aseguro que es nueva para mí.

Hannant cogió de nuevo el diagrama y lo estudió. Luego dijo:

—Pues yo lo encuentro familiar. Quiero decir, entiendo el principio sobre el que construye su razonamiento Keogh. Tengo que haberlo visto antes. Yo debo… ¡Por Dios, si he enseñado trigonometría durante veinte años!

—Yo también he enseñado esa materia, amigo mío, y más de veinte años —dijo Harmon—. Lo sé todo sobre senos, cosenos y tangentes; las fórmulas comunes matemáticas me son tan familiares como a usted. Probablemente más familiares aún. Pero nunca vi un principio expuesto con tal claridad, de manera tan lógica, tan brillante. Expuesto, sí, porque no se puede decir que Keogh lo inventara, porque no lo hizo, del mismo modo que Newton no «inventó» o «descubrió» la gravedad. No, porque es tan constante como Pi: ha estado siempre aquí. ¡Pero ha sido Keogh quien nos lo mostró! —Harmon se encogió de hombros, como vencido—. No sé cómo explicar lo que quiero decir.

—Lo comprendo, no tiene que darme más explicaciones —respondió Hannant—. Es lo que yo le dije a Jamieson: ese chico tiene la capacidad de ver directamente el bosque, sin que los árboles le obstruyan la visión. ¿Pero una fórmula…?

De repente, en su mente resonaron unas palabras:
¿Fórmulas? Yo podría darle fórmulas que usted ni siquiera puede imaginar

—¡Pero lo es! —insistió Harmon, interrumpiendo las divagaciones de Hannant—. Es una fórmula para responder a una pregunta muy específica, lo sé, pero fórmula de todos modos. Y me pregunto, ¿hasta dónde llegará Keogh? ¿Hay en él más «principios básicos», con los que hasta ahora nunca dimos, esperando el estímulo adecuado para salir a la luz? Por eso lo quiero en la Escuela de Artes y Oficios; para poder averiguarlo.

—En verdad, me alegro de que usted lo acepte como alumno —dijo Hannant al cabo de un momento. Estaba a punto de mencionar la inquietud que le causaba Keogh, pero cambió de idea, y mintió deliberadamente—: No creo que pueda desarrollar toda su capacidad potencial en Harden.

—Sí, ya lo veo —respondió Harmon, frunciendo el entrecejo; y luego, con cierta impaciencia—: Pero ya hemos hablado antes de eso. Puede tener la seguridad de que haré todo lo que pueda en ese sentido. ¡Ya lo creo que lo haré! Y ahora, hábleme del chico. ¿Qué sabe de él, de sus orígenes?

Cuando regresaba a Harden al volante de su Ford Cortina del año 1967, Hannant reflexionó sobre lo que le había contado a Harmon acerca de la familia y la educación de Keogh. Casi toda la información provenía de los tíos con los que el chico vivía en Harden. El tío tenía una tienda de comestibles en la calle principal; la tía se dedicaba sobre todo a sus labores, pero también ayudaba en la tienda dos o tres veces a la semana.

El abuelo de Keogh era irlandés; se había trasladado de Dublín a Escocia en 1918, cuando terminó la Primera Guerra Mundial, y había trabajado en Glasgow como constructor. Su abuela era una dama rusa de clase alta, que había huido de la revolución en 1920 y se había establecido en Edimburgo, en una casa cerca del mar. Allí la conoció Sean Keogh, y se casaron en 1926. Tres años más tarde nació Michael, el tío de Harry Keogh, y en 1931 Mary, su madre. Al parecer, Sean Keogh era muy estricto con su hijo, y lo hizo trabajar en el negocio de la construcción —que el chico odiaba— desde la edad de catorce años. Por el contrario, había mimado a su hija, para la cual nada le parecía nunca lo bastante bueno. Esto había causado problemas entre los hermanos, ocasionados por los celos de Michael, que acabaron cuando el joven, a los diecinueve años, se fue de casa y se estableció en el sur con su propio negocio. Michael era el tío con el que vivía Harry en la actualidad.

Pero cuando Mary tenía veintiún años, la adoración de su padre se había convertido en un fuerte sentimiento de posesión que la aisló de cualquier clase de vida social. La joven pasaba los días en casa, ayudando en las tareas del hogar, o como asistenta de su aristocrática madre en el pequeño círculo espiritista que ésta había congregado a su alrededor. Mary estaba presente en las sesiones que habían hecho famosa a Natasha en la pequeña comunidad, y participaba en las ceremonias.

En el verano de 1953 Sean Keogh estaba trabajando en una pared poco estable y murió cuando ésta le cayó encima. Su esposa, que a pesar de no haber cumplido aún los cincuenta años sufría diversos achaques, vendió el negocio y a partir de entonces llevó una vida retirada, con alguna que otra sesión de espiritismo que le ayudaba a redondear sus ingresos, los cuales provenían en su mayor parte de los intereses del dinero que tenía en el banco. Para Mary, por otra parte, la muerte de su padre fue el comienzo de una libertad que ni siquiera había soñado, el inicio de una nueva vida.

Durante los dos años que siguieron la joven disfrutó de una vida social limitada sólo por el escaso dinero de que disponía, hasta que en el invierno de 1955 conoció a un banquero de Edimburgo veinticinco años mayor que ella, y se casó con él. Se llamaba Gerald Snaith, y a pesar de la diferencia de edades, él y Mary fueron muy felices en su gran casa cercana a Bonnyrigg. Desdichadamente, para ese entonces la salud de la madre de la joven se deterioró rápidamente, y los médicos diagnosticaron un cáncer, de modo que Mary pasaba la mitad de su tiempo en Bonnyrigg, y el resto cuidando de su madre, Natasha, en la casa junto al mar en Edimburgo.

Harry «Keogh», por lo tanto, había nacido exactamente nueve meses después de la muerte de su abuela, en 1957, y su apellido era entonces Snaith, el de su padre, que murió de un ataque al corazón en su despacho un año después del nacimiento de su hijo.

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