El que habla con los muertos (18 page)

Boris aguzó los oídos y entrecerró los ojos en la penumbra del recinto pero… no había nada
.

Intentó ponerse en pie y lo consiguió a la tercera tentativa. Apoyó todo su peso en una losa que en otra época había sido el dintel de la puerta del mausoleo. Luego escuchó y miró otra vez, forzando ojos y oídos en la oscuridad, pero no escuchó voz alguna ni percibió ninguna boca que chorreara sangre en el espejo de su mente. Dejó escapar un entrecortado suspiro de alivio
.

Una costra de suciedad, musgo y agujas de pino se desprendió de la losa, entre sus manos, y dejó ver parte de un escudo de armas. Boris quitó un poco más de aquella mugre de siglos y

Retiró bruscamente las manos, se echó hacia atrás, tropezó y se sentó otra vez, casi sin aliento. En el escudo de armas se veía un dragón tallado en bajorrelieve, una de las patas delanteras alzadas en un gesto de amenaza; montado en la espalda del dragón cabalgaba un murciélago con ojos triangulares de cornalina, y por encima de las dos figuras, se veía la cabeza con cuernos del mismo demonio, con la larga lengua hendida fuera de la boca, y chorreando gotas de sangre de cornalina
.

Los tres símbolos —dragón, murciélago y demonio— se unieron en la mente de Boris. Se amalgamaron como el emisor de la voz que resonaba en su cabeza. La voz que eligió ese preciso instante para hablarle una vez más
:

—Corre, hombrecito, corre. Vete de aquí. Eres demasiado pequeño, demasiado joven e inocente, y yo estoy demasiado débil y soy tan, tan viejo…

Boris se puso de pie, con las piernas tan temblorosas que tuvo la seguridad de que se iba a caer. Luego se volvió y escapó de allí tan deprisa como pudo, lejos de las losas cubiertas por agujas de pino, y que las retorcidas y centenarias raíces comenzaban a resquebrajar, lejos de la tumba en ruinas y de los secretos que guardaba, lejos de la penumbra del lugar, tan amenazadora que parecía tener vida propia
.

Y mientras descendía la pendiente, azotado por las ramas de los árboles y lleno de magulladuras por las múltiples caídas, la voz resonaba en su mente como el chirrido de una uña sobre un cristal, o de la tiza en la pizarra, con una sabiduría antigua y obscena
.

—¡Corre, corre! Pero nunca me olvides, Dragosani. Y puedes estar seguro de que yo no te olvidaré. No, esperaré a que crezcas y te hagas fuerte. Y cuando tu sangre tenga hierro y sepas qué hacer, porque tendrá que ser por tu propia voluntad, Dragosani, entonces, veremos. Y ahora tengo que dormir…

Boris salió corriendo de entre los árboles al pie de la colina, saltó por encima de una valla cuyo travesaño superior estaba roto y salió a la pradera de hierba y cardos y luz, de bendita luz. Pero ni siquiera entonces se detuvo, y siguió corriendo en dirección a su casa. Pero tuvo que hacer una pausa en medio del campo, exhausto y sin aliento. Se dejó caer al suelo y volvió la cabeza para mirar hacia las amenazantes colinas. Hacia el oeste el sol se ponía, y los últimos rayos de fuego doraban los pinos más altos; Boris, no obstante, sabía que en el lugar secreto, en el mausoleo amortajado por los árboles, todo era viscoso, reptante y negro como el miedo. Y sólo entonces se le ocurrió preguntar
.


¿Qué… quién… quién eres?

Y como si llegara desde un millón de kilómetros de distancia, traída por la brisa que soplaba sobre los campos y colinas de Transilvania desde el primer día de la historia, la respuesta resonó en su mente:

—¡Tú lo sabes, Dragosani! ¡Tú lo sabes! No preguntes «quién eres» sino «quién soy». Pero ¿qué importa eso? La respuesta es la misma. Soy tu pasado, Dragosani. Y tú… eres… mi… ¡futuuuuuuroooo!

—¿Herr
Dragosani?

—¿Qué… quién… quién eres? —Dragosani despertó repitiendo la pregunta del sueño.

En la inesperada penumbra de la habitación lo miraban unos ojos casi triangulares, fijos, penetrantes, y durante un instante, brevísimo, Boris sintió que había regresado al claro del bosque donde se hallaba la tumba. Pero estos ojos eran verdes, como los de un gato. Dragosani los miró fijamente y ellos le devolvieron la mirada, imperturbables. Pertenecían a un rostro blanco y ovalado, enmarcado por cabellos negrísimos. Un rostro de mujer.

Dragosani se sentó en la cama, se estiró y puso los pies en el suelo. La dueña de los ojos le hizo una reverencia al estilo campesino, y Dragosani pensó que era muy poco elegante. La miró con expresión burlona. Siempre se despertaba de mal humor, y si un intruso lo despertaba de manera inesperada, como ahora, su humor era aún peor.

—¿Está sorda? Le he preguntado quién es —dijo apuntándola con el dedo índice—. Y quisiera saber por qué me han dejado dormir hasta tan tarde.

Dragosani también podía empeñarse en llevar la contraria.

Ella no pareció impresionada por el dedo índice que la apuntaba. Sonrió, levantando una ceja en un gesto casi insolente.

—Soy Ilse,
Herr
Dragosani. Ilse Kinkovsi. Ha dormido tres horas. Parecía tan cansado que mi padre dijo que lo dejara dormir, y mientras tanto le preparara la habitación en la buhardilla. Ya está lista.

—¿Ah, sí? ¿Y por qué me molesta ahora?

Dragosani se negó a mostrarse amable. Y éste no era el mismo juego que había jugado con el padre de la joven; no, porque había algo en ella que lo irritaba realmente. Ilse era demasiado segura de sí misma, demasiado avispada, además, era bonita. Debía de tener unos… unos veinte años. Era raro que no estuviese casada, pero no se veía ningún anillo en sus dedos.

Dragosani se estremeció, su metabolismo estaba adaptándose, aún no se hallaba completamente despierto. Ella lo advirtió, y dijo:

—Arriba está más caliente. El sol todavía da sobre el último piso. Y su sangre circulará mejor después de subir las escaleras.

Dragosani miró a su alrededor y se quitó con las yemas de sus delicados dedos las legañas que el sueño había dejado en los ángulos de sus ojos. Se puso de pie, palpó el bolsillo de la chaqueta que estaba colgada del respaldo de la silla y preguntó:

—¿Dónde están mis llaves? ¿Y mis maletas?

La joven sonrió otra vez.

—Mi padre subió las maletas —respondió—. Y aquí tiene sus llaves. —Su mano, cuando tocó la de Dragosani, parecía muy fresca en contraste con la afiebrada de él. Y cuando él se estremeció, ella se echó a reír—. ¡Ah, un joven virgen!

—¿Qué? —se enfureció Dragosani—. ¿Qué ha dicho?

Ella fue hacia la puerta, salió al vestíbulo y se dirigió a la escalera. Dragosani, furioso, cogió la chaqueta y la siguió. La joven se volvió cuando estaba al pie de la escalera de madera.

—Es un dicho del lugar; nada más que un dicho.

—¿Y cómo es? —inquirió él con brusquedad, y la siguió por la escalera.

—Si un chico tiembla cuando está caliente, es porque es virgen. ¡Virgen a pesar suyo!

—¡Qué refrán más estúpido! —replicó Dragosani con la frente ceñuda.

La muchacha lo miró y sonrió.

—No puede aplicársele a usted,
Herr
Dragosani. No es un chico, y a mí no me parece nada tímido o virginal. De todos modos, no es más que un dicho.

—¡Y usted se toma demasiadas confianzas con sus huéspedes! —gruñó él, que se sentía como si ella le hubiera permitido soltarse del anzuelo por pura compasión.

La muchacha lo esperó en el primer descanso, sonrió y dijo:

—Sólo quería ser amable. La bienvenida es muy fría si la gente no se habla. Mi padre me pidió que le preguntara si desea cenar con nosotros, puesto que usted es el único huésped, o si prefiere hacerlo en su habitación.

—Cenaré en mi habitación —gruñó él enseguida—, si es que consigo llegar.

Ella se encogió de hombros y comenzó a subir el segundo tramo de la escalera, que aquí se hacía más empinada.

Ilse Kinkovsi vestía ropas que ya estaban pasadas de moda en las ciudades, pero que aún se usaban en los pueblos pequeños y las comunidades campesinas. Llevaba un vestido plisado de algodón, largo hasta un poco más abajo de la rodilla, muy ajustado en la cintura, con el corpiño abotonado delante y las mangas abullonadas. Iba calzada con botas de goma de media caña, que Dragosani encontró ridículas, pero que sin duda eran muy cómodas en una granja. En invierno seguramente llevaría medias largas, hasta la parte superior de los muslos, pero ahora no estaban en invierno…

Dragosani intentó apartar los ojos, pero no había nada más que mirar. ¡Y, maldita sea, ella se contoneaba con exageración! Una estrecha V negra separaba los globos blancos de las nalgas.

En el segundo descanso la joven se detuvo y se volvió para esperarlo al final de la escalera. Dragosani se quedó inmóvil donde estaba y contuvo el aliento. Ella lo miró con una expresión tan imperturbable como antes, apoyó todo su peso sobre un solo pie, se frotó la parte interior del muslo con la rodilla y, con los verdes ojos relampagueantes, le dijo:

—Estoy segura de que le gustará mucho… la habitación —y se contoneó lentamente para descargar su peso sobre el otro pie.

Dragosani apartó los ojos.

—Sí… sí… estoy seguro de que yo… yo.

Ilse advirtió que el sudor le perlaba la frente. Volvió el rostro e hizo una mueca. Quizás había acertado con el refrán. Una verdadera pena…

Capítulo cinco

Ilse Kinkovsi llevó a Dragosani sin más demora a la buhardilla, le mostró el cuarto de baño que, de manera sorprendente, era en verdad muy moderno, y se dispuso a marcharse. Las habitaciones eran muy bonitas: paredes encaladas, vigas antiguas de roble, armarios y estantes de madera barnizada. Dragosani comenzó a sentirse más contento. Y ahora que la muchacha se mostraba más distante, él comenzó a sentir cierta simpatía hacia ella, o mejor dicho, hacia toda la familia Kinkovsi. Después de la hospitalidad con que lo habían recibido padre e hija, sería una torpeza que cenara solo en la habitación.

—Ilse —la llamó en un impulso—, quiero decir, señorita Kinkovsi, he cambiado de parecer. Me gustaría cenar en la granja. En verdad, yo pasé mi infancia en una granja, y no será algo nuevo para mí. Y trataré de no molestarlos. Así que… ¿a qué hora cenamos?

Ella se volvió mientras bajaba la escalera y le dijo:

—En cuanto usted se haya lavado y baje. Lo estaremos esperando. —En su rostro no había ahora ninguna sonrisa.

—¡Ah, entonces bajo en dos minutos! ¡Gracias!

Mientras los pasos de la joven en la escalera se alejaban hasta desaparecer en el silencio, Dragosani se quitó rápidamente la camisa, abrió una de las maletas y encontró todo lo necesario para afeitarse, toalla, pantalones limpios y planchados y calcetines también limpios. Diez minutos más tarde bajó deprisa las escaleras, salió de la casa de huéspedes y encontró a Kinkovsi esperándolo en la puerta de la casa de labranza.

—¡Perdón, perdón! ¡He venido tan aprisa como he podido!

—No tiene importancia —dijo el otro y le cogió la mano—. Bienvenido a mi casa. Entre, por favor. Cenaremos enseguida.

Adentro uno se sentía un poco claustrofóbico. Las habitaciones eran amplias pero de techos bajos, estaban pintadas en tonos oscuros y la decoración era de estilo «rumano antiguo». Una vez en el comedor, Dragosani se encontró sentado frente a una ventana, en uno de los lados de una enorme mesa cuadrada que podría haber acomodado a una docena de comensales. La iluminación era tan escasa que el rostro de Ilse —que después de ayudar a servir a su madre se había sentado en el lado opuesto— era apenas una vaga silueta en penumbras. A la derecha de Dragosani se sentaron Hzak Kinkovsi y su esposa —esta última cuando acabó con sus tareas—, y a la izquierda los dos hijos varones del granjero, dos chicos de unos doce y dieciséis años de edad, más o menos. Una familia campesina como tantas.

La comida era simple, abundante y merecedora de que se le hicieran todos los honores. Dragosani expresó su aprobación e Ilse sonrió mientras Maura, su madre, muy satisfecha por los elogios, decía:

—Pensé que vendría hambriento. ¡Es un viaje tan largo! ¿Cuántas horas tardó desde Moscú?

—¡Muchas, pero me detuve para comer! —respondió sonriente Dragosani. Y luego, recordando el viaje, continuó hablando con una expresión de desagrado en el rostro—: Hice dos comidas, y las dos fueron malas y muy caras. Después dormí un par de horas en el coche, a la salida de Kiev. Y vine por la ruta de Galatz, Bucarest y Pitesti, para evitar los puertos de montaña.

—Es un camino muy largo —observó Hzak Kinkovsi—, mil seiscientos kilómetros.

—Eso, si yo fuera un pájaro y volara en línea recta —respondió Dragosani—. ¡Pero no lo soy! Según el cuentakilómetros de mi coche, son más de dos mil kilómetros.

—¡Y sólo para estudiar la historia local! —exclamó el granjero, meneando la cabeza.

Ya habían terminado la cena. El viejo campesino (no era viejo en realidad; su piel no estaba marchita por los años sino curtida por el trabajo a la intemperie), se echó hacia atrás en su silla a fumar una pipa de cerámica llena de perfumado tabaco. Dragosani encendió un cigarrillo Rothmans; Borowitz le había comprado un paquete de doscientos en una tienda de Moscú que sólo podía frecuentar la élite del partido. Los dos chicos se fueron a terminar con los trabajos del día y las mujeres se retiraron a lavar los platos.

La observación de Kinkovsi sobre la «historia local» había sorprendido al principio a Dragosani, pero luego recordó que ésa era la razón que había dado para justificar su presencia en el lugar. Aspiró el humo de su cigarrillo, y se preguntó cuan lejos podía llegar con sus explicaciones. Por un lado, se suponía que era un empresario de pompas fúnebres, y tal vez no llamara la atención que sus inclinaciones fuesen un tanto morbosas.

—Sí, podemos decir que se trata de la historia local, pero en ese caso también podría haber ido a Hungría, o haberme quedado en Moldavia, o cruzado los Alpes hasta Gradea. O haber ido a Yugoslavia, o incluso haber llegado por el este a un lugar tan lejano como Mongolia. Todas estas regiones tienen algo en común que me interesa, pero ésta me atrae más que ninguna, porque aquí está el lugar donde nací.

—¿Y qué es lo que tienen en común que le interesa? ¿Las montañas? ¿O quizá las batallas? ¡Dios sabe la de guerras que ha conocido mi país!

Kinkovsi no había entablado esta conversación por cortesía, sino porque estaba realmente interesado. Escanció un poco más del vino de la hacienda —hecho con las uvas del lugar, y de una excelente calidad— en la copa de Dragosani y volvió a llenar la suya.

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