El que habla con los muertos (22 page)

Boris no estaba solo —era una cosa doble—, y no era Boris. La sensación era extraña, aterradora. Se aferró al recuerdo de Boris, y rechazó al otro.

¡No! ¡No! ¡Déjate ir! Entra en la cosa, hazte uno con ella. Conoce lo que ella conoce, como esto:

Todo era tibio… una plataforma dura y firme abajo… suave y tibio pulmón arriba… el cielo dejó de ser brillante y azul y fue en cambio negro… muchos puntos de luz, que eran estrellas… la noche era silenciosa… un peso tibio que aplastaba suavemente, alas protectoras… la cosa gemela acurrucándose… algo se acercó, un ruido, ¡un ululato!… el cuerpo tibio de encima (el cuerpo materno) se apretó protector, las alas se esforzaron en cubrirlo, temblorosas… un lento y pesado batir de alas en el aire… se oyó más próximo, pasó, se desvaneció, más débil a cada instante… otra vez el ulular a lo lejos… el búho ha salido a cazar pequeños animales esta noche… el cuerpo materno se distiende un poco, los rápidos latidos de su corazón se vuelven algo más lentos… puntos brillantes de luz llenan el cielo… suave plumón… tibieza.

¡Ahora destroza el cadáver, Dragosani! ¡Desgárralo! Aplasta el cráneo entre los dedos y presta atención a los vapores del cerebro. Contémplalo en tus manos; mira las entrañas, las vísceras y las plumas, la sangre y los huesos. ¡Prueba un trozo, Dragosani! Utiliza todos tus sentidos: toca, prueba, mira, oye, huele. Usa los cinco sentidos, y descubrirás un sexto
.

¡Tiempo de volar!…, tiempo de marcharse…, el aire llama, agita las pequeñas plumas nuevas y seduce… y el ser-gemelo ya se ha ido, ya ha volado…, los padres ansiosos, frustrados, agitados, revolotean y dicen «vamos, vuela, vuela así, así»… La tierra está abajo, a una distancia de vértigo, y el nido se balancea en el viento.

Boris, convertido en una parte del pichón, se lanzó con él desde la endeble plataforma de ramitas que era el nido. Durante un breve momento conoció el triunfo del vuelo…, y al instante siguiente supo del fracaso. El día era ventoso, con ráfagas repentinas, y el viento lo sorprendió desprevenido, le dio la vuelta. Después de eso, la confusión se volvió rápidamente una pesadilla. Girando, a los tumbos —un ala inexperta cogida en la bifurcación de una rama, retorcida y quebrada luego—, la agonía de colgar del ala rota, y luego la agonía de la caída. Y el estallido final del pequeño cráneo contra una piedra…

Boris volvió de golpe a sí mismo, rompió el hechizo, vio el pájaro destrozado que tenía en las manos.

¡Ya lo ves!
, dijo el viejo demonio del suelo.
¿Todavía piensas que no puedo enseñarte nada, Dragosani? ¿Qué te parece tu nueva ciencia? ¿Hubo alguna vez don más raro? En toda mi vida sólo he conocido a unos pocos que poseyeran semejante talento. Y tú lo has ejercido como… como un pichón ejercita sus alas. Bienvenido a una pequeña, antigua y muy selecta fraternidad, Dragosani
.

El cadáver despedazado se deslizó de las manos de Boris, manchó la tierra, dejó sobre la palma de sus manos y sobre sus dedos una sustancia viscosa.

—¿Cómo? —dijo el chico, boquiabierto; de repente, un sudor helado comenzó a brotar de su frente—. ¿Cómo…?

¡Boris Dragosani, el nigromante!
, respondió el demonio del suelo.

Después, sobrecogido por el horror de todo aquello, Boris había gritado y había huido una vez más. Su pánico era tal que más tarde apenas si podía recordar algo más que el latir de su corazón y el ruido de sus pies golpeando el suelo.

Pero no podía huir del «don», que desde ese momento había sido suyo.

O tal vez no era el horror de lo que él había hecho (o de aquello en lo que se había convertido) lo que había hecho que su mente olvidara el momento de la huida terrorífica; quizá fuera otra cosa, algo que sucedió entre su grito y la huida propiamente dicha. En todo caso, en su mente habían permanecido desde entonces vagas imágenes de eso, y salían a la superficie cuando él menos se lo esperaba. Como ahora.

El sombrío claro del bosque donde se hallaba la tumba, y el cadáver destrozado, un revoltijo de plumas, vísceras y miembros arrancados de sus articulaciones. Y un tentáculo delgado y leproso que salía de la tierra, que se abría paso entre el negro humus, las hojas de los pinos, líquenes y trozos de roca. Leproso, sí, y hecho de una materia que no era carne, aunque latían en él venas rojas.

Y luego… y luego… en la punta del tentáculo se formó un ojo carmesí que buscaba con avidez algo en el suelo. Después el ojo se disolvió y una boca de reptil y mandíbulas ocuparon su lugar, de tal modo que el tentáculo parecía ahora una suave y manchada serpiente ciega. Una serpiente que lengüeteaba con su lengua hendida y púrpura los restos ensangrentados, cuyos colmillos, afilados como agujas, relucían blanquísimos, y cuyas mandíbulas no cesaron de trabajar hasta dar cuenta del último bocado.

Y luego, la rápida retirada, y el hechizo que se rompió mientras el pulsátil y repugnante tentáculo era absorbido dentro de la tierra, y desaparecía de la vista.

La criatura enterrada había dicho que el cadáver del pichón era un «pequeño tributo…».

Cuando Dragosani terminó con sus recuerdos y ensueños, se dirigió hacia la ciudad cuyo nombre llevaba. Encontró el antiguo mercado que se instalaba todos los miércoles, desde época inmemorial, cuando el pueblo no era más que un conjunto de chozas, entre los corrales de ganado junto al ferrocarril y el río. La población de Dragosani quizá se había originado precisamente en este lugar de reunión, en este lugar de negocios y trueques. Aunque había sido algo más, era también el vado por donde podía cruzarse el río. Ahora había varios puentes, pero en los viejos tiempos, sólo se podía cruzar el río por aquel vado.

Era aquí donde, hacía ya largos siglos, los invasores turcos que llegaban desde Oriente dejando a su paso tierras saqueadas e incendiadas, remontaban el río que descendía desde los Cárpatos meridionales hasta la confluencia con el Danubio. También aquí el
Hunyadi
, y después de él los príncipes de Valaquia, habían venido desde sus castillos para convocar a sus ejércitos, y designar luego a los
voivodas
, señores feudales que defenderían sus tierras contra las incursiones de los turcos. La bandera de esos señores de la guerra era la del Dragón —desde tiempo inmemorial emblema de los defensores de la cristiandad frente a los turcos—, y Dragosani se preguntó ahora si no sería éste el origen del nombre de la población. En todo caso, de allí procedía el dragón grabado en el escudo de armas de la olvidada tumba.

Compró en el mercado un cochinillo vivo y se lo llevó en una bolsa con agujeros para que no se asfixiara. Dragosani regresó al coche y dejó el cochinillo en el maletero; luego salió de la ciudad y se internó en un camino solitario que se apartaba de la carretera.

Allí abrió apenas el saco, rompió una cápsula de cloroformo en el maletero, lo cerró y contó hasta cincuenta. Luego abrió el maletero, utilizó la aspiradora del coche, haciéndola funcionar en sentido inverso para dispersar las emanaciones de cloroformo, y volvió a cerrarlo, con el infortunado cerdito dentro. Dragosani no quería que el animal muriera. O al menos, no quería que muriera en el maletero del coche.

A primera hora de la tarde ya había dejado el valle del río y se hallaba en la zona de las colinas, donde una vez más aparcó el coche a doscientos o trescientos metros de los prohibidos cerros en forma de cruz. El sol aún brillaba con intensidad, y Dragosani, con la cabeza gacha y pegado a un seto, comenzó a subir. Mientras trepaba trabajosamente rumbo al lugar secreto, y protegido por la espesa copa de los pinos, comenzó a sentirse más cómodo. El cochinillo, metido en el saco que Dragosani llevaba colgado del hombro, estaba absolutamente inconsciente a los estímulos de un mundo que muy pronto abandonaría.

Cuando llegó al lugar donde se hallaba la tumba, Dragosani depositó el narcotizado animal en un hueco entre dos raíces, lo ató al tronco de un árbol y lo cubrió con el saco para protegerlo del frío. Aquellas colinas estaban llenas de jabalíes; si el cerdito recuperaba la conciencia durante su ausencia y comenzaba a chillar, cualquiera que lo oyera pensaría que se trataba de un animal salvaje. Aunque era improbable que alguien lo oyera; tal como había sucedido cuando Dragosani era un niño, los campos alrededor de las colinas estaban desiertos y sin cultivar.

De todas formas, Dragosani dejó allí el cochinillo y regresó a media tarde a su alojamiento, donde solicitó que le sirvieran la cena temprano, y se fue a dormir. Aún era de día cuando Ilse Kinkovsi lo despenó con una bandeja colmada por una abundante cena acompañada de una jarra de la cerveza del lugar, y se fue dejando a Dragosani que disfrutara a solas de su comida. La joven apenas si le dirigió la palabra, y lo miraba de reojo con una expresión burlona. Aquello no tenía importancia; en verdad, era mejor así, se dijo Dragosani.

Pero cuando la muchacha abandonaba la habitación él no pudo dejar de mirar el balanceo de sus caderas. Era muy atractiva, para ser una campesina, y Dragosani se preguntó una vez más por qué no se habría casado. Era demasiado joven para ser viuda… Además, si lo fuera, llevaría una alianza, ¿no es verdad? Era curioso…

Dragosani estuvo de vuelta en el lugar secreto veinte minutos antes del anochecer. El cerdito había recuperado la conciencia pero no tenía fuerzas para ponerse de pie. Dragosani, sin perder un minuto, dejó al animal sin sentido con un solo golpe de cachiporra, la misma que utilizaban los hombres de la KGB. Después se sentó a esperar, fumó un cigarrillo y vio cómo la luz se hacía más y mas escasa a medida que el sol se hundía en el horizonte. En este lugar, donde los pinos crecían rectos como lanzas y formaban un círculo alrededor de la tumba, no había más luz que la que llegaba directamente de arriba, y lo hacía amortiguada por un toldo de ramas entrelazadas. Pero la noche se acercaba, comenzaron a aparecer las primeras estrellas, que Dragosani veía más claramente, como lo haría un hombre en el fondo de un profundo pozo. Dragosani apagó finalmente su cigarrillo y la oscuridad que lo rodeaba se hizo más impenetrable.

Capítulo seis

¡Ahhh! ¡Dragosaaniiii!

Las presencias invisibles estaban allí, como siempre, surgiendo de todas partes, fantasmas cuyos dedos rozaban la cara de Dragosani como si quisieran comprobar quién era, asegurarse de su identidad. Dragosani se estremeció y dijo:

—Sí, soy yo. Y te he traído un obsequio.

¿De veras? ¿Y qué me pedirás a cambio?

Dragosani estaba impaciente, y no hizo ningún esfuerzo por disimularlo.

—El obsequio es… un pequeño tributo. Te lo daré más tarde, antes de irme. Pero ahora…, he hablado contigo muchas veces en este lugar, viejo dragón, y en realidad nunca me has dicho nada. No quiero decir que me hayas decepcionado, o engañado, sino que he aprendido muy poco de ti. Quizá fue culpa mía; puede que no te hiciera las preguntas apropiadas, y si así fue, quiero corregir eso. Sabes cosas que yo quiero conocer. Hace tiempo tuviste… poderes. Y sospecho que has conservado muchos de esos poderes, de los que yo no sé nada.

¿Poderes? Claro, sí… muchos poderes. Grandes poderes

—Quiero el secreto de esos poderes, de esas facultades. Quiero poseer las facultades. Quiero saber todo lo que tú sabías, y todo lo que sabes ahora.

Resumiendo, quieres ser… ¡wamphyr!

Dragosani no pudo evitar estremecerse ante la palabra, y ante la manera en que fue pronunciada en su mente. Incluso él, Dragosani, el nigromante, el que examinaba a los muertos, percibió el temor reverencial que inspiraba, como si la palabra misma pudiera comunicar la horrible naturaleza del ser —o los seres— que nombraba.

—Wamphyr… —repitió Dragosani, y luego siguió hablando—: En Rumania siempre hubo leyendas, y en los últimos cien años se han extendido al extranjero. Viejo demonio, sé desde hace años lo que eres. Aquí te llaman
vampir
, y en el mundo occidental, vampiro. Allí, eres un personaje de los cuentos que se cuentan por la noche al amor de la lumbre, para atemorizar a los niños y que se vayan a la cama, y conmover a las imaginaciones enfermizas. Pero ahora quiero saber qué eres realmente. Quiero separar los hechos de la ficción, quiero conocer el origen de la leyenda sin las mentiras.

Percibió en su mente un encogimiento de hombros.

Entonces, repito, quieres ser wamphyr. No hay otra manera de conocer todo eso
.

—Pero tú tienes una historia —insistió Dragosani—. Ya sé que has estado enterrado aquí quinientos años, pero ¿qué me dices de los quinientos años antes de que murieras?

¿De que muriera? Yo no he muerto. Podrían haberme asesinado, pues estaba dentro de sus posibilidades, pero decidieron no hacerlo. Eligieron para mí un castigo mucho más grande. Simplemente me enterraron aquí, no-muerto. Pero dejemos eso de lado… ¿Quieres conocer mi historia?

—Sí.

Es larga, y sangrienta. Llevará tiempo
.

—Tenemos mucho, mucho tiempo —respondió Dragosani, pero percibió cierta inquietud, frustración en las presencias invisibles. Era como si algo le advirtiera que no forzara su suerte. La criatura no-muerta no soportaba que la apremiaran.

Pero por último pronunció en su mente:

Puedo contarte parte de mi historia, sí. Puedo decirte lo que hice, pero no cómo lo hice. No con palabras. El conocer mis orígenes, mis raíces, no te ayudará a ser un wamphyr, ni a comprenderlos. Yo no puedo explicarte cómo llegar a ser un wamphyr, así como un pez no puede explicar la manera de ser pez, o un pájaro la de ser pájaro. Si intentaras ser un pez, te ahogarías. Lánzate desde un acantilado, como un pájaro, y te estrellarás contra el suelo. Y si es imposible aprender a ser una criatura tan simple como éstas, ¿cómo podría ser posible aprender a ser wamphyr?

—¿No puedo aprender nada de ti, entonces? —Dragosani comenzaba a ponerse furioso—. ¿No puedo conocer tus facultades? No te creo. Me enseñaste a hablar con los muertos. ¿Por qué, entonces, no puedes enseñarme todo lo demás?

¡Ah, no! Estás equivocado, Dragosani. Te enseñé a ser un nigromante, que es un talento propio de los hombres. Es un arte que los hombres han olvidado, pero la nigromancia es tan antigua como la raza humana. En cuanto a los que hablan con los muertos, eso ya es otra cosa. Muy pocos hombres han aprendido a hacerlo
.

—¡Pero yo hablo contigo!

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