El que habla con los muertos (43 page)

Harry Keogh, parpadeando para borrar de sus ojos los últimos restos de sueño, miró de arriba abajo a su visitante. Tenía la intención de mostrarse brusco con el que llamaba a la puerta, fuera quien fuese, ver qué quería y acabar con aquello lo antes posible, pero una sola mirada fue suficiente para darse cuenta de que Gormley no se marcharía. El hombre tenía un aire modesto y sin pretensiones, pero también dejaba traslucir una enorme inteligencia, y esto, unido a una sonrisa encantadora y a su mano tendida, formaban una combinación irresistible.

—¿Harry Keogh? —preguntó Gormley, sabiendo, claro está, que era él, y luego extendió un poco más la mano para forzar a Harry a que se la estrechara—. Soy sir Keenan Gormley. Usted no me conoce, pero yo he oído hablar de usted. En realidad, debo decir que lo sé prácticamente todo acerca de usted.

El vestíbulo estaba pobremente iluminado y Harry no distinguía muy bien las facciones de su interlocutor. Por último estrechó brevemente la mano del hombre, y se hizo a un lado para que entrara al apartamento. El contacto con Gormley, aunque fugaz, le dijo muchas cosas. La mano de sir Keenan era firme pero flexible, su apretón de manos, frío pero honesto; no prometía nada, pero tampoco amenazaba. Era la mano de alguien que podía llegar a ser su amigo. Salvo que…

—¿Lo sabe todo sobre mí? —Harry no estaba seguro de que aquella frase le gustara—. Bueno, no creo que sea mucho. No soy una persona interesante.

—No estoy de acuerdo —dijo Gormley—. Usted es excesivamente modesto.

Keogh inspeccionó a su visitante a la luz de las ventanas. Podía tener cualquier edad entre cincuenta y sesenta años, pero probablemente estaba más cerca de la segunda cifra. Sus ojos verdes eran levemente opacos y la piel de su cara estaba cubierta por pequeñas arrugas. Tenía una cabeza grande, de frente despejada, y cabellos grises y bien peinados. Medía poco más de un metro setenta y cinco centímetros, y su bien cortada chaqueta no alcanzaba a disimular del todo unos hombros levemente caídos. Sir Keenan Gormley no estaba en la flor de la juventud ni mucho menos, pero Harry Keogh pensó que aún tenía unos cuantos años por delante.

—¿Cómo debo dirigirme a usted? —preguntó; era la primera vez que hablaba con un «sir».

—Llámeme Keenan, puesto que vamos a ser amigos.

—¿Está seguro? Quiero decir, de que vamos a ser amigos. Debo advertirle que no tengo muchos.

—Creo que es algo inevitable —dijo Gormley con una sonrisa—. Tenemos muchas cosas en común. De todas formas, he oído decir que usted tiene muchísimos amigos.

—Pues ha oído mal —respondió Harry, con el gesto ceñudo—. Puedo contar a mis verdaderos amigos con los dedos de una mano.

Gormley pensó que era mejor que fuera directamente al grano. Además, quería ver la reacción de Keogh ante algo que no se esperaba. Aquello podía constituir la prueba definitiva.

—Ésos son los amigos que están vivos —dijo con calma, y la sonrisa se borró gradualmente de su rostro—. Pero creo que los otros son muy numerosos.

Fue como si le hubiera dado a Harry con una granada. El joven se había preguntado muchas veces cómo se sentiría si alguien le hablaba de esta manera, y ahora lo supo. Se sentía enfermo.

Harry se tambaleó, encontró una desvencijada silla de mimbre y se dejó caer en ella. Se estremeció, pálido como un muerto, tragó saliva y miró a Gormley con la expresión de un animal acosado.

—No sé de qué habla… —comenzó por fin a decir con voz que parecía un granizo, pero Gormley le interrumpió.

—¡Sí que lo sabe, Harry! Sabe muy bien de qué estoy hablando. Usted es un Higroscopio. ¡Y probablemente sea el único nigroscopio verdadero en todo el mundo!

—¡Usted está loco! —exclamó desesperado Harry—. Viene a mi casa y me acusa de… de cosas raras. ¿Un nigroscopio? ¡Eso no existe! Todo el mundo sabe que no se puede… que no se puede…

Se sentía atrapado, y no pudo acabar la frase.

—¿Qué es lo que no se puede, Harry? ¿Hablar con los muertos? Pero usted lo hace, ¿verdad?

Un sudor frío mojó la frente de Harry. Luchó por respirar. Estaba atrapado y lo sabía. Atrapado como un demonio necrófago con un corazón chorreando sangre en las manos, atrapado como el violador iluminado por la linterna de un policía, jadeante entre las piernas de su víctima. Nunca había pensado que cometía un delito —jamás había hecho daño a nadie—, pero ahora…

Gormley se adelantó, lo cogió por los hombros y lo sacudió.

—¡Basta, hombre! Parece un chiquillo al que han sorprendido masturbándose. Usted no está enfermo, Harry. Lo que hace no es una enfermedad ni un delito. ¡Usted tiene un don!

—Es algo secreto —protestó débilmente Harry—. Yo… yo no les hago daño. Eso es algo que no haría jamás. Sin mí, ellos no tendrían con quién hablar. ¡Están tan solos!

Harry hablaba atropelladamente, convencido de que estaba en apuros, e intentando zafarse del asunto con su cháchara. Pero Gormley no quería de ninguna manera ganarse su antipatía.

—Está bien, hijo, está bien. Tómeselo con calma, nadie lo acusa de nada.

—¡Pero es un secreto! —insistió Harry, ahora enfadado—. O lo era. Pero ahora, si la gente lo sabe…

—No lo sabrán.

—¡Pero lo sabe usted!

—Mi trabajo consiste en enterarme de estas cosas. Vuelvo a decírselo, hijo; usted no está en dificultades, al menos en lo que a mí respecta.

Gormley era tan convincente, tan tranquilo… ¿Era un amigo, un verdadero amigo, o era otra cosa? Harry no podía dominar su pánico, la conmoción de saber que alguien más estaba enterado. La cabeza le daba vueltas. ¿Podía confiar en este hombre? ¿Se atrevería a confiar en alguien? ¿Y si Gormley pretendía acabar con sus actividades como nigroscopio? ¿Qué sucedería entonces con sus planes para vengarse de Viktor Shukshin? ¡Nada debía impedir la venganza!

Proyectó su mente con desesperación, y estableció contacto con un estafador que estaba enterrado en el cementerio de Kesington.

Gormley percibió el poder que en ese instante emanaba de Harry, una energía pura que no se parecía a nada que él hubiera experimentado antes, y que le puso los pelos de punta y aceleró de modo alarmante los latidos de su corazón. ¡Aquí estaba! Esto era el talento del nigroscopio en acción. Gormley estaba tan seguro de ello como de su propia existencia.

Harry, sentado en su silla, se había replegado en una masa compacta, encogido. Antes había estado pálido como la nieve y sudando a mares, pero ahora…

Se irguió en la silla y mostró los dientes en una sonrisa feroz, echó la cabeza hacia atrás y las gotas de sudor volaron a su alrededor. Se desenroscó como una serpiente, y el pánico lo abandonó en un segundo. Su mano no temblaba cuando se apartó el pelo húmedo de la frente. El color volvió rápidamente a su rostro.

—Bien, eso es todo —dijo sonriendo—. La entrevista ha terminado.

—¿Cómo? —Gormley estaba asombrado ante la transformación.

—De eso se trataba, ¿no? De una entrevista. Usted vino para averiguar cosas sobre Harry Keogh, el escritor. Alguien le habló del argumento del relato que estoy escribiendo, aunque nadie debería conocerlo, dicho sea de paso, y usted me lo soltó de improviso para ver mi reacción. Es un relato de terror, y usted oyó decir que yo siempre vivo en la realidad las fantasías que escribo. De modo que cuando «vivo» el personaje del nigroscopio —éste es un neologismo que yo mismo he inventado— lo hago con gran poder de convicción. Soy un buen actor, ¿no es verdad? Bueno, usted ha tenido un espectáculo gratis y yo me he divertido, y ahora damos la entrevista por terminada. —La sonrisa se borró bruscamente de su cara, y en su lugar apareció una expresión de amargo sarcasmo—. Ya sabe dónde está la puerta, Keenan…

Gormley sacudió lentamente la cabeza en un gesto de negación. Al principio se había quedado atónito, pero luego su instinto recuperó el dominio de la situación. Y su instinto le dijo lo que estaba sucediendo.

—Eso ha estado muy bien —dijo—, pero no lo bastante como para engañarme. ¿Con quién está hablando, Harry? O, mejor dicho, ¿quién habla por medio de usted?

Durante un instante los ojos de Harry mantuvieron su mirada desafiante, pero luego Gormley percibió otra vez el fluir de la extraña energía cuando el joven rompió el contacto con su listo, muerto y desconocido amigo. El rostro de Harry cambió visiblemente; desapareció la ironía y el joven fue otra vez el de siempre. Pero retuvo algo de la tranquilidad de los instantes previos; el pánico había pasado.

—¿Qué quiere saber? —preguntó con voz fría e inexpresiva.

—Todo —respondió de inmediato Gormley.

—Pero usted dijo que ya lo sabía.

—Pero quiero que me lo cuente usted. Sé que no puede explicarme cómo lo hace, y ciertamente no quiero saber por qué lo hace. Digamos que usted descubrió que tenía una habilidad que podía utilizar para mejorar su vida. Es comprensible. No, yo quiero los hechos. El alcance de su talento, por ejemplo, y sus limitaciones. Hasta hace unos minutos ignoraba que pudiera ejercerlo a distancia. Quiero saber de qué habla, y qué cosas les interesan a ellos. ¿Lo consideran un intruso, o se alegran de hablar con usted? Como ya le he dicho, quiero saberlo todo.

—Si ni hablo, ¿me veré en… en dificultades?

—¡No se trata de eso! No, al menos por el momento.

Harry sonrió con amargura.

—¿Vamos a ser «amigos», entonces?

Gormley cogió una silla y se sentó frente al joven.

—Harry, nadie sabrá nada de usted, se lo prometo. Sí, vamos a ser amigos, porque nos necesitamos mutuamente y porque otros nos necesitan a ambos. Ya sé, usted probablemente piensa que no me necesita, ¡que yo soy lo que menos necesita en la vida! Pero esto es sólo por ahora. En el futuro tendrá necesidad de mí, se lo puedo asegurar.

—¿Y por qué me necesita usted? —preguntó Harry, no del todo convencido—. Además, antes de que le cuente nada, antes de que ni siquiera admita que lo que usted dice es cierto, será mejor que me diga una o dos cosas.

Gormley esperaba algo por el estilo. Hizo un gesto de asentimiento, miró a Harry a los ojos, y respiró hondo.

—Muy bien. Lo haré. Usted ya sabe quién soy, de modo que ahora le diré qué hago, y en qué consiste mi trabajo. Y algo que es aún más importante, le hablaré de la gente que trabaja conmigo.

Gormley le habló a Harry de la Organización E británica, y también le contó todo lo que sabía —que no era mucho— de las organizaciones equivalentes de los americanos, los franceses, los rusos y los chinos. Le contó lo de los telépatas que podían hablar unos con otros de un extremo al otro del mundo, sin teléfono, sólo con la mente. Habló también de la precognición, la habilidad de penetrar en el futuro y hablar de acontecimientos que aún no han sucedido; sobre la telequinesis y la psicoquinesis, y los hombres que pueden mover objetos sólidos con la fuerza de su voluntad, y sin recurrir a la fuerza física. Le habló de la «videncia» y de un hombre que conocía, y que podía decir qué estaba sucediendo en cualquier lugar del mundo en ese preciso instante; sobre la cura por imposición de manos, y de un «médico» que tenía el supremo poder de la vida en sus manos y hacía desaparecer cualquier enfermedad. Gormley le dio detalles sobre todas las personas dotadas de percepción extrasensorial que tenía bajo su mando, y le dijo que en la organización había también un lugar para Harry. Y le habló con tanta comprensión, claridad y convicción que Harry se dio cuenta de que le decía la verdad.

—De modo que ya ve, Harry, usted no es monstruo. Puede que su talento sea único, pero hay otras personas que también tienen poderes especiales. Su abuela los tenía, y se los transmitió a su madre. Ella, a su vez, se los ha pasado a usted, y sólo Dios sabe de qué serán capaces sus propios hijos, Harry Keogh.

Después de un largo rato, y cuando había sido capaz de asimilar la información recibida, Harry dijo:

—Entonces, ¿quiere que trabaje para usted?

—Para decirlo en pocas palabras, sí.

—¿Y si me niego?

—Harry, yo lo he encontrado. Soy un «observador»; no tengo talento extrasensorial, pero puedo ver a alguien que lo tiene a dos kilómetros de distancia. Esa es la única habilidad fuera de lo normal que poseo. Pero hay otros como yo, lo sé con seguridad. Y uno de ellos es el director de la organización rusa. Yo he venido a verlo y he puesto mis cartas sobre la mesa. Le he hablado de cosas sobre las que hubiera debido guardar silencio; lo he hecho porque quiero que confíe en mí, y porque pienso que puedo confiar en usted. De mí, no tiene nada que temer, Harry, pero no puedo decir lo mismo de los del otro lado.

—¿Quiere decir… que tal vez ellos también me encuentren?

—Esa gente progresa día a día, Harry, igual que nosotros. Tienen al menos un agente en Inglaterra. No lo conozco, pero lo he sentido cerca de mí. Sé que me miraba, me vigilaba. Es probable que sea también un «observador». Lo que quiero decirle es lo siguiente: yo lo he encontrado, de modo que ellos también pueden hacerlo. Y la diferencia es que con ellos no podrá elegir.

—¿Y con usted puedo hacerlo?

—Claro que sí. Se une a nosotros, o no se une. La decisión la debe tomar usted, Harry. Tómese un tiempo para pensarlo. Pero que no sea muy largo. Como le dije, lo necesitamos. Cuanto antes mejor.

Harry pensó en Viktor Shukshin. Él no podía saberlo, pero Shukshin era el hombre que Gormley había «sentido» que lo vigilaba.

—Antes de tomar una decisión tengo que hacer algunas cosas —dijo Harry.

—Claro. Lo comprendo.

—Puede que me lleve algún tiempo, unos cinco meses, quizá…

—Si no hay más remedio… —asintió Gormley.

—No, no lo hay. —Harry sonrió por primera vez sincera, tímidamente—. ¡Necesito tomar algo! ¿Quiere un café?

—Sí, muchas gracias. —Gormley le devolvió la sonrisa—. Y mientras lo bebemos, ¿por qué no me habla de usted mismo?

Harry sintió como si le quitaran un gran peso de encima.

—Sí —asintió—. Creo que lo haré.

Harry Keogh terminó su novela quince días después y comenzó a «prepararse» para Viktor Shukshin. Un anticipo sobre el libro le proporcionó el dinero necesario para vivir los próximos cinco o seis meses, hasta que llevara a cabo su cometido.

El primer paso fue ingresar en un grupo de fanáticos de la natación, que se bañaban en el mar del Norte un mínimo de dos veces por semana durante todo el año, incluyendo los días de Navidad y Año Nuevo. Eran conocidos porque en ocasiones rompían el hielo en el embalse de Harden y se sumergían, en un espectáculo a beneficio de la Fundación Británica contra las Enfermedades del Corazón. Brenda, que era una joven muy sensata, excepto en lo que concernía a Harry, pensó que estaba loco.

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