El que habla con los muertos (31 page)

—¿No será usted un turista?

—No, soy rumano, aunque vivo y trabajo en Moscú. ¿Pero qué tiene que ver eso con mi solicitud?

El bibliotecario, tres o cuatro años menor que Dragosani y evidentemente impresionado por su aspecto cosmopolita, se quedó pensativo. Se mordió los labios, frunció el entrecejo y no abrió la boca durante un largo rato. Pero por último dijo:

—Si echa un vistazo a esos catálogos, verá que casi todos están escritos a mano, y con la misma letra. Ya le he dicho que llevaron veinte años de trabajo. Bueno, el hombre que lo realizó aún vive, y se domicilia en Titu, no muy lejos de aquí. Queda a unos treinta kilómetros, yendo hacia Bucarest.

—Conozco el lugar —respondió Dragosani—. He pasado por allí hace media hora. ¿Cree que ese hombre puede ayudarme?

—Si quiere hacerlo, sí.

Las palabras del bibliotecario sonaban un tanto enigmáticas.

—¿Por qué dice eso?

El hombre pareció inseguro y desvió la vista un instante.

—Hace dos o tres años cometí un error. Le envié una pareja de «investigadores» americanos. No quiso saber nada de ellos y los echó. Es un tanto excéntrico, ¿sabe? Desde entonces me he vuelto más prudente. Comprenda usted, tenemos muchos pedidos de esta clase. Al parecer, en Occidente hay toda una industria alrededor de Drácula. El señor Giresci quiere evitar cualquier relación con esta explotación mercantil. De paso, ése es su nombre: Ladislau Giresci.

—¿Me está diciendo que ese hombre es un experto en vampirismo? —preguntó Dragosani, con renovado interés—. ¿Quiere decir que ha estudiado las leyendas, que ha investigado su historia en estos documentos durante veinte años?

—Bueno, sí, eso es lo que quería decirle. Para él es una afición, o tal vez una obsesión. Pero en lo que atañe a la biblioteca, una obsesión muy útil.

—¡Entonces tengo que ir a verlo! Me ahorrará muchísimo tiempo y trabajo.

El bibliotecario se encogió de hombros.

—Bueno, yo puedo darle su dirección, e indicarle cómo llegar a su casa pero… él decidirá si quiere recibirlo. Puede que una botella de whisky le facilite las cosas. Es un gran bebedor de whisky, cuando puede pagarlo. Pero escocés, no ese brebaje infame que hacen en Bulgaria.

—Déme su dirección —dijo Dragosani—. Me recibirá. Se lo garantizo.

Dragosani encontró el lugar tal como le había dicho el bibliotecario, camino a Bucarest, a un kilómetro y medio de Titu. La casa de Ladislau Giresci, situada en una urbanización de casas de madera de dos plantas, en una zona arbolada, destacaba por su relativo aislamiento. Todas las casas tenían jardines, o unos metros de terreno que la separaban de sus vecinos, pero la vivienda de Giresci estaba bastante lejos de las otras, en el límite del caserío, perdida entre los pinos y la maleza.

Los descuidados setos invadían el camino adoquinado que llevaba a la casa, y las hierbas crecían entre los adoquines. Los jardines estaban descuidados y la tierra parecía regresar poco a poco a su original estado salvaje; la casa estaba corroída por la carcoma y tenía un aspecto de abandono casi absoluto. Las otras casas de la urbanización parecían, en comparación, en buen estado y sus jardines bien cuidados. Algún pequeño esfuerzo, no obstante, había sido hecho para mantener y reparar la propiedad, porque en el frente habían reemplazado algunas de las tablas en peor estado por otras nuevas, pero aun la reparación más reciente debía de tener al menos cinco años de antigüedad. El sendero desde el portal del jardín hasta la puerta del frente también estaba invadido por la maleza, pero Dragosani no se desanimó y golpeó con los nudillos en la madera desconchada.

Llevaba en la mano una bolsa de red que contenía una botella de whisky que había comprado en Pitesti, una barra de pan, un trozo de queso y un poco de fruta. La comida era para él (su almuerzo, si no había otra cosa) y la botella, tal como le habían aconsejado, para Giresci. Si es que estaba en casa. Dragosani esperó, y comenzó a pensar que esto era improbable, pero tras llamar otra vez, con mas fuerza, oyó que algo se movía en el interior de la casa.

La persona que por fin abrió la puerta era un hombre de unos sesenta años de edad y tan frágil como una flor puesta a secar entre las páginas de un libro. Tenía los cabellos blancos —no grises sino blancos, como una corona de nieve sobre la colina de la frente— y su
tez
era aún más pálida que la de Dragosani, y resplandecía como si le hubieran sacado brillo. Tenía la pierna derecha de madera, no una moderna prótesis sino una vieja pata de palo, pero parecía bastante ágil a pesar de su minusvalía. Tenía la espalda un poco encorvada y se tocaba un hombro como si le doliese cuando se movía, pero sus ojos pardos tenían una mirada penetrante y segura, y cuando le preguntó a Dragosani qué se le ofrecía, su aliento era limpio y saludable.

—Usted no me conoce, señor Giresci —dijo Dragosani—, pero yo he oído hablar de usted, y lo que decían me ha fascinado. Yo soy, en cierto modo, un historiador, y me interesa especialmente la antigua Valaquia. Y me han dicho que nadie conoce la historia de esa región mejor que usted.

Giresci miró a su visitante de arriba abajo.

—Bueno, algunos profesores de la universidad de Bucarest cuestionarían esa afirmación, pero yo no he de hacerlo.

El hombre permaneció en la entrada, bloqueando el paso al interior de la casa, pero Dragosani observó que sus ojos volvían a mirar la bolsa de red y la botella.

—Whisky —dijo Dragosani—. Me gusta mucho, y es muy difícil de encontrar en Moscú. ¿No querrá beber una copa conmigo… mientras hablamos?

—¿Y quién le ha dicho que vamos a hablar? —le espetó con voz que parecía un ladrido, aunque sus ojos regresaron a la botella, y luego preguntó con un tono menos áspero—: ¿Ha dicho que es escocés?

—Claro. Es el único whisky que merece ese nombre y…

—¿Cómo dijo que se llamaba, joven? —lo interrumpió Giresci; aún bloqueaba la entrada, pero en su mirada había una expresión de interés.

—Dragosani. Boris Dragosani. He nacido en esta comarca.

—¿Y por esa razón le interesa su historia? No estoy del todo convencido. —Sus ojos, después de haberlo estudiado sin reparos, adquirieron una expresión de desconfianza—. ¿No representará usted a algunos extranjeros? ¿Americanos, por ejemplo?

Dragosani sonrió.

—Nada de eso. Por lo que sé, usted ha tenido problemas con los extranjeros. No quiero mentirle, Ladislau Giresci, pero a mí me interesa lo mismo que a ellos. El bibliotecario de Pitesti me dio su dirección.

—¿Sí? Ese hombre sabe muy bien a quiénes recibo y a quiénes no, de modo que usted debe de tener buenas referencias. Pero ahora dígame usted mismo, y sin ocultarme nada, qué es lo que le interesa.

—De acuerdo —respondió Dragosani, que no veía razón alguna para andarse con rodeos—. Quiero información acerca de los vampiros.

El otro lo miró fijo, pero no pareció sorprenderse.

—¿Quiere decir sobre Drácula?

—No, sobre los verdaderos vampiros. El
vampir
de la leyenda transilvana, el culto del wamphyri.

Cuando oyó esto, Giresci dio un respingo, hizo una mueca de dolor cuando movió el hombro enfermo, se inclinó luego un poco hacia adelante y cogió a Dragosani del brazo.

—¿De modo que el wamphyri? Sí, puede que hable con usted. Sí, y me gustaría mucho beber una copa de whisky. Pero primero dígame algo. Usted dijo que quería información sobre el vampiro verdadero, sobre su leyenda. ¿Está seguro de que no se refiere al mito? Dragosani, ¿usted cree en los vampiros?

Dragosani lo miró. Giresci esperaba ansioso su respuesta. Y algo le dijo a Dragosani que lo había convencido.

—Sí —respondió al cabo de un instante—. Creo en ellos.

El otro hizo un gesto afirmativo con la cabeza, y se hizo a un lado para dejarlo entrar.

—En ese caso, será mejor que entre, señor Dragosani. Pase, pase, y hablaremos.

A pesar del aspecto de abandono que tenía la casa desde el exterior, por dentro estaba muy limpia y ordenada, sobre todo considerando que era la vivienda de un anciano minusválido que vivía solo. Dragosani se sintió agradablemente sorprendido por el sentido del orden que advirtió mientras seguía a su anfitrión por habitaciones de paredes recubiertas por paneles de roble y suelos de pino pulidos y recubiertos por alfombras tejidas según la antigua tradición eslava. La casa, aunque rústica, era en cierto sentido tibia y acogedora. Pero sólo en cierto sentido, porque la debilidad de Giresci, su afición u obsesión, estaba presente en cada una de las habitaciones. Impregnaba la atmósfera de la vivienda de la misma manera que las momias egipcias de un museo nos hacen imaginar enseguida las dunas del desierto y nos sugieren antiguos misterios. Pero aquí la imagen que los objetos evocaban era de ásperos puertos de montaña y fiero orgullo, de planicies heladas y dolorosa soledad, de una serie interminable de guerras y sangre e increíbles crueldades. Las habitaciones de la casa eran la antigua Rumania. Esto era Valaquia.

En las paredes de una de las habitaciones colgaban antiguas armas, espadas, fragmentos de armadura. Aquí había un arcabuz de comienzos del siglo XVI, allí una pica con púas de aspecto temible. La negra bala de un pequeño cañón turco mantenía abierta una puerta (Giresci la había encontrado en un antiguo campo de batalla cercano a las ruinas de una antigua fortaleza en las afueras de Tirgoviste) y un par de vistosas cimitarras turcas decoraban la pared encima de la chimenea. Había tremendas hachas, mazas y mayales, y una maltrecha coraza con el peto abierto de un hachazo de arriba abajo. En la pared del pasillo que separaba el salón de la cocina y los dormitorios colgaban retratos de los infames príncipes Vlad y árboles genealógicos de las familias boyardas. Había también blasones y escudos de armas, planos de intrincadas batallas, dibujos hechos por el mismo Giresci de fortificaciones, túmulos, terraplenes, castillos en ruinas y torreones.

¡Y libros! Estantes y estantes llenos de libros, muchos de ellos deteriorados —y algunos muy valiosos—, pero todos rescatados por Giresci a lo largo de los años: comprados en ferias, librerías de viejo y tiendas de antigüedades, o a familias de la antaño poderosa aristocracia arruinadas en la actualidad. La casa era un pequeño museo, y Giresci su único encargado y director.

—El arcabuz debe de valer una pequeña fortuna —observó Dragosani.

—Es posible que un coleccionista o un museo pagaran mucho por él —respondió su anfitrión—, pero nunca me interesó averiguar el precio de las cosas. ¿Qué le parece esto como arma? —y le tendió una ballesta.

Dragosani la cogió, la sopesó y frunció el entrecejo. El arma era bastante moderna, pesada, puede que tan certera como un rifle, e igualmente mortífera. Llamaba la atención que su cuadrillo fuese de madera, seguramente palosanto, con una punta de acero. Además, estaba cargada.

—Por cierto, no tiene mucho que ver con el resto de su material.

Giresci sonrió, mostrando unos dientes grandes y potentes.

—Sí lo tiene. Mi otro «material», como usted lo llama, nos habla de lo que fue, y que aún puede volver a ser. La ballesta es la respuesta a eso. Un disuasorio. El arma contra lo que puede ser.

Dragosani asintió.

—Una estaca de madera clavada en el corazón, ¿no? ¿Y realmente cazaría a un vampiro con esta ballesta?

Giresci sonrió de nuevo e hizo un gesto negativo.

—No haría semejante tontería —dijo—. Sólo un loco trataría de atrapar a un vampiro. Yo no estoy loco, no soy más que un excéntrico. ¿Cazar a un vampiro? ¡Jamás! Pero ¿y si un vampiro decide perseguirme? Si quiere, llámelo protección. De todos modos, me siento más tranquilo con la ballesta en mi casa.

—Pero ¿por qué teme algo así? Quiero decir… estoy de acuerdo con usted en que estas criaturas han existido, y es posible que todavía existan, pero ¿por qué habrían de tomarse el trabajo de perseguirlo a usted?

—Si usted fuera un agente secreto —dijo Giresci, y Dragosani se sonrió para sus adentros—, ¿le gustaría que alguien que no pertenece a su organización conociera todos sus asuntos, sus secretos? ¿Se sentiría seguro? Claro que no. ¿Y cómo cree que se sentirían los wamphyri? En la actualidad, pienso que el riesgo es probablemente muy pequeño, pero hace veinte años, cuando compré la ballesta, no estaba tan seguro de que así fuera. Había descubierto cosas que ya nunca olvidaría. Esas criaturas eran reales, y yo sabía mucho acerca de ellas. Y cuanto más investigaba su leyenda, su historia, más monstruosas me parecían. En aquella época las pesadillas no me dejaban dormir. Supongo que comprar la ballesta fue como silbar en la oscuridad: no alejaría a las fuerzas oscuras, pero al menos les haría saber que no les tenía miedo.

—¿Aunque sí lo tuviera?

La aguda mirada de Giresci se volvió introspectiva.

—Claro que tenía miedo —respondió por fin—. ¿Cómo no habría de tenerlo? Estaba en Rumania, a la sombra de esas montañas, en esta casa donde había acumulado y estudiado las pruebas. Sí, tenía miedo, pero ahora…

—¿Ahora, qué?

El otro puso cara de decepción.

—Bueno, todavía estoy vivo, y han pasado muchos años. No me ha sucedido nada,
¿no
lo ve? Así pues… en la actualidad creo que, después de todo, es probable que se hayan extinguido. Existieron, claro que sí, y yo lo sé mejor que nadie, pero es posible que los últimos de ellos se hayan ido para siempre. Así lo espero, de todos modos. ¿Y usted, Dragosani? ¿Qué opina usted?

Dragosani le devolvió la ballesta.

—Opino que debe conservar su ballesta, Ladislau Giresci. Y mantenerla lista para disparar. Y también opino que tiene que tener cuidado con la gente que invita a su casa.

Dragosani metió la mano en el bolsillo para buscar un paquete de cigarrillos y se quedó inmóvil cuando Giresci le apuntó con la ballesta al corazón desde una distancia de dos metros, y quitó el dispositivo de seguridad.

—Soy muy cuidadoso —respondió el otro, mirándolo a los ojos—. Al parecer, usted y yo sabemos muchas cosas. Yo sé por qué creo, pero ¿y usted?

—¿Yo? —Dragosani cogió, dentro de su chaqueta, la pistola reglamentaria, y la sacó lentamente de la pistolera que llevaba en el sobaco.

—Dice ser un extranjero que investiga una leyenda, pero ¡sabe tantas cosas!

Dragosani se encogió de hombros y comenzó a girar la pistola para apuntar a Giresci mientras se volvía ligeramente hacia la derecha. Tal vez Giresci estaba loco. Era una pena. Y también lo era tener que hacer un agujero en el tejido de su chaqueta, y la pólvora dejaría marcas en el forro pero…

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