El que habla con los muertos (60 page)

—¿Qué? —se asombró Harry—. ¿Keenan? ¿Pero cómo…?

¡Harry! ¡Querido Harry!
—clamó su madre—.
¡Por favor, sé prudente!

—¿Qué? —repitió Harry, que continuaba retrocediendo para alejarse de los hombres.

El bajito sacó unas esposas y dijo:

—Le aconsejo que no se resista, señor Keogh. Somos oficiales del servicio de contraespionaje de la Grenzpolizei, y…

¡Pégale, Harry!
—le urgió Granara Sargento Lane en su oído interno—.
Ya has calado a esos dos; sabes cómo vencerlos. Ataca antes de que lo hagan ellos. Pero ten cuidado, están armados
. Cuando el más bajo se adelantó tres pasos con las esposas, Harry adoptó una postura defensiva. El alto gritó:

—¿Qué es esto? ¿Nos está amenazando? ¡Harry Keogh, debería saber que nos han ordenado que lo llevemos con nosotros vivo o muerto!

El hombre bajo hizo ademán de poner las esposas en las muñecas de Harry; en el último instante, el joven las hizo a un lado violentamente, se volvió a medias y atacó al otro lanzándole una patada que le dio en el pecho, le quebró algunas costillas y lo arrojó contra su compañero. El agente, aullando de dolor, cayó al suelo.

¡
No puedes ganar, Harry
! —insistió Gormley—. ¡
No podrás de esta manera
!

Tiene razón
—intervino James Gordon Hannant—.
Ésta es tu última oportunidad, Harry, y tienes que aprovecharla. Aunque venzas a estos dos, habrá otros. No puedes hacerlo así, Harry. Tienes que utilizar tu talento. Es más grande de lo que tú crees. Yo no te enseñé nada de matemáticas; simplemente te enseñé a utilizar lo que tú ya sabías. Pero tu potencial continúa sin ser explotado. Hombre, tú conoces fórmulas que yo ni siquiera había soñado. En una ocasión le dijiste algo parecido a mi hijo, ¿recuerdas?

Harry se acordaba.

De repente, extrañas ecuaciones destellaron en la pantalla de su mente. Se abrieron puertas donde antes no las había. Su mente metafísica se expandió y se apoderó del mundo físico, ansiosa por doblegarlo a su antojo. Harry oía al agente caído gritar de furia y dolor, vio al hombre alto cuando sacaba un feo revólver de cañón recortado, pero las puertas de la dimensión espacio-tiempo de Mobius estaban impresas por encima de la imagen del mundo real, al alcance de Harry, y sus oscuros umbrales parecían llamarlo.


¡Eso es, Harry! ¡Cualquiera le servirá!
—gritó Mobius.

—No sé adonde ir —le respondió Harry.


¡Buena suerte, Harry!
—gritaron Gormley, Hannant y Lane, casi al unísono.

El revólver que esgrimía el agente más alto escupió fuego y plomo. Harry se volvió, sintió un aliento cálido contra su nuca y alguien lo cogió furioso por el cuello del abrigo. El joven tironeó, se revolvió, dio puntapiés y sintió una profunda satisfacción cuando su pie se estrelló contra la cara y el hombro del agente más alto. El hombre cayó, y su revólver golpeó contra el duro suelo. El policía, maldiciendo y escupiendo sangre y dientes, se arrastró, cogió el arma con las dos manos y se agazapó, preparándose a atacar de nuevo.

Harry vio por el rabillo del ojo una puerta en la banda de Mobius. Estaba tan cerca que si extendía la mano podría tocarla. El hombre alto gruñó algo incomprensible y apuntó el arma en dirección a Harry. Harry se la hizo saltar de un golpe, cogió al hombre por el brazo, tiró de él hasta que perdió el equilibrio y lo lanzó… por la puerta abierta.

¡El agente alemán ya no estaba allí! El eco de un horrible aullido que se desvanecía llegó desde ninguna parte. Era el grito de los condenados, la queja de un alma perdida para siempre en la oscuridad definitiva.

Harry oyó el grito y se estremeció… pero sólo por un brevísimo instante. Y de inmediato, cubriendo los últimos ecos del aullido, se oyeron voces que daban órdenes. Un grupo de hombres se acercaba, escondiéndose de tumba en tumba, dispuestos a rodearlo. Harry supo que si iba utilizar las puertas, tenía que hacerlo ahora mismo. El agente herido sostenía un revólver con manos que temblaban como gelatina. Sus ojos estaban muy abiertos en una expresión de asombro ante lo que había visto. El hombre no sabía si se atrevería a apretar el gatillo para matar a Harry.

Harry no le dio tiempo para que se lo pensara. Le hizo saltar el revólver de un puntapié, hizo luego un alto de una décima de segundo y dejó que las pantallas de su mente exhibieran una vez más la fantástica fórmula. Los atacantes se acercaban; una bala golpeó el mármol de la tumba y saltaron unas chispas.

Sobre el mármol de la tumba de Mobius flotaba impresa una puerta. Harry pensó que era muy conveniente, y se zambulló en ella de cabeza.

El agente germano oriental herido lo vio irse, desaparecer
dentro
de la tumba.

Los demás hombres llegaron todos juntos, las armas preparadas para disparar. Los agentes se detuvieron en seco, miraron a su alrededor con ojos fríos y experimentados. El agente herido les señaló la tumba. El hombre yacía allí, con las costillas rotas, el rostro muy pálido, y señalaba en silencio la tumba de Mobius. Estupefacto, no atinaba a decir una sola palabra.

El viento helado continuaba ululando.

Dragosani recibió las malas noticias a las cuatro y cuarenta y cinco de la tarde. Harry Keogh estaba vivo; no habían conseguido apresarlo y se había escapado. Había empleado medios desconocidos para huir, o, en todo caso, los relatos al respecto eran tan confusos que no se podía sacar nada en limpio. Pero un agente había desaparecido, otro estaba herido de gravedad y los alemanes del Este estaban furiosos y querían saber con quién, o con qué, tenían que enfrentarse. Bueno, que protestaran e hicieran preguntas. También Dragosani habría querido saber con qué tenía que enfrentarse él.

De todas formas, ahora el problema era suyo, y el tiempo se le echaba encima. Ya no había duda de que Keogh iba hacia allí, y esa misma noche. ¿Cómo? ¿Quién podía decirlo? ¿Y cuándo, exactamente? Era imposible responder a estas preguntas. Sólo una cosa era segura para Dragosani: la venida de Keogh. ¡Pero un solo hombre, lanzándose a luchar contra un pequeño ejército! Una tarea imposible, claro está, pero Dragosani sabía de la existencia de muchas cosas que los hombres vulgares consideraban imposibles…

Entretanto, el sistema de llamadas de emergencia del
château
había funcionado bien. Dragosani tenía todos los hombres que había solicitado, e incluso media docena más. Habían apostado ametralladoras en la muralla, en los cobertizos y en los blocaos fortificados construidos en los contrafuertes del
château
. Los PES «trabajaban» en los laboratorios, en el ambiente que más convenía a sus diversas habilidades y talentos, y Dragosani había instalado su cuartel general y centro de operaciones en las oficinas de Borowitz.

El
château
estaba siendo registrado de arriba abajo de acuerdo a sus órdenes, pero cuando Dragosani se enteró de que Keogh había escapado, ordenó que se suspendiera el registro. Ahora sabía cuál sería el origen del conflicto. Para entonces se habían explorado exhaustivamente las bóvedas y criptas del
château
, se habían levantado y roto suelos de madera y losas de piedra centenarias, y sus cimientos habían quedado prácticamente al descubierto. Tres docenas de hombres pueden causar grandes destrozos en tres horas, en especial si les han dicho que sus vidas quizá dependan de eso.

Pero a Dragosani lo que más lo enfurecía era pensar que todo esto se hacía por un solo hombre, por Harry Keogh, y que habían predicho que él seria la causa del caos y la destrucción. Eso significaba que Keogh poseía un inmenso poder destructivo. Pero ¿en qué consistía? Dragosani sabía que era un necroscopio, y también había visto a una muerta levantarse del lecho de un río y acudir en su ayuda. La muerta, sin embargo, era su madre y el episodio tuvo lugar en Escocia, a miles de kilómetros de distancia. Aquí no había nadie que pudiera luchar por Keogh.

Claro está que si Dragosani estaba tan inquieto, siempre podía marcharse del lugar (habían predicho que el conflicto sería en el
château
Bronnitsy, y únicamente allí), pero eso no convenía a sus intereses. No sólo quedaría como un cobarde, sino que entonces no se cumpliría la predicción de Vlady de que el vampiro que había en su interior moriría esa noche. Y Boris Dragosani deseaba por encima de todas las cosas que ese augurio se cumpliera.

En cuanto a Vlady, los hombres encargados de la llamada de emergencia habían encontrado una nota en su casa que explicaba su ausencia. Estaba dirigida a su novia, y le decía que muy pronto la mandaría buscar desde Occidente. Dragosani, con gran satisfacción, había enviado la descripción del traidor a todos los puestos por donde podía intentar salir del país. Sus órdenes eran no darle cuartel, y matarlo allí donde lo vieran, para salvaguardar la seguridad de la URSS.

De modo que Vlady podía considerarse acabado. Con todo… ¿habría corrido mejor suerte quedándose en el
château
? Dragosani se preguntaba esto, y también si Vlady habría huido aterrorizado por él, o por alguna otra cosa.

Algo que su clarividencia le había permitido ver en el próximo, muy próximo futuro.

Capítulo dieciséis

Era tal como Harry lo había sospechado: más allá de las puertas de Mobius había descubierto la Oscuridad Primaria, la oscuridad que existía antes de que comenzara el universo.

No era sólo ausencia de luz, sino ausencia de todo. Podría haber estado en el centro de un agujero negro, si no fuera porque los agujeros negros tenían una gravedad enorme, y en este lugar no la había en absoluto. En un sentido, se trataba de una esfera de existencia metafísica, pero en otro no lo era porque nada existía aquí. Era simplemente un «lugar», pero un lugar en el que Dios aún no había pronunciado sus maravillosas palabras creadoras: «¡Hágase la luz!».

No estaba en ninguna parte y estaba en todas; era a la vez central y periférico. Desde aquí se podía ir a cualquier lugar, o a ningún lugar, y para siempre. Y sería para siempre, porque en este ambiente intemporal nada cambiaba o envejecía nunca, a menos que le deseara. Harry Keogh era por consiguiente un cuerpo extraño, una partícula no deseada en el ojo del continuo de Mobius, y éste tenía que intentar rechazarlo. Harry sentía incluso ahora fuerzas inmateriales que actuaban en él, lo empujaban e intentaban desalojarlo de lo irreal para devolverlo a lo real. Pero Harry no se dejaba empujar.

Podía conjurar distintas puertas, ciertamente, millones y millones de puertas que conducían a todos los lugares y a todas las épocas, pero Harry sabía que la mayoría de esos lugares serían letales para él. No podía, como Mobius, salir en una galaxia distante, en lo más remoto del espacio. Harry no era solamente una criatura espiritual, también era material. No deseaba congelarse, abrasarse, derretirse o explotar.

El problema, entonces, era: ¿qué puerta?

La zambullida en la lápida de Mobius podía haberlo llevado a un metro o a un año luz; quizás había estado aquí un minuto o un mes cuando percibió el primer tirón de una fuerza distinta a las fuerzas de rechazo de esta dimensión hiperespaciotemporal. En realidad, ni siquiera era un tirón; se asemejaba más bien a una suave presión que parecía querer guiarlo. Harry había sentido algo parecido cuando buscaba a su madre por debajo del hielo y había llegado al remanso junto a la saliente de la orilla, donde estaba ella. Esa presión, de todas formas, no parecía de ninguna manera amenazadora.

Harry se abandonó a ella, la siguió y percibió que se hacía más intensa; él fue entonces hacia ella como el ciego hacia una voz amiga. ¿O como una polilla hacia la luz? No, porque su intuición le dijo que esa presión, fuera lo que fuese, no era mala. La fuerza, aún más vigorosa, lo condujo por este río paralelo espacio-tiempo, y Harry, con una sensación similar a la que tendría al ver una luz al final de un túnel, sintió que éste era el camino hacia adelante y comenzó a impulsarse en esa dirección mediante su deseo.

—¡Bien! —dijo una voz distante en su mente—. ¡Muy bien! Ven hacia mí, Harry Keogh, ven hacia mí…

Era una voz femenina pero había muy poco calor en ella. Fina y chirriante como el viento en la tumba de Leipzig, era, igual que el viento, antiquísima.

—¿Quién es usted? —preguntó Harry.

—Una amiga —fue la respuesta, con una voz ahora más cercana.

Harry continuó deseando llegar junto a la voz mental. Deseó… ir por
ese
camino. Y ante él apareció una puerta de Mobius. Tendió la mano, pero se detuvo.

—¿Cómo sé que es una amiga? ¿Cómo sé que puedo confiar en usted?

—En una ocasión hice la misma pregunta —dijo la voz casi en el oído de Harry—, porque yo tampoco podía saberlo. Peto confié.

Harry deseó que la puerta se abriera y entró por ella.

Con el cuerpo estirado como cuando se zambulló por la puerta, se encontró de repente suspendido a diez centímetros del suelo y cayó, abrazándose a la tierra. La voz en su cabeza rió.

—¿Lo ve? Una amiga… —dijo luego.

Harry, mareado y con náuseas, levantó unos centímetros la cabeza y miró a su alrededor. La luz y el color fueron casi como un golpe físico. Luz y tibieza. Ésa fue en realidad la primera impresión que tuvo: qué tibio era todo. La tierra era tibia bajo su cuerpo, y el sol le calentaba la nuca y el dorso de las manos. ¿Dónde estaba? ¿Se hallaba en la tierra?

Se sentó lentamente, todavía mareado. Y de forma gradual percibió la gravedad que actuaba sobre él; las cosas dejaron de girar y Harry suspiró aliviado.

Harry no había viajado mucho, pues de otra manera habría reconocido que se hallaba en un lugar mediterráneo. La tierra era de un pardo amarillento y con vetas de arena, las plantas achaparradas y el calor del sol en enero le indicó que estaban próximos al ecuador. Estaba a miles de kilómetros más cerca de él que cuando estaba en Leipzig. A la distancia se veían los picos de una cadena de montes no muy altos; más cerca había ruinas, paredes blancas medio desmoronadas y montones de escombros. Por encima de su cabeza…

Un par de aviones caza a reacción cruzaron como flechas de plata el límpido azul del cielo, dejando a su paso un reguero de humo blanco. El estruendo de los aviones, atenuado por la distancia, envolvió a Harry.

El joven, que ya se encontraba mejor, miró hacia las ruinas. ¿Estaba en el Medio Oriente? Probablemente. En algún antiguo pueblo abandonado, que poco a poco había sucumbido a los reclamos de la naturaleza. Y Harry volvió a preguntarse dónde estaría.

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