El que habla con los muertos (63 page)

Harry decidió tomar el nido de ametralladoras. Abrió la escopeta de Borowitz y deslizó los cartuchos por la doble abertura.

—Lléveme con usted —suplicó el tártaro que lo escudaba—. Yo he ayudado a saquear una ciudad, y esto no es más que un
château
.

La metralla de una mina le había volado al tártaro parte del cráneo, pero al parecer no le importaba. Aún sostenía ante sí un enorme escudo de hierro y bronce, y con él y con sus propios huesos protegía a Harry.

—No —dijo Harry—. Allí no hay mucho espacio, y tendré que entrar y hacerlo todo muy rápido. Pero le agradecería que me permitiera usar su escudo.

—Cójalo —dijo el cadáver, y soltó la pesada placa que sostenía con desconchados dedos de hueso—. Espero que le sea útil.

Una mina estalló a la derecha; durante un instante su luz volvió la nieve de color naranja, y el estruendo hizo temblar la tierra. Harry vio a la luz del estallido un arco de figuras esqueléticas que estaban cada vez más cerca del nido de ametralladoras; pero también lo vieron los hombres que ocupaban el puesto de defensa. Las balas de ametralladora rasgaban el aire, dispersando los restos de los tártaros, y pasaban peligrosamente cerca de Harry. El antiguo escudo era pesado pero estaba corroído por la herrumbre; Harry sabía que no detendría un impacto directo.

—¡Vaya ahora! —le urgió la criatura muerta y sin cabeza, mientras se ponía de pie y se preparaba para seguir su avance—. ¡Mate a algunos en mi nombre!

Harry miró el nido de ametralladoras pero entre los copos de nieve, fijó su situación en su mente, y luego se introdujo de costado por una puerta de Mobius… y de allí al interior del nido de ametralladoras.

Allí no había tiempo para reflexionar y muy poco espacio para moverse. Lo que por fuera parecía un viejo establo era en verdad un nido de placas de acero y bloques de hormigón, atiborrado de armas y brillantes cinturones de municiones. Por las mirillas y los orificios de salida de las ametralladoras se filtraba una luz grisácea; el interior de la pequeña fortaleza olía a sudor y a cordita, y señal de llamada Uno y su compañero tosían y farfullaban palabras poco menos que incomprensibles mientras disparaban febrilmente sus armas.

Harry salió en el pequeño espacio detrás de los dos hombres y dejó caer el pesado escudo al suelo mientras alzaba la escopeta para apuntarlos. Cuando oyeron el ruido del escudo al golpear contra el suelo, los dos rusos se dieron la vuelta en sus sillas giratorias de acero. Vieron a un joven de rostro pálido que les apuntaba con una escopeta, los ojos muy brillantes y los labios apretados en un gesto de determinación.

—¿Quién es usted? —preguntó atónito Uno, que parecía un extraño ser de otro planeta con su uniforme, los audífonos que llevaba puestos y sus ojos saltones.

—¿Cómo…? —empezó a decir su compañero, mientras completaba automáticamente la tarea de recargar la ametralladora.

Después señal de llamada Uno trató de desenfundar una pistola mientras su compañero, maldiciendo, trataba de ponerse de pie.

Harry no sintió compasión por los hombres. Era su vida, o la de ellos. Y allí donde se dirigían, había muchos dispuestos a darles la bienvenida… Apretó el gatillo: una vez para Uno, otra para su compañero, y los envió a los brazos de la muerte. El hedor de la sangre fresca se mezcló con el olor a cordita, a sudor y a miedo que ya impregnaba el lugar, e hizo lagrimear a Harry. Parpadeó furioso, volvió a cargar la escopeta y encontró otra puerta de Mobius.

En el siguiente nido de ametralladora sucedió lo mismo, y también en el que vino después. En total, fueron seis. Harry acabó con todos en menos de dos minutos.

En el último, cuando ya había terminado, encontró la caótica mente de uno de los defensores recién muertos y lo tranquilizó.

—Ya todo ha terminado para usted —dijo—, pero el causante de todo esto sigue vivo. Si no fuera por él, usted estaría esta noche en casa con su familia. Y yo con la mía. Ahora dígame, ¿dónde está Dragosani?

—En el despacho de Borowitz, en la torre —dijo el otro—. Ha instalado allí la sala de mando. Habrá otros hombres con él.

—Ya lo suponía —respondió Harry, mirando el rostro destrozado, irreconocible del ruso—. Gracias.

Ahora sólo le quedaba hacer una cosa, y Harry hubiera querido que alguien lo ayudara en la tarea.

Abrió las abrazaderas de acero que sujetaban la ametralladora a la base giratoria, cogió el arma y la arrojó contra el duro suelo; luego la recogió y volvió a tirarla. Después de tres o cuatro golpes contra el suelo de hormigón, la madera del mango se astilló a lo largo, y Harry pudo coger una estaca con una punta aguzada y una base plana.

Buscó en sus bolsillos y encontró un solo cartucho; apretó los dientes y cargó la escopeta con el único proyectil que le quedaba. Tendría que arreglárselas con lo que tenía. Abrió la puerta del nido de ametralladoras y salió a la intemperie. A poca distancia, y apenas velado por la nieve que caía sin cesar, el
château
resplandecía con todas sus luces encendidas y los reflectores hendían la noche con sus rayos móviles, buscando al enemigo. El ejército de Harry —o lo que quedaba de él— ya estaba junto a los muros del
château
, y se oía incesante el tableteo de las ametralladoras. Los defensores que quedaban trataban de matar a hombres ya muertos, y la tarea se les hacía cuesta arriba.

Harry miró a su alrededor y vio un grupo de recién llegados que avanzaban por la nieve, lenta pero inexorablemente, hacia el asediado
château
. Eran figuras horripilantes, espantapájaros que pasaban a su lado, con un crujir de huesos, y animados por una monstruosa energía. Pero Harry no tenía miedo a la muerte. Detuvo a dos de los combatientes, un par de cadáveres momificados un poco menos deteriorados que el resto, y le ofreció a uno de ellos la estaca de madera.

—Para Dragosani —dijo.

El otro tártaro llevaba una gran espada de hoja curva y herrumbrosa; Harry supuso que en su día la habría usado con efectos devastadores. Pues bien, ahora la usaría otra vez. El joven señaló la espada y dijo:

—También eso es para Dragosani. Para el vampiro que hay en él.

Y después abrió una puerta de Mobius y condujo a sus dos marchitos compañeros por ella.

En el
château
Bronnitsy reinaba el caos casi desde el principio. El edificio principal había sido construido hacía doscientos treinta años sobre un antiguo campo de batalla; el palacio, por otra parte, era el mausoleo de una docena de los más valientes guerreros tártaros. Y, debido al suelo de turba, los cadáveres eran verdaderas momias, y no esqueletos en los que la carne había desaparecido.

Dragosani, además, había ordenado que levantaran las grandes losas de piedra y los suelos de madera para buscar signos de sabotaje. Así pues, tras la llamada de Harry, los tártaros habían encontrado escasos obstáculos para emerger de sus tumbas centenarias y rondaban por los pasillos, los laboratorios y los invernaderos del
château
. Y dondequiera que habían encontrado PES o defensores, habían acabado con ellos sin más.

Todo lo que quedaba ahora eran los puestos de defensa construidos en los muros del
château
, y debido a su situación, los hombres que los ocupaban no tenían ningún medio de escape, no podían salir de ellos. Sólo se podían entrar a estos puestos de defensa desde el interior del
château
porque no tenían puertas exteriores. La voz de uno de estos hombres atrapado en su minúscula fortaleza informó a Dragosani de lo sucedido sin ahorrarle ninguno de los horribles detalles.

—¡Camarada, esto es una locura, una absoluta locura! —se quejaba la voz en la radio de Dragosani, bloqueando todas las otras llamadas… si es que quedaba alguien que quisiera o pudiera llamar—. ¡Son… son
zombis
, hombres muertos! ¿Y cómo matar a cadáveres? Se acercan… y mi artillero dispara, y los destroza en pedazos… y los pedazos siguen avanzando. Afuera, una pila de huesos y restos se mueve y forma un muro contra el muro del
château
. Troncos, piernas, brazos, manos… hasta los trozos más pequeños se unen a los otros. Muy pronto penetrarán por las troneras, ¿qué haremos entonces?

Dragosani dejó escapar un gruñido más animal que nunca, y sacudió su puño en dirección a la noche y la espesa nieve que caía más allá de las ventanas del palacio.

—¡Keogh! —gritó furioso—. Sé que está ahí, Keogh. Si va a venir, hágalo, y terminemos de una vez.

—¡También están dentro del
château!
—sollozó la voz en la radio—. Estamos atrapados aquí. Mi artillero se ha vuelto loco. Desvaría mientras dispara la ametralladora. He cerrado la puerta blindada, pero algo sigue golpeándola e intenta entrar. Sé qué es, lo he visto: consiguió meter una mano antes de que yo cerrara la puerta de un golpe… y ahora esa mano me agarra la pierna e intenta trepar. La aparto a golpes, pero siempre vuelve. ¿Lo ve? ¡Otra vez, otra vez! —y la voz se volvió una risa enloquecida que se desvaneció en un estallido de ruidos parásitos.

Y de pronto, y casi simultáneamente con los ruidos de la radio, Yul Galenski gritó aterrorizado en la antesala.

—¡Las escaleras! ¡Suben por las escaleras! —Su voz era aguda como la de una jovencita; Yul no había luchado nunca, él era un secretario, un administrativo. Además, ¿quién había experimentado antes una lucha como ésta?

El oficial de guardia, que hasta ese momento había permanecido de pie junto a la ventana, cogió un fusil y corrió hacia donde estaba Galenski; desde allí retrocedió hasta el rellano. En el trayecto cogió también de la mesa de Dragosani varias granadas. «Ése al menos es un hombre», pensó Dragosani.

Después se oyó el aullido de horror del oficial de guardia, sus maldiciones, el tableteo del fusil ametrallador y luego las explosiones de las granadas que arrojó escaleras abajo. Y después, tras el estruendo de los explosivos, se oyó el último mensaje de uno de los hombres en los puestos de defensa.

—¡No! ¡No! ¡Santa Madre de Dios! ¡Mi artillero se ha pegado un tiro, y ahora ellos entran por las troneras! ¡Son manos sin brazos…, cabezas sin cuerpos! Creo que tendré que seguir a mi artillero, que ahora ya se ha librado de esto. ¡Y ahora esos… esos restos… están junto a las granadas! ¡No, dejen eso!

Después se oyó el inconfundible ruido de una granada al ser armada, más gritos y ruidos caóticos y por último una gran explosión a la que siguió el silencio.

Ahora la radio no dejaba oír más que los ruidos parásitos. Y de repente, el
château
Bronnitsy pareció muy tranquilo…

Pero era una tranquilidad que no podía durar. Cuando el oficial de guardia volvía desde el rellano al despacho de Galenski, Harry Keogh y sus compañeros tártaros salieron del continuo de Mobius. Súbitamente aparecieron allí, en la antesala, como por arte de magia.

El oficial de guardia oyó el chillido de terror de Galenski, se volvió, y vio lo que había visto el secretario: un joven de expresión severa, tiznado por el humo y escoltado por dos momias amenazadoras, envueltas en jirones de cuero negro que dejaban ver sus blancos huesos. La sola visión de esos dos seres estuvo a punto de paralizarlo, pero se rehizo y decidió defender su vida.

Con los labios contraídos en una mueca de miedo y desesperación, el oficial de guardia musitó algo entre dientes y alzó su fusil… pero le dieron un empujón y lo arrojaron al rellano; su rostro se convirtió en una masa sanguinolenta cuando Harry disparó a quemarropa el último cartucho que le quedaba.

Inmediatamente después los compañeros de Harry se interesaron por Galenski, que tartamudeaba de modo rastrero en un rincón detrás de su mesa, y Harry penetró en lo que antaño fuera el despacho privado de Borowitz. Dragosani, que estaba arrojando de su mesa la extinta radio, se volvió y lo vio. Sus grandes mandíbulas se abrieron en un gesto de sorpresa; lo señaló con una mano temblorosa y emitió un sonido similar al silbido de una serpiente, mientras sus ojos rojizos parecían llamear. Y durante un instante los dos hombres permanecieron inmóviles, frente a frente.

Ambos habían sufrido cambios notables, pero las diferencias visibles en Dragosani parecían el resultado de una completa metamorfosis. Harry lo reconoció a duras penas. En cuanto a Harry, poco quedaba en él de su antigua personalidad, de su identidad anterior. El joven había heredado grandes y múltiples talentos, y ahora era más que un homo Sapiens. En verdad, ambos hombres eran ahora seres extraños, y en ese fugaz momento, mientras se miraban, los dos lo percibieron. Y luego…

Dragosani vio la escopeta en manos de Harry y ardió en odio; el nigromante no podía saber que estaba descargada y esperaba oír un disparo en cualquier momento: se lanzó entonces hacia la mesa de Borowitz y buscó una ametralladora. Harry cogió la escopeta por el cañón, se adelantó y golpeó con la culata la cabeza del nigromante mientras éste se inclinaba sobre el escritorio. Dragosani salió despedido hacia atrás, y la ametralladora cayó al suelo alfombrado. El nigromante chocó contra una pared y durante un instante se quedó allí con los brazos y las piernas extendidos, pero luego se agazapó en una posición defensiva. Y entonces vio que la escopeta de Harry estaba rota donde el cargador se unía a los cañones, y que el joven miraba con frenesí a su alrededor en busca de otra arma. Dragosani comprendió enseguida que la ventaja era suya, pues él no necesitaba armas fabricadas por los hombres para acabar con Harry Keogh.

Los gritos de Galenski en la antesala cesaron de repente. Harry retrocedió hacia la puerta, que estaba medio abierta, pero Dragosani no pensaba dejarlo marchar. Avanzó de un salto, lo cogió por el hombro, y lo retuvo sin esfuerzo.

Harry, hipnotizado por el horror de aquella cara, descubrió que le resultaba imposible desviar los ojos. Jadeó en busca de aire, y se sintió aplastado por el horrible poder de aquella criatura.

—¡Sí, jadea! —gruñó Dragosani—. ¡Jadea como un perro, Harry Keogh, y muere también como un perro! —y lanzó una carcajada como jamás había oído el joven.

El nigromante, sin soltar a su víctima, se encogió aún más sobre sí mismo y sus mandíbulas se abrieron. Los afilados dientes chorreaban una saliva espesa como légamo y algo que no era una lengua se movía dentro de aquella boca enorme. La nariz de Dragosani pareció aplastarse contra su rostro, y su forma era a cada instante más parecida a la de un murciélago. Un ojo escarlata sobresalía de forma monstruosa mientras el otro se entrecerró hasta parecer una estrecha hendidura. Harry se sintió como si mirase el interior del infierno, y no pudo apartar los ojos.

Other books

Hitler's Last Secretary by Traudl Junge
Jim Henson: The Biography by Jones, Brian Jay
The Beloved One by Danelle Harmon
The Angel of His Presence by Hill, Grace Livingston
Babylon South by Jon Cleary
Airman's Odyssey by Antoine de Saint-Exupéry
Give Me Grace by Kate McCarthy
I Caught the Sheriff by Cerise DeLand