El que habla con los muertos (62 page)

Harry pensó un instante en lo que había dicho Vlady, y luego dijo:

—Quisiera ver otra vez el hilo de mi vida.

Y otra vez estuvo en el umbral de la puerta del futuro. Miró el brillante horno azul del futuro y vio relucir el hilo de su vida como una cinta de neón que se curvaba hacia el tiempo que vendría. Pero mientras la contemplaba, el final del hilo de su vida estuvo ante sus ojos y entonces le pareció que la azul luz vital no emanaba de su cuerpo, sino que fluía hacia él. ¡El hilo era absorbido por Harry a medida que se acercaba a su propio fin! Y ahora ese fin era claramente visible, y se acercaba a él como un meteoro disparado desde el futuro.

Harry, aterrorizado por lo desconocido, se apartó de la puerta del futuro y se encontró de nuevo en la oscuridad.

—¿Voy a morir? —preguntó luego—. ¿Es eso lo que quiere decirme, lo que me está mostrando?

—Sí y no —respondió la mente de Igor Vlady, que podía viajar a través del tiempo.

Y Harry Keogh, una vez más, no consiguió entender lo que le decían.

—Estoy por pasar por una puerta de Mobius rumbo al
château
Bronnitsy —dijo Harry—, y quiero saber si voy a morir allí. La pitonisa de Endor me dijo que perdería «algo» de mí mismo. Ahora he visto el final del hilo de mi vida. —Harry tuvo un nervioso estremecimiento mental—. Me parece que ya no puedo más…

Percibió un gesto de asentimiento del otro.

—Pero si usted utilizara la puerta del tiempo futuro —dijo Vlady—, podría ir
más allá
del final de su hilo… ¡Podría ir a donde empieza de nuevo!

—¿Me está diciendo que voy a vivir otra vez? —preguntó Harry, perplejo.

—Hay un segundo hilo que también es usted, Harry. Ya está vivo, pero carece de mente.

Y Vlady explicó el significado de sus palabras: había leído el futuro de Harry de la misma manera que en una ocasión consultó el de Boris Dragosani. Harry tenía un futuro, pero Dragosani sólo pasado. Y ahora Harry tenía todas las respuestas.

—Estoy en deuda con usted —le dijo a Vlady.

—No, no me debe nada —respondió Vlady.

—Pero usted vino a mí en el momento preciso —insistió Harry, sin darse muy bien cuenta de lo que decía.

—El tiempo es relativo —respondió el otro encogiéndose de hombros y con una risita—. Lo que será, ha sido.

—Gracias, de todas formas —dijo Harry, y cruzó la puerta hacia el
château
Bronnitsy.

A las seis y treinta y un minuto de la tarde el teléfono sobresaltó a Dragosani.

Afuera estaba oscuro, y la nieve que caía hacía que la oscuridad pareciera aún más profunda. Los reflectores de la muralla y de las torres barrían el terreno entre los edificios principales y la muralla que rodeaba al
château
. Las luces habían estado encendidas toda la tarde, pero ahora sus rayos parecían opacos y grises, como si no pudieran penetrar las densas tinieblas.

A Dragosani lo irritaba que la visibilidad fuese tan pobre, pero las defensas del
château
no dependían sólo de la visión humana. Los más sofisticados artefactos de detección habían sido instalados en lugares estratégicos, e incluso había un cerco de minas activadas por la presencia humana más allá de los nidos de ametralladoras de los cobertizos.

Pero nada de esto le daba a Dragosani una verdadera sensación de seguridad; las predicciones de Igor Vlady no habían hecho caso de las medidas de protección. En todo caso, la llamada telefónica no había sido hecha desde los puestos de guardia o desde la muralla: todos los hombres que ocupaban estas posiciones estaban equipados con radios. Así pues, la llamada era externa, o venía de una de las dependencias del palacio.

Dragosani cogió el teléfono y dijo, cortante:

—¿Quién es?

—Soy Félix Krakovitch —respondió una voz temblorosa—, estoy en mi laboratorio. ¡Camarada Dragosani… hay… hay algo!

Dragosani conocía al hombre, un vidente con un talento reducido, sin punto de comparación con el de Igor Vlady, pero al que no podía ignorarse, y menos en una noche como ésta.

—¿Algo? —A Dragosani le temblaron las aletas de la nariz; el hombre había subrayado de manera extraña la palabra—. ¡Explíquese, Krakovitch! ¿Qué sucede exactamente?

—No lo sé, camarada. Es algo que viene. Algo terrible. Está aquí. ¡Ahora está aquí!

—¿Qué significa «aquí»? —rugió Dragosani—. ¿Dónde?

—En la nieve, afuera. Belov también lo siente.

—¿Belov? —Karl Belov era un telépata, y muy bueno en las distancias cortas. Borowitz lo había utilizado a menudo en las fiestas de las embajadas extranjeras, para recoger información de las mentes de los invitados—. ¿Está Belov con usted? Dígale que se ponga.

Belov era asmático. Su voz era siempre suave, y como tenía dificultades al respirar, se expresaba con frases cortas. Que ahora lo eran aún más.

—Belov está en lo cierto —dijo jadeante—. Hay una mente allí, una mente poderosa.

¡Tenía que ser Keogh!

—¿Sólo una? —Los labios de Dragosani se abrieron en una mueca que dejó al descubierto las blancas dagas de los dientes. Sus ojos rojizos parecieron iluminarse desde adentro. No sabía decir cómo había logrado Keogh llegar hasta el
château
, pero si estaba solo era hombre muerto. ¡Y al diablo con las predicciones del traidor de Vlady!

Al otro lado de la línea, Belov respiraba con dificultad y se esforzaba por recuperar el habla.

—¿Y bien? —se impacientó Dragosani.

—No… no estoy seguro —respondió Belov—. Pensé que sólo era una, pero ahora…

—¿Ahora qué? —gritó Dragosani—. ¡Maldita sea! ¿Estoy rodeado de idiotas? ¿Qué sucede, Belov? ¿Qué pasa allí?

—Él… está llamando —jadeó Belov en el teléfono—. Es… es una especie de telépata, y está llamando.

—¿A quién? ¿A usted?

—No; no es a mí. Está llamando a… a otros. ¡Dios mío, comienzan a responderle!

—¿Quién le responde? —gritó Dragosani—. ¿Qué le sucede, Belov? ¿Hay traidores en el
château?

Se oyó un ruido al otro lado de la línea —un gemido suave y un golpe— y luego habló Krakovitch.

—Camarada, Belov se ha desmayado.

Dragosani no podía creer lo que oía.

—¿Qué? ¿Qué diablos…?

Las luces comenzaban a parpadear en el panel que señalaba las llamadas de radio, y que Dragosani había traído a su despacho desde la celda de control del oficial de guardia. Varios hombres, equipados con auriculares, intentaban comunicarse con él desde sus puestos de defensa. En la habitación vecina Yul Galenski, el secretario de Borowitz, estaba sentado detrás de su mesa y se retorcía nervioso escuchando los gritos furiosos de Dragosani. Y ahora el nigromante lo llamaba a él.

—Galenski, ¿está sordo? ¡Venga, que necesito ayuda!

En ese momento llegó el oficial de guardia. Traía varias ametralladoras Kalashnikov. Cuando vio que Galenski se ponía de pie, le dijo:

—Siéntese. Iré yo.

Sin detenerse a llamar a la puerta entró en la habitación vecina, y se detuvo en seco, atónito, cuando vio a Dragosani agazapado junto al panel de luces parpadeantes. El nigromante se había quitado las gafas oscuras. Gruñía sordamente mirando la radio, y se parecía más a una bestia medio enloquecida que a un hombre.

El oficial de guardia, que todavía miraba atónito el rostro del nigromante y sus horribles ojos, dejó caer las armas en una silla. Dragosani le dijo en ese instante:

—¡Deje de mirarme con esa cara! —El nigromante alargó una de sus grandes manos, cogió al oficial de guardia del hombro y lo arrastró hacia la radio—. ¿Sabe manejar este maldito aparato?

—Sí, Dragosani —dijo tragando saliva el oficial de guardia—. Quieren comunicarse con usted.

—¡Eso ya lo sé, idiota! —respondió Dragosani—. Hable con ellos. Averigüe qué quieren.

El oficial de guardia se sentó frente a la radio. Cogió el auricular, apretó algunos botones y dijo:

—Aquí Cero. Contesten todas las señales de llamada. Corto.

Las respuestas llegaron de inmediato, y en sucesión numérica.

—Aquí señal Uno. Recepción correcta. Paso.

—Dos. Recepción correcta. Paso.

—Tres. Recepción correcta. Paso. —Y así hasta la señal de llamada número quince.

Las voces se oían a la distancia, y había algunos ruidos parásitos, pero aparte de eso los hombres parecían excesivamente tensos, las voces tenían un matiz de pánico apenas controlado.

—Cero a señal de llamada Uno. Envíe su mensaje —dijo el oficial de guardia.

—Uno: ¡Hay cosas en la nieve! —llegó de inmediato el mensaje, la voz de Uno llena de contenida emoción—. ¡Están rodeando mi puesto! Solicito permiso para abrir fuego. Paso.

—Cero a Uno: ¡Espere! —replicó el oficial de guardia, y miró a Dragosani.

El nigromante tenía los ojos rojizos muy abiertos, como coágulos de sangre en su rostro inhumano.

—¡No! —rugió—. Primero quiero saber a qué nos enfrentamos. Dígale que no abra fuego y me haga un comentario en directo de lo que suceda.

El oficial de guardia, muy pálido, asintió. Transmitió luego la orden de Dragosani y para sus adentros se alegró de no estar en un nido de ametralladoras en la nieve. Aunque quizás eso no era peor que estar encerrado con el demente de Dragosani.

—¡Cero, aquí Uno! —La voz de Uno sonaba ahora al borde de la histeria—. ¡Salen de la nieve, y se acercan formando un semicírculo! ¡Dentro de un instante estarán en la zona minada! Pero se mueven muy, muy lentamente. ¡Ya está! ¡Uno de ellos ha pisado una mina! Lo ha destrozado, pero los demás siguen acercándose. Son muy delgados, están vestidos con harapos, y no hacen ningún ruido. Algunos… algunos llevan espadas.

—Cero a Uno: Usted se refiere a ellos como si fueran algo raro. ¿No son hombres, acaso?

—¿Hombres? No sé si son hombres —respondió Uno con una voz completamente histérica—. Tal vez lo sean… o lo hayan sido antes. ¡Creo que me estoy volviendo loco! ¡Esto es increíble! —El hombre hizo un esfuerzo por dominarse—. Cero… estoy solo y son muchísimos. Pido permiso para abrir fuego. ¡Se lo ruego! Debo protegerme…

Mientras Dragosani miraba el mapa mural para localizar la posición de Uno, una espuma blanca comenzó a aparecer en las comisuras de su boca. El hombre estaba en un nido de ametralladoras situado directamente debajo de la torre de mando, pero a unos cincuenta metros del
château
. Dragosani podía ver, entre los remolinos de nieve, las oscuras siluetas de los cobertizos, pero aún no había señales de los desconocidos invasores. Miró otra vez por la ventana de cristales blindados, y precisamente en ese instante una llamarada naranja iluminó brevemente los cobertizos y se oyó la sorda explosión de otra mina.

El oficial de guardia miró a Dragosani, y esperó sus órdenes.

—Dígale que describa a esas… a esas criaturas —dijo Dragosani, con voz áspera.

Pero antes de que el oficial de guardia pudiera obedecer, hubo otra llamada en la radio.

—¡Cero, habla Once! Esos bastardos están en todas partes. ¡Si no abrimos fuego ahora nos aplastarán! ¿Quiere saber qué son? Se lo diré: ¡son muertos!

De modo que era eso. Dragosani se lo había temido. Keogh estaba allí, y convocaba a los muertos. Pero ¿a qué muertos?

—Dígales que disparen. —Dragosani emitió las palabras salpicando espuma a su alrededor—. ¡Que maten a esos bastardos, sean lo que sean!

El oficial de guardia transmitió las órdenes, pero ya se oían sordas explosiones en todas partes, acompañadas por el tableteo de las ametralladoras. Los defensores habían decidido actuar por iniciativa propia, y empezaron a disparar, casi a quemarropa, contra un ejército de
zombis
que avanzaban inexorablemente en medio de la nieve.

Gregor Borowitz no había mentido. Conocía muy bien la historia de las artes de la guerra, sobre todo de su tierra natal. En 1579 Moscú fue saqueada por los tártaros de Crimea. Hubo discusiones sobre el reparto del botín; un heredero de los Khan desafió la autoridad de sus superiores; él y su grupo de trescientos jinetes fueron despojados de su parte en el botín y de casi todas sus armas, y expulsados de la ciudad. Deshonrados, se dirigieron hacia el sur, buscándose el sustento como podían. Llovía torrencialmente y quedaron encerrados sin poder salir en un pantanoso triángulo de bosque donde los ríos se habían desbordado. Un regimiento de quinientos guerreros rusos que venían a socorrer a la asediada ciudad los encontró en medio de la lluvia y exterminó hasta el último tártaro. Sus cadáveres se hundieron en el cieno, y nunca volvieron a ser vistos… hasta el día de hoy.

Harry no tuvo que esforzarse por convencerlos; parecían estar esperándolo, preparados para levantarse de la dura tierra en la que habían yacido durante cuatro siglos. Hueso a hueso, harapo a harapo, habían salido de la tumba, algunos con las herrumbradas armas del pasado, y a las órdenes de Harry habían avanzado sobre el
château
Bronnitsy.

Harry había salido del continuo de Mobius dentro de la muralla que encerraba los terrenos del
château;
los defensores de la muralla, que miraban hacia afuera, no lo habían visto, y tampoco habían visto a su ejército de muertos. Además, las ametralladoras de los puestos de guardia de la muralla apuntaban en la dirección equivocada, y todo esto, combinado con la noche y la nieve, le daba a Harry una excelente cobertura.

Pero había también cables trampa, y otros mecanismos de detección, y faltaba cruzar el campo de minas y luego el círculo interior de nidos de ametralladora.

Para Harry estos obstáculos no representaban un problema; ni siquiera eran obstáculos, puesto que podía salir de este universo y volver un minuto más tarde dentro de la habitación del
château
que más le conviniera. Pero antes quería ver cómo se las arreglaba su ejército: quería que los defensores del
château
estuvieran completamente ocupados en defender sus propias vidas, y no la de Boris Dragosani.

De momento, estaba acostado boca abajo en una suave hondonada, escondido detrás de una criatura de huesos y cuero, sin cabeza, que hacía un momento había marchado delante de él hacia el nido de ametralladoras del cobertizo donde señal de llamada Uno y su compañero disparaban ráfagas de ametralladora contra el muro de muertos que lentamente avanzaba hacia ellos. Una gran parte del ejército de Harry —aproximadamente la mitad de los trescientos que lo componían— había salido de la tierra en este sector, y las minas estaban causando una gran cantidad de bajas. Y ahora las ametralladoras asestaban al ejército de Harry golpes terribles.

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