El que habla con los muertos (54 page)

—¡Sí, maldito seas!

Bien. Primero, aquí en la tierra hay cadenas. Las utilizaron para atarme, pero ahora han desaparecido los tejidos que ellas sujetaban. Debes saber, Dragosani, que hay compuestos químicos que los wamphyri no toleramos. Plata y hierro en la proporción correcta nos paralizan. Aunque gran parte del hierro ha desaparecido a causa de la herrumbre, su esencia permanece en el suelo. Y también hay plata. En primer lugar, debes cavar y quitarme las cadenas de plata
.

—¡Pero no tengo herramientas!

Tienes tus manos
.

—¿Quieres que cave con mis manos? ¿Ya qué profundidad?

A ninguna, sólo en la superficie. A lo largo de los siglos he conseguido llevar esas cadenas a la superficie, con la esperanza de que alguien las encontraría y se las llevaría, tentado por su valor. ¿La plata es todavía un metal precioso, Dragosani?

—Más que nunca.

Entonces, cógelas con mi bendición. Vamos, cava
.

—Pero… —Dragosani no quería que el otro pensara que intentaba evadirse del asunto, pero aún había que arreglar ciertas cosas—, ¿cuánto tiempo me llevará? Todo el proceso, quiero decir. ¿Y qué más tendré que hacer?

Empezamos esta noche
—dijo el vampiro—
y terminaremos mañana
.

—¿Y no podré desenterrarte hasta mañana? —preguntó Dragosani, intentando que su alivio no fuera evidente.

No, no podrás hasta mañana. Estoy demasiado débil, Dragosani. Pero observo que me has traído un regalo. Eso está muy bien. Restaurará un tanto mis fuerzas… y después de que me quites las cadenas

—Muy bien —dijo el nigromante—. ¿Por dónde empiezo a cavar?

Acércate, hijo mío. Ven al centro mismo del lugar. ¡Aquí, aquí! Ahora ya puedes cavar

A Dragosani se le puso la piel de gallina cuando se arrodilló y comenzó a remover la tierra y el martillo con los dedos. Un sudor helado le mojó la frente, aunque no a causa del esfuerzo, sino porque recordó la última vez que había estado en el claro, y lo que había sucedido entonces. El vampiro percibió su recelo y su risa sombría resonó en la mente de Dragosani.

¿De modo que me temes, Dragosani? ¿Después de todas tus jactancias y bravatas? ¡No es posible! ¡Qué un hombre de sangre joven y valiente, como tú, le tema al viejo Thibor Ferenczy, que no es más que una pobre criatura no-muerta y enterrada! ¡Qué vergüenza, hijo mío!

Dragosani había removido casi toda la tierra de la superficie y la había amontonado a un costado, y ahora estaba excavando a una profundidad de quince o dieciséis centímetros. Ya había llegado a la tierra más dura de la tumba propiamente dicha. Pero cuando metió otra vez los dedos en aquel suelo extrañamente fértil, tocó algo duro, algo que tintineó sordamente. Redobló sus esfuerzos y descubrió los primeros eslabones de plata maciza… y muy grandes. Los eslabones tenían por lo menos cinco centímetros de largo y estaban forjados con barras de plata de al menos dos centímetros y medio de espesor.

—¿Cuánto… cuánto más hay de esto? —preguntó atónito.


Lo bastante como para mantenerme enterrado hasta el día de hoy, Dragosani
—fue la respuesta.

Las palabras del vampiro, a pesar de ser simples y espontáneas, contenían de todas formas un matiz de amenaza que le ponía a Dragosani los pelos de punta. La voz mental de Thibor había borboteado como cola hirviente, colmada con toda la maldad de la tumba. Dragosani era un nigromante —y se consideraba a sí mismo un monstruo—, pero comparado con el viejo demonio enterrado se sentía inocente como un crío.

Cogió una gran cuerda de eslabones de plata, se puso de pie y con una fuerza que le asombró incluso a él, arrancó las cadenas de la tierra. Salieron destrozando el suelo, que se abrió en pequeñas erupciones de terrones y polvo y estremecieron incluso las raíces de los árboles que habían crecido en aquellos largos siglos hasta ocultar el lugar y esconder su secreto. Dragosani hizo tres viajes arrastrando las cadenas fuera del círculo de raíces, losas rotas y tierra removida. Calculó que allí había al menos doscientos cincuenta o trescientos kilos de plata. En el mundo occidental sería un hombre rico, pero en Moscú…, en Moscú serían diez años en las minas de sal de Siberia. En la URSS no había tesoros encontrados, sólo robados.

Por otra parte, ¿de qué le serviría un tesoro? De nada, no era más que el medio para conseguir un fin. El no podría gozar del fruto de sus esfuerzos como otros hombres, pero un día, muy pronto, disfrutaría cuando otros hombres se arrastraran a sus pies, y los gobernantes de todo el mundo vinieran a rendirle pleitesía en la corte del Gran Hiperestado de Valaquia. En eso pensaba Dragosani cuando arrastraba la última de las cadenas, la dejaba con las otras, y contemplaba, jadeante, la tierra hendida y revuelta del lugar secreto.

Y lanzó un bufido mofándose de sí mismo cuando recordó la época en que no hubiera podido ver nada en la oscuridad del lugar, incluso con sus ojos de gato. ¡Pero ahora le parecía tan claro como el mediodía! Ésa era otra prueba de que había un vampiro dentro de él, viviendo a costa de su cuerpo del mismo modo que más adelante intentaría aprovecharse de su mente. Y en cuanto a la promesa de Thibor de abortar la criatura, Dragosani sabía que no valía un puñado de polvo de la tumba. Bueno, si debía vivir con aquella sanguijuela, lo haría, pero él sería el amo y no la bestia que llevaba dentro. Ya encontraría la manera de dominarla.

Y estos pensamientos los guardó para sí.

Por fin había terminado y las cadenas de plata formaban un gran círculo alrededor de la superficie excavada.

—Ya está —le dijo a la criatura enterrada—. He terminado; ya no hay nada que te retenga ahí abajo, Thibor Ferenczy.

Lo has hecho muy bien, Dragosani, y estoy satisfecho. Pero ahora debo alimentarme y descansar. No es cosa fácil regresar de la tumba. Dame tu ofrenda, por favor, y confió en que me dejarás disfrutarla a solas. Necesitaré otra igual mañana por la noche, para poder ponerme de pie junto a ti bajo las estrellas. Entonces, y sólo entonces, serás libre

Dragosani le dio una patada a la oveja, que comenzó de inmediato a moverse. Él la atrapó entre sus piernas en el instante en que el animal se ponía en pie, y le echó la cabeza para atrás. La navaja que Dragosani empuñaba abrió limpiamente el cuello de la bestezuela, y una fracción de segundo más tarde un chorro de sangre penetró en el oscuro e impío suelo. Dragosani cogió luego al animal, tal como se cogen los gatos, por la piel del cuello y el lomo, y lo arrojó al centro del círculo. Cayó con un ruido sordo, volvió a ponerse de pie, y en ese instante pareció darse cuenta por primera vez de que estaba herida, de que eso era el final. La oveja ensangrentada cayó de costado; pataleaba espasmódicamente mientras el último soplo de vida la abandonaba.

Dragosani retrocedió, y cuando ya se había alejado unos pasos oyó en su mente el profundo suspiro de placer del vampiro, de ansia monstruosa.

¡Ahhh! No puedo decir que sea un plato digno de un
gourmet,
Dragosani, pero sin duda es nutritivo. Te demostraré mi agradecimiento, hijo, pero eso puede esperar hasta mañana. Vete ahora, porque estoy cansado y hambriento, y la soledad es una droga cuya adicción aún no he logrado vencer

Dragosani no necesitaba que se lo pidiera dos veces. Se alejó de la tumba abierta, de la forma agazapada y retorcida en el centro del círculo. Pero cuando se retiraba sus ojos estaban atentos al menor signo de la nueva libertad del vampiro, de su recobrada movilidad. Sí, ahora Thibor Ferenczy podía moverse; el nigromante lo sentía bajo sus pies, podía percibirlo estirándose; casi podía oír el chasquido de los músculos correosos y el crujido de los viejos huesos mientras se empapaban en sangre y perdían algo de su fragilidad.

Luego…

El cadáver de la oveja comenzó a hundirse, a desmoronarse sobre sí mismo. Era como si una especie de succión sísmica absorbiera al animal, como si la tierra fuera una boca que chupara. Algo se movió debajo de la bestia muerta, pero Dragosani no alcanzó a ver qué era. Retrocedió, retrocedió hasta dar con un árbol, y entonces lo rodeó, puso el grueso tronco entre su persona y lo que sucedía. Pero no podía quitar los ojos del cadáver de la oveja.

El animal era grande y con la lana larga y espesa, pero mientras Dragosani lo miraba su volumen parecía disminuir. El nigromante intentó comunicarse con la criatura enterrada, pero se encontró con un ansia tan bestial que enseguida retiró su mente. Y la oveja se encogía, se replegaba sobre sí misma, menguaba cada vez más.

Y mientras el animal era devorado, el frío suelo que lo rodeaba comenzó a humear, se alzó una niebla maloliente, que se volvió más y más densa y tendió un tupido velo sobre el resto de lo que acontecía. Era como si la tierra sudara, o como si algo que estaba allí abajo, y que no había respirado en mucho, muchísimo tiempo, lo hiciera por fin.

Ya era suficiente. Dragosani se volvió y se dirigió deprisa a reunirse con Max Batu. Se puso un dedo en los labios para indicarle que no hablara, y le hizo señas para que lo siguiera. Descendieron rápidamente por la huella del cortafuegos y regresaron al coche.

A hora más temprana ese mismo día, y a más de mil kilómetros de allí, Harry Keogh, de pie junto a la tumba de August Ferdinand Mobius (nacido en 1790, muerto el 26 de septiembre de 1868), decidió que ese día había sido muy malo para las ciencias matemáticas, un día realmente malo. O, más específicamente, un mal día para la topología y la astronomía. El día en cuestión era el de la muerte de Mobius, claro está.

Más temprano hubo otros visitantes, unos estudiantes de Alemania Oriental, de pelo largo y pobremente vestidos, pero respetuosos. Y estaba bien que lo fueran, pensó Harry. Él también sentía respeto, reverencia incluso, ante semejante hombre. De todas formas Harry, que no quería parecer demasiado raro, esperó hasta encontrarse solo. Además, tenía que pensar cuál era la mejor manera de dirigirse a Mobius. El que yacía allí no era una persona como todas, sino un pensador que había iluminado nuevos caminos para la ciencia.

Harry había decidido abordarlo sin rodeos; se sentó y dejó que sus pensamientos se pusieran en contacto con los del muerto. La calma descendió sobre Harry, y en sus ojos apareció una extraña mirada vidriosa. A pesar del frío, una fina capa de sudor brillaba sobre su frente. Y poco a poco fue tomando conciencia de que Mobius —o lo que quedaba de él— estaba allí. ¡Y activo!

Fórmulas, tablas de figuras, distancias astronómicas y no euclidianas, configuraciones de Riemann golpearon contra la conciencia de Harry como latidos de enormes ordenadores vivientes. Pero… ¿todo eso en una sola mente? ¿Una mente que trataba todos esos pensamientos de manera prácticamente simultánea? Y entonces Harry comprendió que Mobius estaba trabajando en un tema determinado, pasando una tras otras las páginas de la memoria y el conocimiento mientras intentaba relacionar los elementos de un rompecabezas demasiado complejo para la comprensión de Harry… o para la de cualquier otro ser humano vivo. Todo eso estaba muy bien, pero podía continuar durante muchos días. Y Harry no tenía tanto tiempo.

—¿Señor? ¿Puedo interrumpirlo? Me llamo Harry Keogh, y he venido desde muy lejos para verlo.

El fantasmal flujo de figuras y de fórmulas cesó de repente, como si hubieran desconectado un ordenador.

—¿Eh? ¿Cómo? ¿Quién?

—Harry Keogh, señor. Soy inglés.

Hubo una breve pausa antes de que el otro contestara.

—¿Inglés? ¡Por mí, como si fuera árabe! Le diré lo que es usted: una molestia. ¿Y qué significa esto? ¡No estoy acostumbrado a esta clase de cosas!

—Soy un necroscopio. —Harry intentó explicarlo lo mejor posible—. Puedo hablar con los muertos.

—¿Con los muertos? Sí, yo he pensado en los muertos, y hace tiempo he llegado a la conclusión de que yo era uno de ellos. Usted, obviamente, puede hablar conmigo. Bueno, eso nos sucede a todos. Quiero decir la muerte. E incluso tiene sus ventajas. La intimidad, por un lado… o al menos así lo pensaba hasta hoy. ¿Un necroscopio, dice? ¿Una nueva ciencia?

Harry sonrió.

—Bueno, supongo que podría decirse que sí. Sólo que, al parecer, soy yo el único que la practica. Los espiritistas no hacen exactamente lo mismo.

—¡Ya lo creo que no! Una pandilla de impostores. Bien, ¿en qué puedo servirle, Harry Keogh? Supongo que tiene una razón para molestarme. Y espero que sea buena.

—La mejor del mundo —respondió Harry—. Estoy en persecución de un malhechor, de un asesino. Sé quién es, pero no sé cómo llevarlo ante la justicia. Todo lo que tengo es una pista que me señala lo que tal vez debería hacer, y aquí es donde entra usted en escena.

—¿De modo que persigue a un asesino? ¿Desperdicia un talento como el suyo en eso? Muchacho, usted debería estar hablando con Euclides, con Aristóteles o con Pitágoras. No, al último déjelo fuera, no conseguiría sacarle nada, con su maldita hermandad pitagórica secreta. Me asombra que nos haya transmitido su teorema. De todas formas, ¿cuál es la pista esa que mencionó?

Harry le mostró una proyección mental de la banda de Mobius.

—Es esto —le explicó—, es lo que une el futuro de mi presa y el mío.

Mobius pareció interesado.

—¿Topología en una dimensión temporal? Eso nos plantea una serie de cuestiones interesantes. ¿Está hablando de sus futuros probables o de los reales? ¿Ha hablado con Gauss? Él es el especialista en probabilidad. También en topología, claro está. Gauss era un maestro cuando yo todavía era un estudiante. ¡Claro que un estudiante brillante!

—Real —dijo Harry—. Nuestros futuros reales.

—Pero eso significa, en primer lugar, presuponer que usted conoce algo de su futuro. ¿La precognición es otro de sus talentos, Harry? —preguntó con ironía Mobius.

—No, pero tengo amigos que de vez en cuando entrevén el futuro con tanta certeza como yo…

—¡Bobadas! —lo interrumpió Mobius—. Son todos unos zólneristas.

—… hablo con los muertos —terminó Harry.

Su interlocutor permaneció un instante en silencio. Luego:

—Es probable que sea un insensatez… pero le creo. Al menos creo que usted cree sinceramente en todo esto, y pienso que lo han engañado. Pero no sé cómo mi confianza en usted puede ayudarlo en su búsqueda.

—Tampoco lo sé yo —respondió desalentado Harry—. Salvo que… ¿Y la banda de Mobius? Quiero decir, es el único indicio que tengo. ¿No puede al menos explicármela? Después de todo, usted es su inventor, ¿y quién podría saber más acerca de ella?

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