El que habla con los muertos (37 page)

¡Dragosaaaniiii! ¡Cobarde! Has huido de mí, de una vieja criatura atrapada en la tierra
.

—No soy un cobarde. Y no huyo, sino que me voy adonde no puedas alcanzarme. Y si de todos modos consigues hacerlo, la próxima vez me daré cuenta. Ya ves, Thibor, tú me necesitas más que yo a ti. Ahora, vuelve a tu tumba, y medita. Puede que algún día vuelva, o puede que no. Pero si vuelvo, tendrás que aceptar mis condiciones.

Dragosani
(el susurro era tenue, pero apremiante),
yo

—Adiós, Thibor.

Y el susurro mental de Thibor Ferenczy quedó atrás, devorado por kilómetros y kilómetros de distancia, y poco después Dragosani se sintió lo bastante seguro como para hacer una parada y dormir.

Y soñar sus propios sueños.

Capítulo diez

Primavera de 1976

Viktor Shukshin estaba al borde de la bancarrota. Había derrochado la herencia de Mary Keogh-Snaith en diversos negocios fracasados; las contribuciones municipales que debía pagar por la gran casa cerca de Bonnyrigg eran altas, y el dinero que ganaba con sus clases particulares no le alcanzaba para vivir. Podría haber vendido la casa, pero estaba en tal estado de abandono que no hubiera obtenido mucho por ella. Además, la casa le permitía vivir retirado del mundo, algo que le era necesario. Si alquilara algunas de las habitaciones, se resentiría su intimidad. Por otra parte, no tenía el dinero necesario para poner las habitaciones en condiciones de ser alquiladas.

Poseía otras habilidades, además de su talento lingüístico, y en los últimos meses había hecho varios viajes a Londres para verificar y ampliar cierta información que había adquirido en los años que llevaba en las Islas Británicas, información que valdría una buena cantidad de dinero para ciertos partidos extranjeros muy interesados.

En resumen: Viktor Shukshin era un espía; al menos, esto era lo que había pretendido Gregor Borowitz cuando lo hizo salir de la URSS en 1957. En aquella época se produjo un endurecimiento de las relaciones Este-Oeste, y también de la política de Rusia con respecto a sus disidentes. Así pues, Shukshin no tuvo dificultades para entrar en Gran Bretaña «camuflado» de refugiado político.

Posteriormente, tras conocer a Mary Keogh y casarse con ella, Shukshin se encontró en tan buena posición económica que no cumplió las promesas hechas a su jefe soviético, y obtuvo la ciudadanía británica. Pero no había olvidado la razón de su venida a Gran Bretaña, y con vistas a asegurar su futuro, se preocupó por copiar información que a la larga pudiera ser útil a su madre patria. No hacía mucho tiempo, sin embargo, que había comenzado a darse cuenta de que estaba en una excelente posición. Si los soviéticos no le pagaban el precio que él solicitaba por la información, podía amenazarlos con contar a los británicos todo lo que sabía sobre cierta organización rusa.

Ésta era la razón por la que Shukshin había escrito, en esa brillante mañana de mayo, una carta en código a un corresponsal en Berlín —que no había tenido noticias de él en quince años, y ya no esperaba tenerlas—, quien a su vez enviaría la carta a Gregor Borowitz en Moscú. La carta ya estaba en el correo, y Shukshin acababa de regresar en su desvencijado Ford de la oficina de correos de Bonnyrigg.

Pero cuando cruzaba el puente de piedra que daba al camino de entrada Shukshin se sintió poseído por una extraña agitación que enseguida reconoció como producida por una antigua y peculiar energía que hizo correr un escalofrío por su espalda y erizó sus cabellos como la electricidad estática. Un joven delgado, de abrigo y bufanda, estaba de pie en el puente, apoyado sobre el parapeto, contemplando el lento paso del agua. El joven alzó la cabeza cuando pasó el coche de Shukshin, y sus ojos parecieron horadar la carrocería del coche y tocaron a Shukshin con su fría mirada. El ruso supo de inmediato que el forastero estaba dotado con poderes de percepción que excedían los de un hombre normal. Lo supo con absoluta certeza, porque también él poseía facultades extraordinarias. Shukshin era un «observador»; su talento consistía en el inmediato reconocimiento de las personas dotadas con poderes de percepción extrasensorial.

Por lo que se refiere a la identidad del joven, y el significado de su presencia allí en ese instante, había varias posibilidades. Podía tratarse de una coincidencia, de un encuentro accidental; no sería la primera ni la última vez que Shukshin tropezaba con una persona de estas características. Pero la percepción extrasensorial abarcaba una amplia gama de colores e intensidades, y ésta era muy intensa y color escarlata: una nube roja en la mente de Shukshin. La presencia del joven también podía ser intencionada: puede que lo hubieran enviado. La organización británica también debía de contar con «observadores», y tal vez habían descubierto a Shukshin, y lo vigilaban. Esta idea, teniendo en cuenta sus recientes viajes a Londres y lo que había descubierto acerca de la organización británica de espionaje mediante percepción extrasensorial, no era nada descabellada, y de repente sintió pánico. Pánico, y algo más, algo que debía dominar. Algo que hizo que sus ojos brillaran cuando pensó en lo fácil que habría sido maniobrar con el coche y aplastar al desconocido contra el parapeto. La emoción que sentía era odio, el mismo odio profundo y abismal que siempre había sentido hacia todos aquellos dotados de poderes paranormales.

Poco a poco la ira que sentía se fue desvaneciendo y Shukshin se miró las manos. Se había aferrado con tal fuerza a los bordes de la mesa que las puntas de los dedos estaban pálidas. Soltó la mesa y se reclinó en el asiento, respirando profundamente. Siempre sucedía lo mismo, pero había aprendido a controlar casi por entero sus emociones. Casi. ¡Si tan sólo no hubiera enviado la carta a Borowitz! Quizás había cometido una grave equivocación. Tal vez debería haber ofrecido sus servicios a los británicos. Puede que aún estuviera a tiempo de hacerlo, si actuaba sin demora. Antes de que pudieran investigarlo en profundidad…

Éstos eran su estado de ánimo y sus pensamientos cuando llamaron a la puerta. Como se sentía culpable, sufrió un fuerte sobresalto.

El estudio de Shukshin estaba en la parte de atrás de la planta baja, y tenía grandes ventanas que daban a un pequeño patio. Se puso de pie y se dirigió, por salones y pasillos, hacia el frente de la casa. Cuando estaba a mitad de camino, otro timbrazo sacudió sus tensos nervios.

—¡Ya voy! ¡Ya voy! —gritó.

Pero aminoró el paso e hizo un alto en el interior del pórtico acristalado. Distinguió a través de los opacos cristales una figura que reconoció de inmediato: era el joven del puente.

Shukshin supo que era él por dos vías: una era la de la simple observación, y podía ser errónea. La otra era más segura, tanto como una impresión digital: sintió otra vez la conmoción provocada por un peculiar campo energético y el calor del odio instintivo que sentía por los hombres dotados de percepción extrasensorial. Una oleada de emoción y de pánico despertó otra vez en él, e hizo un esfuerzo para dominarse antes de abrir la puerta. Bien, se había preguntado quién era el extranjero, ¿no es verdad? Pues ahora parecía que la incógnita se despejaría en muy poco tiempo. De una manera o de otra descubriría qué era lo que pasaba.

Shukshin abrió la puerta…

—¿Cómo está usted? —dijo Harry Keogh con una sonrisa, y le tendió la mano—. Usted debe de ser Viktor Shukshin, y me han dicho que es profesor de alemán y de ruso.

Shukshin no cogió la mano de Keogh y se quedó mirándolo fijo. Harry le devolvió la mirada. Aún sonreía, pero se le puso la piel de gallina; sabía que el hombre que tenía delante era el asesino de su madre. Apartó ese pensamiento; por el momento sólo quería mirar al extranjero al que pretendía destruir, y aprender todo lo que pudiera acerca de él.

El ruso tenía alrededor de cuarenta y cinco años, pero parecía por lo menos diez años más viejo. Tenía barriga y abundantes canas en su cabello oscuro; las patillas se le prolongaban en una barba puntiaguda que enmarcaba una boca de labios carnosos; tenía los ojos enrojecidos y muy hundidos. Su rostro era pálido y surcado por las arrugas. No parecía gozar de buena salud, pero Keogh sospechaba que era peligrosamente fuerte. Además, sus manos eran muy grandes y su espalda ancha, a pesar de que estaba levemente encorvado. Erguido, debía de tener un poco más de un metro ochenta de estatura. En conjunto, la suya era una figura imponente, si bien grotesca. Y —como recordó una vez más Keogh— era un asesino cuya sangre era fría como el hielo.

—Usted enseña idiomas, ¿no es verdad?

Algo parecido a una sonrisa apareció en el rostro de Shukshin y un tic nervioso hizo estremecer uno de los ángulos de su boca.

—En efecto —respondió; su voz era suave y profunda, y retenía un leve acento extranjero—. Supongo que alguien le ha dado mi nombre. ¿Quién me ha recomendado?

—No, no ha sido precisamente así —respondió Keogh—. He visto su anuncio en los periódicos. Nadie me ha enviado.

—¡Ah! —Shukshin era prudente—. ¿Y quiere que yo le dé clases? Perdone si me muestro algo lento, pero en la actualidad nadie parece muy interesado en estudiar idiomas. Yo sólo tengo uno o dos alumnos fijos. Claro que tampoco tengo tiempo para tomar a nadie más. Además, cobro bastante. Pero ¿no aprendió lo suficiente en la escuela?

—Escuela, no. Instituto —lo corrigió Keogh—. Es la historia de siempre. Cuando me lo enseñaban gratis, no tenía tiempo, y ahora debo pagar para aprender. Me propongo viajar mucho ¿sabe?, y pensé que…

—¿Y quiere mejorar su alemán?

—Y mi ruso.

En la mente de Shukshin sonó una alarma. Todo era falso, y él lo sabía. Además, había algo más en ese joven, aparte de su talento paranormal. Shukshin tuvo la extraña sensación de que lo conocía.

—Usted es un caso único —dijo por fin—. En la actualidad no hay muchos ingleses que quieran ir a Rusia, y menos que deseen aprender la lengua de ese país. ¿Irá por negocios o…?

—Sólo por placer —lo interrumpió Keogh—. ¿Puedo pasar?

Shukshin no quería que entrara a la casa y habría preferido cerrarle la puerta en las narices. Pero tenía que averiguar quién era y qué quería el joven en realidad, de modo que se hizo a un lado y Keogh entró. La puerta, que se cerró a sus espaldas, le pareció la tapa de un féretro. Casi podía percibir la hostilidad del ruso, su odio. Pero ¿por qué lo odiaba Shukshin, si ni siquiera lo conocía?

—No recuerdo si me ha dicho su nombre —dijo el ruso, mientras se dirigían a su estudio.

Keogh estaba preparado para esto. Esperó un instante, y siguió al otro en silencio hasta que llegaron al estudio, una habitación donde la luz entraba a raudales por las grandes ventanas. Y entonces dijo:

—Mi nombre es Harry, Harry Keogh…, padrastro.

Shukshin, que estaba a punto de sentarse a su mesa, se quedó inmóvil durante un instante, como si se hubiera vuelto de piedra, y después se volvió para mirar a su visitante. Keogh había esperado una reacción, pero no tan espectacular. El rostro del hombre estaba blanco como una máscara de escayola, enmarcada por las negras patillas y la barba. Los labios de Shukshin temblaban en una mezcla de miedo, impresión y… ¿rabia?

—¿Qué? —dijo Shukshin con voz de repente ronca—. ¿Qué dice? ¿Harry Keogh? ¿Qué es esto, una broma pesada?

Pero lo miró con más atención, y se dio cuenta por qué había pensado que lo conocía de antes. Entonces sólo era un niño, pero sus facciones eran las mismas. Sí, y eran también las de su madre.

En verdad, ahora que sabía quién era, el parecido era notable.

Y el joven, además, parecía poseer algo del salvaje don de su madre.

¡El don de su madre! El joven tenía dotes paranormales, era médium, lo había heredado de su madre. ¡Era eso! Shukshin podía percibir en él los ecos del don de su madre.

—¿Se encuentra bien, padrastro? —preguntó Keogh, fingiendo preocupación.

Le ofreció la mano, pero el otro la rechazó; fue tambaleándose hasta la silla que había junto a su mesa de trabajo y se dejó caer en ella.

—Ha sido una impresión muy fuerte —dijo—. Quiero decir, verte aquí, después de tanto tiempo… —Shukshin consiguió recuperar el dominio de sí mismo, suspiró aliviado y poco a poco se fue tranquilizando—. Una impresión muy fuerte —repitió.

—No quería asustarte —mintió Keogh—. Pensé que te gustaría verme, saber que he salido adelante en la vida. Además, me pareció que había llegado el momento de que te conociera. Después de todo, eres el único vínculo que tengo con el pasado, con mi infancia, con… con mi madre.

—¿Tu madre?

Shukshin se puso inmediatamente a la defensiva. Su cara había recuperado el color a medida que se iba tranquilizando. Resultaba evidente que no había sido descubierto por la organización británica de espionaje PES, y sus temores eran infundados. Keogh simplemente había ido a visitarlo, en un regreso a sus orígenes. El joven estaba interesado en su pasado. Pero si de verdad era así…

—¿Qué era todo eso de aprender alemán y ruso? —preguntó con tono brusco—. ¿Era necesario, en realidad, montar ese número sólo para verme?

Keogh se encogió de hombros.

—Sí, reconozco que todo era una estratagema para conseguir verte —explicó—, pero lo hice sin mala intención. Sólo quería ver si me reconocerías antes de que yo te dijera quién era. —Harry continuó sonriendo. Shukshin había recobrado el dominio de sí mismo, pero la ira le afeaba el rostro. Parecía un buen momento para dejar caer la segunda bomba—. De todas formas, hablo alemán y ruso mejor que tú, padrastro. A decir verdad, podría darte clases.

Shukshin se enorgullecía de su dominio de ambas lenguas. No podía creer lo que oía. ¿Qué decía este chico, que podía darle clases? ¿Estaba loco? ¡Shukshin había enseñado idiomas antes de que Harry Keogh naciera! El orgullo del ruso primó sobre sus confusas emociones y sobre el odio que provocaba en él toda persona dotada de percepción extrasensorial.

—¡Ja! ¡Eso es ridículo! Yo soy ruso. A los diecisiete años me gradué con honores en mi lengua materna, y obtuve mi diploma de alemán antes de cumplir los veinte. No sé de dónde sacas esas ideas tan raras, Harry Keogh, pero no me parecen muy sensatas. ¿De verdad crees que un par de cursos en el bachillerato pueden compararse con el trabajo de toda una vida? ¿O lo dices adrede para fastidiarme?

Keogh continuó sonriendo, pero ahora era una sonrisa con aristas duras. Se sentó frente a Shukshin, que lo miraba con desdén, y llegó con su mente hasta uno de sus viejos amigos, Klaus Grunbaum, un antiguo prisionero de guerra que se había casado con una joven inglesa y después de la guerra se había establecido en Hartlepool. Grunbaum había muerto de un infarto en 1955 y estaba enterrado en el cementerio de Grayfields Estate. No tenía la menor importancia que estuviera a unos doscientos cincuenta kilómetros de donde se hallaba Harry. Grunbaum le respondió, habló con él —y por medio de él— en un alemán rápido y perfecto. Se dirigió a Shukshin, sin dejar de mirarlo a los ojos.

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