El quinto día (36 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

Ahora el
Pfiesteria piscicida
había atacado a los bogavantes bretones.

Pero ¿se trataba realmente del
Pfiesteria piscicida
?

A Roche lo carcomía la duda. El comportamiento de los unicelulares sustentaba esa hipótesis, aunque le parecía mucho más agresivo que el que describían los estudios existentes. Pero sobre todo se preguntaba cómo había podido sobrevivir tanto tiempo el bogavante. ¿Albergaba las algas en su interior?, ¿contenía también aquella extraña sustancia? La masa gelatinosa que se deshacía al contacto con el aire parecía ser, en todo caso, algo totalmente distinto de esas algas, algo completamente desconocido. ¿Provenían ambas del interior del bogavante? ¿Qué había pasado entonces con la carne del bogavante?

¿Acaso era un bogavante?

Roche cayó en una profunda desorientación. Lo único que sabía con certeza era que partes de «aquello», fuera lo que fuera, se hallaban ahora en el agua potable de Roanne.

22 de abril. Mar noruego, borde continental

En alta mar, el mundo no tiene más que agua y un cielo delimitado con mayor o menor claridad. No hay puntos de referencia, así que en los días claros la infinitud parece absorberlo a uno hacia el universo, mientras que, cuando llueve, uno no sabe si todavía está en la superficie o medio hundido bajo las olas. Incluso a los marinos curtidos les resultan deprimentes esos días de lluvia monótona. El horizonte se difumina, el perfil de las olas se pierde entre las masas de nubes grises, y queda la desasosegante imagen de un universo sin luz, sin forma y sin esperanza.

El mar del Norte y el mar noruego todavía ofrecían al ojo una gran cantidad de puntos de apoyo en forma de torres de perforación. Sin embargo, a unas cuantas millas de distancia, en el talud continental por el que navegaba desde hacía dos días el
Sonne
, la mayoría de las plataformas estaban demasiado alejadas como para percibirlas a simple vista. Y las pocas torres que quedaban al alcance de la vista desaparecían bajo la fina llovizna que caía aquel día. Todo estaba empapado. Un frío húmedo se colaba por debajo de las chaquetas y monos impermeables de los científicos y del personal del barco. Todos hubieran preferido que lloviera copiosamente, con gotas grandes y ruidosas en lugar de aquel caldo lloviznoso. El agua no sólo caía de los cielos, sino que también parecía ascender desde el mar. Era uno de los días más deprimentes que recordaba Johanson. Se subió la capucha y se dirigió a la popa, donde el personal técnico estaba recogiendo la multisonda. A mitad de camino se le unió Bohrmann.

—¿No está empezando a soñar con gusanos? —preguntó Johanson.

—Todavía no —replicó el geólogo—. ¿Y usted?

—Me refugio en la idea de que estoy actuando en una película.

—Buena idea. ¿Con qué director?

—¿Qué le parece Hitchcock?

—¿
Los pájaros
en versión para geólogos marinos? —Bohrmann esbozó una sonrisa amarga—. No está mal... ¡Ah, ya han terminado!

Dejó a Johanson y continuó a paso rápido hasta la popa. Colgando de la grúa apareció una estructura de varillas grande y redonda, cuya parte superior estaba equipada con varios tubos de plástico. Éstos contenían muestras de agua obtenidas a distintas profundidades. Johanson observó durante un rato cómo recogían la multisonda y retiraban las muestras; luego aparecieron en cubierta Stone, Hvistendahl y Lund. Stone se le acercó corriendo.

—¿Qué dice Bohrmann? —preguntó.

—Houston, tenemos un problema... —Johanson se encogió de hombros—. Mucho no dice.

Stone asintió. Su agresividad había dado paso a un profundo abatimiento. Para efectuar las mediciones, el
Sonne
había bordeado el lado suroeste del talud hasta sobrepasar Escocia; entretanto, la cámara submarina enviaba imágenes desde las profundidades. La cámara iba inserida en una especie de tosco armazón que parecía una estantería de acero repleta de aparatos alineados desordenadamente; disponía de diversos instrumentos de medición, varios reflectores de gran potencia y un ojo electrónico que filmaba el lecho marino y enviaba las imágenes por fibra óptica hasta la sala de monitores, mientras lo arrastraban detrás del barco.

A bordo del
Thorvaldson
era
Victor
, un robot más moderno, el que proporcionaba el material gráfico. El barco de investigación noruego seguía el curso del talud en dirección noreste y analizaba el agua del mar noruego hasta Tromso. Ambos barcos habían iniciado el viaje en el lugar donde se planeaba construir la fábrica. Una vez concluido su recorrido, pondrían rumbo uno en dirección al otro. Al cabo de dos días, cuando se reencontraran, habrían medido de nuevo el talud del zócalo noruego y del mar del Norte. Bohrmann y Skaugen habían propuesto analizar la región como si estuvieran ante una zona inexplorada, y, de hecho, lo era desde hacía unas horas. Nada de lo conocido hasta entonces sobre esa zona servía desde que Bohrmann había presentado los primeros valores de la medición.

Eso había ocurrido el día anterior, a primera hora de la mañana, antes incluso de que la cámara submarina enviara imágenes a la sala de monitores. Habían bajado la multisonda al amanecer. Mientras tanto, Johanson trataba de dominar la sensación de montar en ascensor que le sobrevenía cuando el
Sonne
se hundía de repente bajo las olas. Las primeras muestras de agua fueron enviadas de inmediato al laboratorio de geología sísmica para que las analizaran. Poco después Bohrmann había convocado al equipo a la sala de reuniones de la cubierta principal, donde se sentaron en torno a la mesa de madera lustrada, pero ya no se frotaban los ojos ni bostezaban, sino que estaban expectantes, sosteniendo sus tazas de café, cuyo calor comenzaba a extenderse lentamente por sus dedos.

Bohrmann había esperado pacientemente hasta que estuvieron todos reunidos. Tenía la vista fija en una hoja de papel.

—Puedo presentarles el primer resultado —dijo—. No es representativo, es sólo un valor provisional. —Levantó la vista. Su mirada se detuvo un segundo en Johanson y luego siguió hasta Hvistendahl—. ¿Están todos familiarizados con el concepto de estela de metano?

Un muchacho del equipo de Hvistendahl sacudió inseguro la cabeza.

—Las estelas de metano surgen cuando sale gas del lecho marino —explicó Bohrmann—. Al mezclarse con el agua, el metano llega a la corriente y sube. Generalmente aparecen en las zonas donde las placas tectónicas se deslizan una bajo la otra: la presión comprime y levanta el sedimento y, como consecuencia, salen fluidos y gases. Es un fenómeno bastante conocido. —Carraspeó—. Pero, fíjense, a diferencia de lo que sucede en el Pacífico, en el Atlántico no hay esas áreas de alta presión, y de ahí que no haya estelas de metano en las costas de Noruega. De hecho, los bordes continentales no suelen sufrir alteraciones. Sin embargo, esta mañana hemos detectado en esa zona una estela de metano muy concentrada que no aparecía en mediciones anteriores.

—¿Cómo es la concentración ahora? —preguntó Stone.

—Crítica. Hemos registrado valores similares frente a las costas de Oregón, en una zona con dislocaciones muy fuertes.

—Bien... —Stone se pasó la mano por la frente—. Por lo que yo sé, frente a las costas de Noruega hay escapes de metano continuamente. Lo hemos detectado en proyectos anteriores. Sabemos que el lecho marino siempre deja pasar gases en alguna parte, y siempre tienen explicación; así que ¿por qué alarmarnos sin motivo?

—Su exposición no va del todo al fondo de la cuestión.

—Escuche —suspiró Stone—, lo único que me interesa saber es si debemos preocuparnos por los resultados de sus mediciones. Y creo que por ahora podemos estar tranquilos. Estamos perdiendo el tiempo.

Bohrmann esbozó una sonrisa de compromiso.

—Doctor Stone, en esta zona, en especial al norte de aquí, hay estratos enteros del talud continental perfectamente consolidados por los hidratos de metano. Cada una de esas capas de metano tiene un espesor de entre sesenta y cien metros, son enormes cubiertas de hielo. Pero también sabemos que en algunos sitios esas capas tienen hendiduras verticales. Ahí sale gas desde hace años, y según nuestros cálculos de estabilidad no debería salir. Teniendo en cuenta su presión y su temperatura, debería congelarse en el suelo, pero no lo hace. Ahí tiene sus escapes de gas. Podemos convivir con ellos, podemos incluso decidir ignorarlos, pero no deberíamos creernos seguros sólo porque hemos elaborado algunos diagramas y unos cuantos gráficos. Lo repito: la concentración de metano libre en la columna de agua es desproporcionadamente alta.

—¿Se trata realmente de escapes de gas? —preguntó Lund—. Quiero decir, ¿sube metano desde el interior de la Tierra o el gas proviene tal vez de...

—¿... de hidratos que se funden? —Bohrmann vaciló—. Ésa es la pregunta decisiva. Si el hidrato comienza a descomponerse, tiene que haberse modificado algo en los parámetros locales.

—¿Y usted cree que éste es el caso? —preguntó Lund.

—En realidad sólo podemos basarnos en dos parámetros: la presión y la temperatura. Pero no hemos detectado que el agua se haya calentado o que el nivel del mar haya descendido.

—Es lo que yo digo —replicó Stone—. Estamos buscando respuestas a preguntas que nadie ha planteado... Quiero decir, tenemos una sola muestra. —Miró a su alrededor en busca de aprobación—. ¡Una única muestra!

Bohrmann asintió.

—Tiene toda la razón, doctor Stone. Son sólo conjeturas. Debemos averiguar la verdad.

—Stone me saca de quicio —le había dicho Johanson a Lund un poco después, mientras se dirigían al comedor—. ¿Qué le pasa? Él es el director del proyecto y, sin embargo, parece que quiere impedir las pruebas.

—Siempre podemos tirarlo por la borda.

—Ya arrojamos demasiados desperdicios al mar.

Fueron a buscar otro café y se lo llevaron a la cubierta.

—¿Qué opinas del resultado? —preguntó Lund entre dos tragos de café.

—No es un resultado. Es un valor provisional.

—Está bien. ¿Qué opinas del valor provisional?

—No sé.

—Vamos...

—Bohrmann es el experto.

—¿Realmente crees que tiene algo que ver con esos gusanos?

Johanson pensó en la conversación que había tenido con Olsen.

—En principio, no creo nada —dijo con cautela—. Sería absolutamente prematuro creer algo. —Sopló el café y echó la cabeza hacia atrás. Sobre ellos se extendía un cielo totalmente cubierto de nubes—. Sólo sé una cosa: que ahora me gustaría estar en mi casa en lugar de en este barco.

Eso había sido el día anterior.

Cuando estaban analizando las últimas muestras de agua, Johanson se dirigió al puente, a la cabina de radio. Desde el barco podía ponerse en contacto con quien deseara vía satélite. En los días anteriores había comenzado a crear una base de datos y había enviado mensajes electrónicos a institutos y científicos, camuflando sus preguntas como mero interés personal. Las primeras respuestas fueron desalentadoras: nadie había observado el nuevo gusano. Horas antes se había puesto en contacto con algunas expediciones que estaban en ese momento en el mar. Cogió una silla, situó su ordenador portátil entre los aparatos de radio y abrió el gestor del correo electrónico. También esta vez la cosecha fue magra. La única noticia interesante provenía de Olsen, quien le comunicaba que las invasiones de medusas en las costas de Sudamérica y Australia estaban fuera de control.

«No sé si escucháis las noticias —escribía Olsen—, pero anoche transmitieron un informativo especial. Las medusas están bordeando las costas en bancos gigantescos. Según decía el periodista, parece que se dirigen a zonas pobladas por seres humanos. En fin, una absoluta necedad. Y además, colisionaron dos buques portacontenedores en las aguas de Japón. Por otra parte, siguen desapareciendo botes, pero en los últimos casos se han registrado llamadas de auxilio. La prensa sigue dando pábulo a los extraños sucesos de la Columbia Británica, aunque no se ha averiguado nada nuevo. Si damos crédito a lo que están divulgando, en Canadá las ballenas se dedican a cazar a seres humanos, para variar un poco. Afortunadamente, no tenemos por qué creérnoslo. Y con esto concluye el flash informativo de Despertando con Humor, desde Trondheim. No te me ahogues».

—Gracias —gruñó Johanson, malhumorado.

En efecto, no escuchaban casi nunca las noticias. Los barcos de investigación eran como agujeros en el tiempo y el espacio. Oficialmente, no se escuchaban los informativos porque había mucho que hacer. En realidad, cuando el barco ponía rumbo a alta mar, uno dejaba atrás ciudades, políticos y guerras. Pero al cabo de uno o dos meses se sentía perdido en el barco: le asaltaba la pregunta sobre el sentido de su vida y añoraba los puntos de referencia que sólo proporciona la civilización: jerarquías, alta tecnología, cines, McDonald's y una superficie firme bajo los pies.

Johanson constató que no podía concentrarse. Por su mente pasaban las imágenes que visionaban desde hacía dos días en los monitores.

Los gusanos.

A esas alturas solamente tenían una certeza: que el talud continental estaba repleto de gusanos. Las áreas y vetas de metano congelado habían desaparecido bajo millones de cuerpos espasmódicos de color rosa que intentaban penetrar en el hielo perforándolo; algo así como una manada enloquecida. Ya no era un fenómeno local sino una invasión sin precedentes y se extendía a lo largo de toda la costa noruega.

«Como si alguien los hubiera hecho aparecer por encanto».

Alguien tenía que haberse topado con fenómenos similares.

¿Por qué seguía teniendo la sensación de que había alguna conexión entre los gusanos y las medusas? Seguramente habría alguna explicación para aquello...

¡Tonterías! ¡Eso era un disparate!

Un auténtico disparate.

«Pero en ese disparate se percibe algo que está comenzando —pensó de pronto—. Algo que hasta ahora sólo hemos visto de refilón, breve y fugazmente».

Aquello era sólo el comienzo.

«Otro disparate más», se reprendió.

Estaba entrando en la página web de la CNN para verificar las noticias de Olsen cuando llegó Lund y puso ante él una taza de té negro. Johanson la miró. Lund sonreía conspirativamente. Desde la excursión al lago había entre ellos una cierta complicidad, una camaradería propia de amigos íntimos.

Olía a Earl Grey recién hecho.

—No sabía que tuviéramos esto en el barco —exclamó Johanson, asombrado.

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