El quinto día (33 page)

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Authors: Frank Schätzing

Tags: #ciencia ficción

La sustancia fue a parar al escritorio del profesor Bernard Roche, biólogo molecular. Entretanto, el proceso de descomposición de la gelatina había seguido avanzando, pese al complemento de agua, y en el frasco apenas flotaba algo de sustancia firme. Roche sometió al instante lo poco que quedaba a diversas pruebas, pero los últimos grumos se disolvieron antes de que pudiera estudiarlos con detalle. Tan sólo logró comprobar algunas combinaciones moleculares que lo sorprendieron y lo dejaron desconcertado. Entre otras cosas, se topó con una neurotoxina sumamente activa, de la que, por otra parte, no sabía si provenía de la gelatina o del agua del recipiente.

Sin duda el agua estaba saturada de materia orgánica y de diversos materiales. Pero, como por el momento no tenía tiempo de estudiarla, Roche decidió conservar lo que quedaba en el frasco y someterlo en los próximos días a un análisis más exhaustivo; de modo que depositó el recipiente en el frigorífico.

Esa misma noche Jérôme enfermó. Comenzó sintiendo unas ligeras náuseas. El restaurante estaba repleto, así que no les concedió importancia y siguió dirigiendo al personal de su cocina. Los diez bogavantes que no habían explotado eran de una calidad inigualable, y no se necesitaron más. Pese al desagradable suceso de la mañana, todo marchaba sobre ruedas, que era lo habitual en el Troisgros.

Alrededor de las diez, Jérôme sintió más náuseas, y además empezó a dolerle la cabeza. Poco después notó que le costaba concentrarse. Cuando estaba preparando un plato se olvidó de terminarlo y de dar algunas instrucciones; así, la elegante y perfecta coreografía del Troisgros comenzó a alterarse imperceptiblemente.

Jean Jérôme era lo suficientemente profesional como para saber frenar a tiempo. Ahora se sentía verdaderamente mal, de modo que dejó todo en manos de su suplente, una cocinera con ambiciones y talento que se había formado en el respetable Ducasse de París; le dijo que quería dar un pequeño paseo por el jardín del restaurante, y salió. El jardín estaba situado junto a la cocina. Era de una belleza excepcional. En los días cálidos, recibían allí a los clientes, donde tomaban su aperitivo y los primeros entremeses, para luego ser conducidos al restaurante directamente por la cocina, no sin echar una interesante ojeada y recibir de vez en cuando una pequeña demostración. Ahora el jardín estaba en soledad, con una discreta iluminación.

Jérôme caminó por el jardín algunos minutos. Desde allí podía seguir observando, por el amplio frente acristalado, el vivo ajetreo de la cocina, pero notó que le resultaba difícil mantener la vista fija más de algunos segundos. A pesar del aire puro, respiraba con dificultad y sentía una fuerte presión en el pecho. Sentía las piernas como si fueran de goma. Al ver que sus fuerzas flaqueaban, se sentó junto a una de las mesas de madera y reflexionó sobre el acontecimiento de la mañana. La carne del bogavante se le había adherido al pelo y a la cara. Seguramente había inhalado algo, le había entrado líquido por la boca o había absorbido algo a través de la lengua cuando se la pasó por los labios.

Ya fuera por pensar en el animal reventado o simplemente como consecuencia de su súbita indisposición, el caso es que de repente vomitó con intensidad sobre las plantas que adornaban el jardín. Mientras estaba encorvado, ahogándose y jadeando, pensó que por fin había expulsado aquella sustancia. Bien. Tomaría un vaso de agua y seguramente se repondría en seguida.

Se incorporó. Todo giraba a su alrededor. Sentía que la cabeza le ardía; su campo visual se estrechó y vio una espiral. «Tienes que ponerte de pie —pensó—. Tienes que incorporarte e ir a la cocina para comprobar que todo está en orden. Nada debe salir mal. No en el Troisgros».

Se levantó haciendo un esfuerzo y empezó a caminar arrastrando los pies, pero en la dirección equivocada. Después de dar dos pasos ya no sabía que quería ir a la cocina. En realidad, ya no sabía nada más, y tampoco veía nada.

Bajo los árboles que circundaban el jardín se desplomó.

18 de abril. Isla de Vancouver, Canadá

No se acababa nunca.

Anawak sentía que sus ojos se le hacían cada vez más pequeños. Percibía cómo se enrojecían y cómo sus párpados se inflamaban y se rodeaban de arrugas para las que era demasiado joven. Aunque apenas podía sostener su mentón para que no chocara contra la superficie de la mesa, seguía con la vista clavada en la pantalla. Desde que la demencia había irrumpido en la costa oeste, apenas había hecho otra cosa que observar fijamente las pantallas. Hasta el momento sólo tenía revisada una pequeña parte del material: una serie de registros obtenidos gracias a uno de los más innovadores inventos en el estudio del comportamiento: la telemetría de animales.

A finales de los años setenta los investigadores desarrollaron un novedoso método para observar a los animales. Hasta entonces, los conocimientos sobre las zonas de distribución de las especies y el comportamiento migratorio eran muy imprecisos. Cómo vivía un animal, cómo cazaba y se apareaba, y qué pretensiones y necesidades individuales tenía todo esto quedaba sujeto a la mera especulación. Por supuesto que se observaban de manera continua miles de ejemplares, pero las condiciones de observación difícilmente permitían deducir cuál era en realidad el comportamiento natural. Los animales en cautiverio no se comportan de la misma forma que lo hacen en libertad, del mismo modo que el comportamiento de un prisionero dentro de una celda no proporcionaría datos representativos sobre su vida como hombre libre.

Incluso cuando se intentaba observar a los animales en su hábitat natural, los conocimientos obtenidos resultaban insuficientes: los animales podían desaparecer muy rápido o, en algunos casos, ni siquiera presentarse. De hecho, prácticamente todos los investigadores pasaban más tiempo siendo observados por el objeto de su curiosidad que a la inversa. Otras especies menos tímidas (los chimpancés y los delfines, por ejemplo) adecuaban su comportamiento al observador: reaccionaban agresivamente o con curiosidad; coqueteaban y adoptaban poses... En definitiva, de una forma u otra, hacían cuanto podían para impedir un conocimiento objetivo. Cuando se cansaban desaparecían en la jungla, levantaban vuelo o se hundían bajo la superficie del agua, donde volvían a comportarse con naturalidad. Pero hasta allí no era posible seguirlos.

Y a eso aspiraban precisamente los biólogos desde la época de Darwin. ¿Cómo sobrevivía una foca o un pez en las oscuras y frías aguas de la Antártida? ¿Cómo se podía acceder a un biotopo recubierto por un techo de hielo? ¿Cómo se vería el mundo sobrevolando el Mediterráneo rumbo a África, no en un avión sino sobre el lomo de un ganso salvaje? ¿Qué hacía una abeja cualquiera durante las veinticuatro horas del día? ¿Cómo obtener información sobre la frecuencia de aleteos, el ritmo cardíaco, la presión sanguínea, los hábitos alimentarios, los aspectos fisiológicos de la inmersión y, también, la acumulación de oxígeno, así como sobre los efectos en los mamíferos marinos de la influencia antropogénica, como, por ejemplo, el ruido producido por los barcos o las detonaciones submarinas?

¿Cómo seguir a los animales hasta lugares inalcanzables para cualquier ser humano?

La respuesta se halla en una innovación tecnológica que emplean los agentes de transporte para determinar la ubicación de su mercancía sin tener que abandonar sus despachos y gracias a la cual los automovilistas pueden encontrar una calle en una ciudad completamente desconocida. Esta tecnología, conocida por cualquier persona en una sociedad moderna, ha revolucionado la zoología sin que nadie se haya percatado de ello.

Es la telemetría.

A finales de los años cincuenta, los científicos norteamericanos ya desarrollaron algunos proyectos sobre equipamiento de animales con sondas. Poco después, la armada estadounidense comenzó a trabajar con delfines adiestrados, pero los estudios iniciales fracasaron debido al tamaño de los transmisores: su peso era excesivo. ¿De qué servía colocar sobre el lomo de un delfín un tacógrafo que debía proporcionar información sobre el comportamiento natural de un animal, si ese instrumento influía precisamente sobre dicho comportamiento? Durante un tiempo no se encontró solución alguna, hasta que la microelectrónica propició una salida. De repente, aparecieron tacógrafos del tamaño de una chocolatina y cámaras ultraligeras. Inadvertidos por sus portadores, que paseaban por la selva o se sumergían bajo los témpanos del estrecho de McMurdo llevando consigo apenas quince gramos de alta tecnología, estos nuevos equipos eran capaces de proporcionar, directamente desde la naturaleza, los datos tan ansiadamente buscados. El oso gris, el perro salvaje, el zorro y el caribú por fin podían aportarnos información sobre sus formas de vida, sobre sus apareamientos, sus hábitos de caza y sus rutas migratorias. Volar por medio mundo con los pigargos, los albatros, los cisnes, los gansos y las grullas fue entonces posible. Posteriormente se equipó a algunos insectos con microtransmisores que apenas pesaban una milésima de gramo, recibían la energía por ondas de radar y enviaban la información en doble frecuencia, de modo que los datos se recibían con claridad a más de setecientos metros de distancia.

La mayoría de las mediciones se efectuaban por telemetría asistida por satélite. El sistema era tan simple como genial. El transmisor colocado en el animal enviaba las señales a la atmósfera y allí las recibía Argos, un sistema de satélites de la organización espacial francesa CNES. Luego eran enviadas a la central espacial de Toulouse y a una estación terrestre situada en Fairbanks, Estados Unidos, desde donde eran remitidas, en el término de noventa minutos, a una serie de institutos conectados en todo el mundo. Tal sistema se aproximaba en buena medida a una transmisión en tiempo real.

La investigación sobre ballenas, focas, pingüinos y tortugas de mar pronto se convirtió en una área independiente de la telemetría y permitió que nos aproximáramos a un hábitat que, por haber sido el menos investigado, era el más fascinante de la Tierra. Los tacógrafos ultraligeros almacenaban datos incluso en profundidades considerables; registraban las temperaturas, el alcance y duración de las inmersiones, la dirección y velocidad de nado y la posición del espécimen. Lamentablemente, sus señales no traspasaban el agua, por lo que el mar profundo constituía un punto ciego para los satélites de Argos. Las ballenas jorobadas, por ejemplo, que pasaban gran parte de su vida frente a las costas de California, no permanecían más de una hora diaria en la superficie. A diferencia de los ornitólogos —que podían observar a las cigüeñas y recibir, al mismo tiempo, la información mientras éstas estaban en movimiento—, los oceanógrafos quedaban incomunicados en cuanto las ballenas se sumergían. Para poder investigarlas, habría sido necesario disponer de una cámara que las siguiera hasta el fondo del Pacífico; pero eso no lo podía hacer ningún buzo, y los submarinos eran demasiado lentos y pesados.

Varios científicos de la Universidad de California, en Santa Cruz, dieron finalmente con la solución: unas cámaras subacuáticas que resistían la presión y pesaban unos cuantos gramos. Colocaron el aparato, sucesivamente, a una ballena azul, un elefante marino, algunas focas de Weddell y, por último, a un delfín. En muy poco tiempo detectaron fenómenos sorprendentes. Apenas unas semanas bastaron para ampliar de manera notable el conocimiento sobre los mamíferos marinos. Si hubieran podido colocar esas sondas a las ballenas y los delfines con la misma facilidad que a otros animales, el proyecto habría sido un éxito completo; pero el rango de dificultad de esta labor se encontraba entre lo difícil y lo imposible. Por eso no había tantos registros sobre el hábitat de las ballenas como Anawak hubiera deseado en ese momento; aunque, por otra parte, eran más que suficientes. Puesto que nadie sabía qué es lo que debían buscar, cada registro era importante... y eso representaba miles de horas de material visual y sonoro, mediciones, análisis y estadísticas.

Era, como decía Terry King, el Proyecto Sísifo.

Al menos, Anawak no podía quejarse de falta de tiempo. La estación de observación de ballenas Davies estaba rehabilitada... y cerrada. Sólo los grandes barcos navegaban por las costas del oeste canadiense y norteamericano. El desastre de la isla de Vancouver se había repetido casi simultáneamente desde San Francisco hasta Alaska. En la primera ola de ataques fueron hundidas o dañadas seriamente más de un centenar de embarcaciones, por lo general barcos pequeños y botes. Los ataques disminuyeron el fin de semana, pero esto se debía a que nadie se arriesgaba a salir si no contaba con la resistente quilla de un gran ferry o de un carguero. Continuaban llegando noticias contradictorias. Y sobre la cifra de víctimas mortales apenas existían datos fiables. Varias comisiones y comités de crisis nacionales entraron en acción, lo cual trajo como consecuencia una auténtica invasión de todo tipo de aeronaves: los helicópteros no cesaban de revolotear a lo largo de la costa y, desde su interior, apiñados y desorientados, soldados, políticos y científicos contemplaban absortos el mar.

Siguiendo el proceder habitual en esos comités, las secretarías de gobierno convocaron a especialistas externos. El acuario de Vancouver, con King al frente, fue seleccionado como centro científico principal: en él convergían todos los datos relevantes. En la operación participaban prácticamente todos los institutos y centros de investigación que estudiaban la vida marina. A King le abrumaba el encargo gubernamental. Se encargaba de un trabajo que ni siquiera sabía en qué consistía. Tenían ficheros llenos de expedientes sobre todos los fenómenos posibles, desde un terremoto devastador hasta un ataque nuclear, pero no había nada sobre «aquello». King no dudó en proponer al comité que aceptara como asesor a Anawak, entre todos los científicos de Canadá y Estados Unidos, el investigador que mejor conocía lo que podía rondarle por la cabeza a una ballena, ya que era sólo allí donde se encontraría la respuesta al interrogante que los atenazaba: ¿acaso la inteligencia de las ballenas se había visto alterada por algún motivo? Y de no ser así, ¿por qué reaccionaban los animales de ese modo?

Pero tampoco Anawak, en quien se cifraban tantas esperanzas, tenía la respuesta. Había solicitado todo el material telemétrico recogido frente a las costas del Pacífico desde principios de año. Llevaba veinticuatro horas analizando secuencias de vídeo con Alicia Delaware, asistidos por los empleados del acuario. Estudiaron datos de posición y sonidos grabados mediante hidrófonos, sin obtener resultados útiles. Cuando las ballenas emprendieron su ruta migratoria desde Hawai y Baja California hasta el Ártico, casi ninguna llevaba dispositivos telemétricos: sólo dos ballenas jorobadas tenían tacógrafos, pero se les desprendieron poco después de abandonar Baja California. De hecho, la única fuente de investigación que tenían seguía siendo el vídeo que grabó la mujer del
Blue Shark
. En la estación Davies lo habían estudiado a fondo con la ayuda de varios patrones de barco que eran capaces de reconocer cualquier cola de ballena. Después de reproducir la cinta varias veces y de ampliar las imágenes, finalmente habían logrado identificar dos ballenas jorobadas, una gris y varias orcas.

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