El rebaño ciego (26 page)

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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

La oficina de Bamberley era como todas las demás habitaciones en que había estado desde que había llegado allí: protegida contra la realidad exterior. Ventanas que no podían ser abiertas. Aire tratado y perfumado. Pinturas, originales, caras pero malas. Muchos artilugios modernos. Un bar empotrado en la pared con la puerta entreabierta. Y ni un solo libro.

¿Cuánto tiempo todavía, pensó Michael, antes de que me vuelva loco por la falta de la brisa del Atlántico soplando sobre kilómetros y kilómetros de dorada retama en flor?

El señor Bamberley, que le tendía afablemente la mano, no estaba solo. Con él había aquel hombre delgado, Gerry Thorne, que Michael había conocido en la investigación de las Naciones Unidas a la que asistía en nombre de Auxilio Mundial, y Moses Greenbriar, el tesorero jefe del trust. Thorne parecía distraído. Michael estrechó como correspondía su mano, rechazó un cigarro, aceptó un poco de whisky irlandés de una botella por abrir, probablemente obtenida especialmente en su honor.

—¡Y bien! —Terminados los preliminares, el señor Bamberley no parecía tener el control de la situación, y miró interrogativamente a Greenbriar, que tosió discretamente. Lo cual fue un error, porque un segundo más tarde tosía realmente, y estornudaba, y se ahogaba, y tuvo que llevarse a la nariz un pañuelo de papel y aspirar algún tipo de medicamento de un tubo de plástico blanco. Michael aguardó. Finalmente, se recuperó y pidió disculpas.

—Bien, capitán, imagino que supondrá usted por qué le hemos pedido que pierda un poco de su valioso tiempo con nosotros. Nos hallamos en una situación imposible. Nuestra planta de Colorado ha sido cerrada, como usted sabe, todo el personal ha tenido que ser despedido…

—¡Y hay gente que se está muriendo de hambre y se ve privada de lo que podría marcar para ellos la diferencia entre la vida y la muerte! —estalló el señor Bamberley.

—Lamento tener que decir esto —suspiró Michael—. Pero en Noshri vi gente que hubiera estado literalmente mejor muerta.

Hubo una incómoda pausa.

—Quizá —dijo finalmente Greenbriar—. Pero el hecho subsiste: los productos alimenticios de auxilio Bamberley han salvado a miles, uno se atrevería a decir incluso que a millones, de vidas en ocasiones anteriores, y el sabotaje de uno de nuestros cargamentos no se supone que deba poner punto final a todo nuestro trabajo. Y si esos malditos tupas consiguen hacer que sus acusaciones prevalezcan, pese a los resultados de la investigación oficial, eso es lo que ocurrirá.

—Ha oído usted lo que están diciendo, ¿verdad? —dijo el señor Bamberley—. Mentiras, por supuesto… ¡condenables mentiras! No se detienen ante nada para cubrir de injurias a nuestro país.

Fuera del propio edificio de las Naciones Unidas, era la primera vez que Michael oía alguna referencia a la acusación de que los víveres enviados a Honduras estaban envenenados del mismo modo que los de Noshri. Los uruguayos habían formulado una declaración oficial solicitando una investigación y exigiendo que fuera enviado un equipo neutral de doctores para indagar, pero no había sido tomada ninguna decisión. Había esperado algún comentario en la televisión o en los pocos periódicos supervivientes de Nueva York, esperando al menos un indignado mentís, pero ante su sorpresa el asunto fue completamente ignorado. Hacía un año o así, en su casa, alguien que había vuelto de visitar a su primo en América le había dicho que los medios de comunicación americanos estaban cumpliendo con la célebre frase de su presidente: «¡Si los periódicos saben lo que es bueno para ellos, publicarán solamente lo que es bueno para América!» No le había creído. Ahora seguía intentando no creerle. Pero cada vez se le hacía más difícil.

—De acuerdo con lo que he sabido en la investigación —aventuró—, el Nutripon enviado a Honduras fue manufacturado y despachado casi al mismo tiempo que el cargamento africano…

—¡Sí, y no hay la menor duda de que el próximo paso de los tupas —interrumpió Greenbriar— va a ser preparar algún Nutripon envenenado y pretender que ha sido hallado en San Pablo! Pero si eso fuera cierto, ¿por qué no hemos oído nada al respecto hasta el mes pasado? ¿Por qué los médicos del gobierno hondureño no han informado de psicosis masivas semejantes a las de Noshri? ¿Por qué los expertos forenses han hallado el Nutripon almacenado completamente limpio y sano, cuando nuestros stocks corresponden a las Navidades y al Año Nuevo del año pasado y son inmediatamente los siguientes de los incriminados dentro de nuestra línea de producción?

—Bueno, eso es por supuesto lo que la investigación intenta descubrir —dijo Michael—. Pero uno debe suponer que o bien alguien penetró en sus cubas y deliberadamente añadió el tóxico, lo cual ustedes insisten que es imposible… o bien algún hongo natural del tipo del cornezuelo del centeno contaminó sus levaduras habituales.

—Esa parece ser la única explicación aceptable —dijo el señor Bamberley con un alzarse de hombros—. Y no es una cosa que pueda reprochársenos. Lo único que podemos hacer es tomar las medidas necesarias para impedir que vuelva a pasar, y por supuesto ofrecer compensaciones acordes con lo ocurrido.

—Precisamente en este sentido —dijo Greenbriar— estamos haciendo rediseñar el sistema de purificación de aire de la planta por una firma especializada en salas de operaciones asépticas. Imagino que admitirá usted que su trabajo cumple con todos los estándares exigibles.

—Cabe esperarlo —dijo Michael secamente—. Pero los estándares son buenos tan sólo en la medida en que la gente los aplica como corresponde. Una vez vi a un muchachito pillar una gangrena en un moderno hospital debido a que un cirujano que hubiera debido conocer mejor su trabajo levantó un vendaje para examinar una incisión sin ponerse su mascarilla. Echó estafilococos resistentes por toda la herida con su respiración. El muchacho murió.

Hubo otra pausa, esta vez muy incómoda. Durante ella, Michael decidió que no le gustaba Moses Greenbiar. Ya había llegado antes a la conclusión de que tampoco le gustaba Gerry Thorne.

¿Por qué no? Tenía un ligero atisbo de la razón. Tenía algo que ver con el hecho de que aquella gente increíblemente rica había engordado con los negocios benéficos. Para Michael —educado en el catolicismo, aunque no fuera creyente— la imagen que le evocaban era la de los Borgia.

—Naturalmente, haríamos todo lo que estuviera en nuestras manos para evitar ese tipo de inadvertencias —dijo finalmente Greenbriar—. Pero el punto más importante es éste, capitán. Claramente, antes de que podamos poner de nuevo la planta en funcionamiento, necesitamos que nuestros nuevos controles sean aprobados por alguna parte desinteresada. Difícilmente podemos pedírselo a un equipo de las Naciones Unidas, puesto que, como usted sabe muy bien cualquier «injerencia de la ONU» en los asuntos internos de este país provoca tremendas protestas. Por otra parte existe una gran simpatía tradicional, uno casi diría un gran amor, hacia Irlanda, y por eso se nos había ocurrido que tal vez usted…

No fue más lejos: hubo un repentino y enorme
tump
, como si el edificio hubiera sido pateado a su paso por un gigante de trescientos metros de alto, y las ventanas que-supuestamente-no-se-abrían-nunca se desmoronaron en resplandecientes fragmentos mientras el techo se derrumbaba y el vomitivo aire de Nueva York penetraba en tromba en la habitación.

Unos minutos antes, un coche pintado con una calavera y unas tibias cruzadas estaba ilegalmente estacionado frente al edificio de la calle 42. El conductor —con su mascarilla puesta, por supuesto, como todo el mundo en las aceras— saltó fuera y corrió hacia un drugstore cercano. Un agente de policía al otro lado de la calle observó el coche y la maniobra, pero le dio poca importancia; los trainitas no paraban de pintar calaveras y tibias en los coches, y no todo el mundo tenía el tiempo o el dinero necesarios para hacerlos borrar inmediatamente. Además, si el tipo había echado a correr hacia el drugstore eso quería decir que necesitaba alguna medicina con urgencia.

Simplemente tomó nota mental de hacerle observar que estaba mal aparcado cuando volviera al coche.

Sólo que no volvió. Siguió hasta la otra entrada del drugstore y se perdió en los corredores de la Gran Estación Central, y estaba completamente fuera del alcance cuando la mecha en el portamaletas del coche alcanzó lo que más tarde se estimó eran más de cincuenta cartuchos de dinamita.

BIENAVENTURADOS SEAN LOS PUROS DE TRIPA

Resultó que Doug McNeil había estado en el Japón.

Denise estaba chismorreando en su consulta después de que él hubiera tratado a Josie de una infección benigna de lombrices —probablemente contagiada por un perro, ¿y cómo puede una impedir que un niño acaricie a un cachorrillo o a un gatito?—, y él mencionó por casualidad que había asistido a una conferencia médica en Tokio.

Así que naturalmente, cuando surgió la cuestión de cómo recibir a aquel señor Hideki Katsamura que había acudido a los Estados Unidos para distribuir las concesiones del nuevo purificador de agua, le consultaron. Katsamura estaba realizando un gran circuito, empezando en California —donde la concesión iba a ir a parar evidentemente a Roland Bamberley, y gracias a Dios las concesiones habían sido limitadas a un solo Estado, ya que de otro modo nadie hubiera tenido la menor oportunidad—, y continuando vía Texas y la costa Atlántica hasta Nueva York y Nueva Inglaterra, y finalmente bajando hasta Chicago y Denver. Temeroso de ser derrotado puesto que una gran sociedad con sede en Chicago estaba solicitando los derechos de exclusiva sobre seis Estados, Alan había dejado actuar sus reflejos instantáneamente: el Denver Hilton, un restaurante en Larimer Square, el mejor club nocturno de la ciudad, ¿y dónde voy a encontrar una chica teniendo en cuenta que las geishas…?

Pero Doug había dicho alto, un momento: no el Hilton, sino el Brown Palace, y mejor la parte antigua siempre que los daños provocados por el temblor hubieran sido reparados. Esos japoneses eran unos entusiastas de las tradiciones de los otros países. Y no lo lleven tampoco a un restaurante; muchos japoneses envidian la libertad con que los europeos y americanos invitan a los huéspedes a sus propias casas, en vez de recibirles en los restaurantes como es habitual entre los japoneses.

Resultando obvio que Alan no podía invitar al hombre a cenar a su pequeño tugurio de soltero, parecía lógico que la recepción se efectuara en casa de Philip, pero surgieron problemas cuando Denise se negó rotundamente a ello. Nunca le había importado ser la anfitriona de los superiores de Philip en Angel City, pero un japonés era algo muy distinto. Repitió una y otra vez que no sabía en absoluto cómo preparar el tempura o el sukiyaki.

—¡Olvide eso! —se burló Doug—. Si fuera usted a Tokio, ¿le gustaría que le dieran la bienvenida con hamburguesas y patatas fritas? Admito que probablemente se viera obligada a ello, ya que incluso cuando yo estuve allí hace cuatro años habían tenido que renunciar a la mayoría de sus platos tradicionales como el pescado crudo. Probé algo que se suponía era bueno, y su sabor era realmente estupendo, pero al día siguiente estaba con disentería… ¡sin hablar de los retortijones! Pero de todos modos ése no es el asunto. Usted prepare bistecs con montones de cebolla frita, y empiece quizá con alguna sopa de mariscos de Nueva Zelanda, que es más o menos parecida a la de Nueva Inglaterra pero mucho más segura, y compre montones de ensalada en Puritan, y…

—¡Pero eso costará un riñón! —se preocupó Denise, haciendo una lista de lo que debería comprar.

—Paga la empresa —dijo Alan—. ¡Tú simplemente hazlo!

De modo que por supuesto, como les había ayudado, invitaron a Doug y a su encantadora esposa inglesa Angela, e inevitablemente a su madre, una pizpireta mujer de brillantes ojillos y sesenta y cinco años llamada Millicent por todo el mundo incluidos su hijo y su nuera, con la que parecía llevarse maravillosamente bien. Y Alan, por supuesto y al hombre de la Colorado Chemical que financiaba la inversión de las Empresas Prosser, Sandy Bollinger, con su esposa Mabel, y para completar las parejas puesto que Katsumara viajaba sin secretaria, la secretaria y mano derecha de Alan, Dorothy Black, treinta y cinco años, nada del otro mundo, soltera, pero una formidable conversadora con un montón de historias divertidas que contar.

Naturalmente todos los aviones llegaban siempre tarde, pero no habían calculado que Katsamura llegara con tanto retraso sobre el horario previsto. Cuando Philip, cansado tras una hora de espera en el aeropuerto, hizo averiguaciones, supo que entre el equipaje embarcado en Chicago O'Hare había una valija señalada con una calavera y dos tibias, la cual naturalmente había sido abierta. Cuando comprobaron que no contenía más que hojas de output de ordenador detallando los resultados obtenidos por el profesor Quarrey sobre los residuos en los gases de escape a grandes altitudes, llegaron a la conclusión de que debía tratarse de una maniobra para desviar la atención de alguna otra cosa, quizá una bomba. De modo que lo registraron meticulosamente todo y a todos, y en vez de llegar a las 16:50 el señor Katsarnura aterrizó a las 19:12.

Durante la espera, Alan había dicho:

—A propósito, ¿cómo te encuentras?

—Doug dice que hace falta como mínimo otra semana.

¿No es un infierno, tener que aguardar sudando todo ese tiempo? Es mi espera más larga sin poder hacer nada desde que tenía dieciséis años.

Al menos era un alivio poder hablar libremente de ello. Se había convertido en una afección tan común que era absurdo pretender que no existía.

El número del vuelo apareció en el tablero de llegadas y se dirigieron hacia la barrera, mirando. Philip esperaba vagamente a alguien pequeño y amarillo con gafas de montura de concha y haciendo constantes reverencias medio esbozadas. Pero no había nadie con esas características. Sólo había un hombre de unos cuarenta años, con abrigo oscuro, casi tan alto como él, ligeramente cetrino y con los ojos apenas rasgados.

—¿El señor Katsamura? —dijo Alan, tendiendo su mano.

—¡Sí, señor! —dijo el señor Katsamura, que había aprendido muy rápidamente un montón de cosas durante sus dos semanas y media en los Estados Unidos, sobre todo relativas a la conducta social adecuada y al correcto uso de la jerga… corrección, del slang. Estrechó la mano que le tendían, sonrió, fue presentado a Philip, estrechó también su mano, y se disculpó por hacerles esperar un momento más.

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