El rebaño ciego (29 page)

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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

—No, no exactamente. —Peg buscó las palabras adecuadas, apoyándose en su azada—. Más bien… más bien dejar alguna señal. Más bien desear hacer una cosa que cambie el rumbo del mundo, en vez de prepararme para sobrevivir mientras el mundo sigue su camino hacia la perdición.

—Es por eso por lo que te hiciste periodista, supongo.

—Supongo que sí. —Peg hizo una mueca. Se sentía más relajada allí, más capaz de revelar sus sentimientos en su expresión o con su cuerpo. El wat fabricaba sus propios vinos de hierbas, según recetas tradicionales europeas, y los vendía no sólo a los turistas de verano sino también por correo, y la otra noche había habido una fiesta para celebrar una elaboración particularmente conseguida. Había bailado durante horas y se había sentido estupendamente… justo antes de caer afectada por la enteritis. Y ningún hombre había insistido en llevársela a la cama todavía, excepto ese pobre y desorganizado chico Hugh con el que no podía contarse aún como hombre, y quizá por eso se había descubierto recientemente pensando si no debería intentarlo de nuevo y esta vez gozar plenamente de ello. En las pocas ocasiones anteriores había permanecido tan cerrada como la bóveda de un banco.

Estaba en aquel punto de sus pensamientos cuando llegó el joven Rick, y le mostraron el retorciente gusano, y se hizo cargo de él con toda su autoridad, prometiendo compararlo con todas las imágenes de plagas que pudiera encontrar en la biblioteca. Movida por un impulso, Peg dijo:

—Rick, estoy pensando en irme.

—¿A trabajar de nuevo en un periódico? —dijo él, ausente, examinando concentradamente al bicho.

—No lo sé. Quizá.

—Ajá. Ven a vernos a menudo, ¿querrás? —Envolvió cuidadosamente a la criatura en un pañuelo y se fue. Un momento antes de desaparecer de la vista, se giró y dijo—: ¡Y ve si puedes descubrir cómo fue envenenado mi papá, por favor!

Fue como si le hubieran echado encima un jarro de agua helada. Se quedó inmóvil durante largos segundos antes de ser capaz de hablar.

—¡
Yo
no le dije que Decimus hubiera sido envenenado, Zena!

—Claro que no.

—Y sin embargo… —tragó saliva dificultosamente—. Sin embargo, estoy segura de que lo fue.

—Yo también —dijo Zena—. Pero todos aquí lo estamos.

Aquello encajó en la mente de Peg con la falta de luz solar, y la lluvia que no alimentaba a las plantas sino que las mataba, y de repente dejó caer la azada y se echó a llorar ocultando su rostro entre las manos. Parte de ella estaba mirándola sorprendida desde fuera y pensando: ¿Peg Mankiewicz llorando? ¡No puede ser cierto!

Pero era una catarsis y una depuración.

—¡No puedo soportarlo! —dijo tras un momento, sintiendo los reconfortantes brazos de Zena alrededor de sus hombros. Parpadeó rechazando sus lágrimas y miró a las agonizantes patatas: un stock seleccionado bajo la presunción de que cada planta sería dosificada con fertilizantes artificiales, insecticidas tópicos, pulverizaciones de barniz plástico en las hojas para minimizar las pérdidas de agua, y al infierno cual fuera luego su sabor si su apariencia era hermosa y pesaban mucho. Abandonadas a los meros recursos de la naturaleza, se marchitaban porque esos recursos habían sido robados.

—¿Qué tipo de futuro tenemos, Zena? ¿Unos pocos miles de nosotros viviendo bajo tierra en cavernas con aire acondicionado, alimentándonos de plantas hidropónicas como las de Bamberley? ¿Mientras el resto de nuestros descendientes revuelven la envenenada superficie en busca de comida, con sus chicos enfermos y lisiados, peores que trogloditas tras siglos de orgullosa civilización?

Notó que Zena se envaraba. La más joven de sus hijas adoptivas sufría alergias, y la mitad del tiempo no dejaba de jadear y toser y ahogarse.

—¡Hemos de hacer que nos escuchen! —declaró Peg—. ¿No es ese el mensaje de todos los libros de Austin? No puedes culpar a la gente que no ha oído las advertencias; tienes que culpar a la gente que sí las ha oído, y las ha ignorado. Tengo un solo talento, el de hilvanar las palabras una tras otra. Austin ha desaparecido, Decimus está muerto, ¡pero alguien tiene que seguir gritando!

Cuando ya se alejaba, se detuvo un instante para añadir:

—Besa a los chicos con todo mi amor. —Y añadió, ante su propia sorpresa, en un ronco susurro—: Y recuerda que te quiero a ti también.

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VIDA DE PERROS

¡Cristo! ¡Moscas!

Austin Train se detuvo en seco, escuchando el zumbido de alas alrededor del montón de basura. No habían sido recogidas desde hacía cinco semanas. La epidemia había significado la reducción a la mitad de los servicios de recogida, y habían llegado órdenes de arriba de que las zonas prósperas fueran atendidas antes que las pobres.

—Infiernos, de todos modos tiran su basura directamente por la ventana —había dicho alguien.

Y parecía como si fuera cierto. Cada bote a la vista a lo largo de la estrecha callejuela que se curvaba en un recodo entre dos edificios de cuatro y cinco pisos se desbordaba, y estaba rodeado de bolsas reventadas, y encima de todo aquello había otro montón de basura que seguramente debía haber sido arrojada desde las ventanas. Todo el conjunto hedía.

Pero había moscas. Increíble. El pasado verano no se había visto ni una sola en todo Los Angeles, por lo que podía recordar.

Le dolía la espalda y sus pies estaban lastimados y aquella afección de su cuero cabelludo había terminado con la mayor parte de su pelo y toda la cabeza le picaba horriblemente, pero de pronto se sintió alegre, y estaba silbando cuando forzó a la parte delantera de su carretilla a meterse debajo del primero de los botes de basura para arrastrarlo hasta el camión que aguardaba en la calle principal.

—¡Hey! ¡Hey, señor!

El grito procedía de arriba. Un chico moreno estaba mirando desde una ventana del tercer piso, probablemente un chicano. Lo saludó con la mano.

—¡Espere un momento! ¡Por favor, no se vaya!

El chico desapareció. ¿Qué significaba todo aquello? Se alzó de hombros y siguió intentando cargar el bote. Era difícil, con toda aquella porquería encima y alrededor. Al final tuvo que usar sus botas para dejar al descubierto su base.

Una puerta de la calleja se abrió, y allí estaba el chico, con una camisa arrugada y unos tejanos descoloridos, un mugriento vendaje en torno a su brazo derecho. Sus ojos estaban hinchados como si llevara un buen rato llorando.

—Señor, ¿quiere llevarse a mi perro, por favor? Está… está muerto.

Oh.

Austin suspiró y se restregó las manos en sus pantalones.

—¿Está arriba? ¿Pesa demasiado para llevarlo con tu brazo así?

—No, está al fondo, en la esquina de la calle. No me dejaron tenerlo en el apartamento —dijo el chico, sorbiendo aún las lágrimas—. Yo quería cogerlo y… bueno, enterrarlo como corresponde. Pero mami dijo no.

—Tu mami tiene razón —aprobó Austin. Allí en pleno centro de la ciudad, densamente poblado, uno no debía enterrar ningún cadáver, aunque un viejo perro o un gato pudriéndose en el suelo no iba a añadir nada a los peligros de epidemia en medio de toda aquella basura sin retirar—. De acuerdo, vamos a verlo.

Siguió al chico hasta la esquina de la callejuela, y había allí como una especie de perrera hecha con trozos recuperados de madera y plástico. El hocico del perro asomaba por la entrada. Austin se inclinó para echarle un vistazo al cuerpo del animal, y lanzó un silbido.

—¡Oye! Era un hermoso animal, ¿eh?

El chico suspiró.

—Sí. Lo llamaba Rey. Mamá dice que quiere decir una persona con autoridad que gobierna sobre las demás. Era mitad pastor alemán y mitad chow… Sólo que se metió en esa pelea, ¿ve? Y allá donde fue mordido empezó a pudrirse. —Señaló.

Austin vio, a un lado del cuello del perro, una herida infectada. Debía haberle dolido como un infierno.

—Hicimos todo lo que pudimos por él. No sirvió de nada. Le dolía tanto que incluso me mordió. —Agitó el brazo vendado—. Esta última noche se la pasó aullando y aullando, se le podía oír incluso con las ventanas cerradas. De modo que finalmente mami tuvo que tomarse unas pastillas para dormir, y dijo que yo le diera una a él también. ¡No hubiera debido hacerle caso! Pero los vecinos estaban muy enfadados con el ruido… —Se alzó desconsoladamente de hombros.

Austin asintió, calculando el peso del animal. No menos de treinta kilos, quizá treinta y cinco. Una buena carga. ¿Cómo había podido una familia tan mal alimentada dar de comer a una boca extra tan grande? Bien, mejor llevárselo.

Se inclinó para sujetarlo, y su mano rozó algo que colgaba en la parte interior del techo de la caseta. ¿Qué…?

¡Oh, no!

Descolgó la cosa del gancho que la sujetaba y la sacó. Una tira de papel cazamoscas. Una marca en español. Sin indicación de país de origen, por supuesto.

—¿Dónde conseguiste esto? —preguntó.

—Mami compró una caja. Las moscas están tan pesadas desde que dejaron de retirar las basuras. Y no dejaban de pasearse por las heridas de Rey, así que colgué una.

—¿Tiene colgadas tu madre más de esas en el apartamento?

—Sí, claro. En la cocina, el dormitorio, por todas partes. Van muy bien.

—Sube rápidamente y dile que debe quitarlas. Son peligrosas.

—Pero… —Se mordió los labios—. Bien, de acuerdo. Le diré que usted lo ha dicho. Cuando se despierte.

—¿Qué?

—Aún no se ha levantado. La he oído roncar antes de bajar. Y no le gusta que la moleste.

Austin apretó los puños.

—¿Qué clase de píldoras para dormir toma… barbitúricos?

—¡No lo sé! —Había miedo y sorpresa en los ojos del chico—. ;Sólo píldoras, supongo!

Era estúpido haberlo preguntado. Ya sabía de qué se trataba.

—¡Rápido, llévame hasta tu apartamento!

—¡Smith! —rugió el jefe del equipo, apareciendo en la entrada del callejón—. ¿A qué diablos está jugando? ¿Dónde te crees que te encuentras?

Austin agitó la tira de papel cazamoscas bajo su nariz.

—¡Hay una mujer enferma ahí arriba! ¡Ha tomado barbitúricos en una habitación con las ventanas cerradas y una de esas cosas colgada del techo! ¿Sabe usted lo que ponen en esas asquerosidades? ¡Diclorvos! ¡Es un antagonista de la colinestarasa! ¡Mézclelo con barbitúricos y…!

—¿De qué demonios estás hablando? —restalló el jefe del equipo.

—¡Es así como murió este perro! ¡Vamos, aprisa!

Consiguieron salvar su vida. Pero naturalmente los periodistas quisieron hablar con aquel basurero tan sorprendentemente bien informado, así que tuvo que marcharse de nuevo antes de darles la oportunidad.

UN PLAN A ESCALA PLANETARIA

La fachada del edificio del trust Bamberley había sido reparada tan solo provisionalmente. Los cristales rotos habían sido sustituidos, por supuesto —uno no podía permitirse el dejar entrar el aire de la calle—, pero la planta baja había sido cubierta con planchas de madera. Escasez de mano de obra, dedujo Tom Grey.

—¡Parece como si hubieran sufrido un terremoto! —dijo alegremente el taxista.

—Bueno, no exactamente —contradijo Grey—. Un terremoto produce un tipo de daños altamente característico, fácilmente distinguible de los efectos de una bomba. —Pero iba con retraso para su cita con Moses Greenbriar, de modo que no se sintió inclinado a proseguir con el tema.

Por otro lado, no había nada más deprimente que permanecer allí en la calle. Las basuras estaban apiladas en altos montones por toda la acera y contra las paredes de los edificios. Además, el aire era increíblemente húmedo y viscoso, debido sin lugar a dudas a los sistemas de acondicionamiento de aire… y la gente que aguardaba en las paradas del autobús tosía y lagrimeaba constantemente debido a los humos. Viniendo del aeropuerto había visto iniciarse una pelea en una de las paradas, entre dos hombres con monos de trabajo que —sorprendentemente— estaban golpeándose a paraguazos.

Su taxista le informó espontáneamente que aquella línea de autobuses se había visto particularmente afectada por la epidemia de enteritis, y que aquella gente debía estar esperando al aire libre desde hacía más de una hora, lo cual era malo para el temperamento. Él había preguntado acerca de los paraguas, y el hombre se había echado a reír.

—¡Oh, eso es la lluvia de Nueva York! —había dicho con una especie de perverso orgullo—. ¡Yo también llevo uno, no podría pasarme sin él! —Señaló al estante bajo el tablero de mandos—. ¿Sabe?, voy a dejar este trabajo el mes próximo. ¡Estoy harto de los trainitas! ¿Ha visto la calavera y las tibias que me han pintado en este coche? —Grey no las había visto; sin duda estaban en el otro lado de por donde había entrado—. Ya es bastante para mí. Voy a invertir mis ahorros en un negocio de tintorería. Es lo que más rinde en estos momentos. Cinco minutos bajo la lluvia, con paraguas o sin paraguas, y si uno no lleva a limpiar inmediatamente su traje ya puede comprarse otro.

Muchas de las farolas de la calle estaban rotas y aún no habían sido reparadas. Los guardias nacionales, con mascarillas y cascos pero armados tan sólo con pistolas, estaban controlando el tráfico. Lo habían dicho en las noticias: el alcalde había ordenado a todos los policías que aún estaban en condiciones de prestar servicio a cubrir los trabajos esenciales tales como las patrullas nocturnas contra el crimen.

Había grandes carteles del Departamento de Salud Pública en el aeropuerto, advirtiendo a todos los recién llegados a la ciudad que adquirieran una renombrada marca de comprimidos profilácticos para el estómago, y que bajo ninguna circunstancia bebieran agua sin purificar.

—Nunca en mi vida había llevado a tantos borrachos a casa —había dicho el taxista—. Parece como si se hubieran tomado esa advertencia de no arriesgarse a beber agua como una orden de beber únicamente alcohol.

—Yo no bebo —había dicho Tom Grey.

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