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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

El rebaño ciego (33 page)

Un hombre con una bomba podía arruinar a una compañía aérea. Un hombre con una causa podía arruinar a diez mil propietarios de hoteles. Un hombre con una palanca suficiente…

O una mujer. Peg iba en busca de su propia palanca. Era por eso por lo que deseaba hablar con Lucy Ramage.

En ese momento llamaron a la puerta. Observó a través de la mirilla antes de abrir; uno de los trucos preferidos de los asaltantes en los hoteles de Nueva York era merodear por el vestíbulo hasta que alguien era invitado a subir a una habitación, y entonces golpear al visitante en el ascensor y llamar en su lugar.

Pero reconoció a Lucy Ramage de haberla visto por televisión.

La dejó pasar a ella y a su compañero, un hombre de piel morena con recientes cicatrices de cortes en su rostro y al que le faltaban dientes tanto arriba como abajo en la boca. Tomó sus mascarillas filtro, preguntó si les apetecía beber algo —ambos rehusaron— y fueron directamente al asunto, ya que vio que estaban impacientes.

—Me alegro de haber conseguido entrar finalmente en contacto con ustedes —dijo—. No ha sido fácil. Como chapotear por un pantano.

—Debe haberle parecido más difícil de lo que realmente era —dijo el hombre con una débil sonrisa—. Lo siento. La culpa es nuestra. Aquí trabajamos con… esto… ciertas dificultades, y preferimos investigar sus credenciales antes de dar señales de vida.

Una repentina luz se hizo en Peg.

—¡Su nombre no es López! Es… —Hizo chasquear los dedos con frustración—. ¡Usted es el uruguayo al que golpearon y que acusó que habían sido policías fuera de servicio!

—Fernando Arriegas —dijo el hombre, asintiendo.

—¿Se ha… se ha recobrado? —Peg se sintió enrojecer, como si sintiera vergüenza por su país.

—Tuve suerte. —Arriegas frunció los labios—. Sólo destruyeron uno de mis testículos. Me han dicho que aún puedo esperar ser padre… si es que aún puede considerarse seguro el traer un niño a este mundo enfermo. De todos modos, no hemos venido a hablar de mí. Usted ha estado intentando contactar a Lucy. Intentándolo muy persistentemente.

Peg asintió.

—¿Por qué? —dijo Lucy, inclinándose hacia adelante. Llevaba una gabardina de plástico pese al calor que hacía, y sus manos estaban hundidas fuera de la vista en el fondo de sus bolsillos. Pero no había nada particularmente sorprendente en ello; el plástico era la mejor armadura contra la lluvia de Nueva York. El caucho simplemente se pudría.

—Yo… bien… —Peg carraspeó; estaba terriblemente acatarrada en aquel momento—. Estoy trabajando en una serie de artículos para
Hemisphere
, de Toronto. El tema general es lo que los países ricos les están haciendo a los pobres incluso sin pretender perjudicarles, y por supuesto la tragedia de Noshri… —Abrió las manos.

—Sin mencionar la tragedia de Honduras —murmuró Arriegas. Echó una mirada a Lucy, y ella sacó de los grandes bolsillos de su gabardina una bolsa transparente llena de objetos parecidos a macarrones blandos y se la tendió.

—¿Los reconoce? —preguntó, mostrándoselos a Peg.

—¿Es Nutripon?

—Sí, por supuesto. Es más, se trata de Nutripon procedente de San Pablo, una muestra de la provisión que volvió a aquella gente loca e hizo que mataran a un inglés y a un americano, creyendo que eran demonios. Por ese crimen involuntario unos diez o doce mil hondureños están ahora muertos. —Su voz era tan inexpresiva como la de una máquina—. Nosotros hemos recapturado… es decir, los tupas hondureños lo han hecho, pero su causa es nuestra causa… hemos recapturado San Pablo y hemos efectuado un registro minucioso. Parte del envío original de este alimento fue hallado en las ruinas de la iglesia, donde al parecer lo tomaba la gente con la esperanza de exorcizar con ello al mal. Tuvieron que estar realmente hambrientos. Hemos enviado parte de él a la Habana para ser analizado, pero el resto lo hemos reservado para otras importantes aplicaciones, tales como asegurarnos de que cualquier americano que escriba sobre la
tragedia
—se apoyó en la palabra con pesada ironía— sepa de lo que está hablando.

Peg sintió que su mandíbula inferior caía inerte. Se esforzó en articular:

—¿Quiere decir que pretende que
yo
coma un poco?

—Exactamente. La mayor parte de sus periodistas con el cerebro lavado han repetido la mentira de que nuestras acusaciones eran falsas. Deseamos que al menos uno sea capaz de decir lo contrario.

Tiró de una banda de celulosa que cerraba el paquete y que produjo un pequeño sonido quejumbroso.

—¡Ya está! La caja dice que puede ser comido crudo… y no necesita usted preocuparse por si está o no en buenas condiciones: la caja de donde lo tomamos estaba completamente intacta cuando la encontramos.

—¡Aprisa! —restalló Lucy. Peg la miró, y de pronto se dio cuenta de que aquellos grandes bolsillos eran lo suficientemente grandes como para ocultar una pistola. La habían ocultado. Ahora estaba en la mano de Lucy y la boca de su cañón parecía tan enorme como un túnel del metro.

Llevaba silenciador.

—¡Están locos! —murmuró Peg—. Deben saber que están ustedes aquí… ¡los atraparán en unos minutos si utilizan eso!

—Pero no lo vamos a utilizar —dijo Arriegas con una pequeña sonrisa—. No es usted tan estúpida como para resistirse. Hemos estudiado muy cuidadosamente este veneno. Sabemos que esta cantidad —agitó la bolsa— produce el efecto de un pequeño viaje de ácido, no más. Aunque la comparación no es totalmente exacta, ya que me temo que el viaje que produce esto no puede ser calificado como un buen viaje. Quizás usted sea la primera afortunada en comprobarlo, si su conciencia está despejada.

—Y usted preferirá vivir hasta mañana que morir ahora —dijo Lucy—. Además, no va usted a morir. Yo he comido más que eso. Mucho más.

—¿Cu… cuándo? —tartamudeó Peg, incapaz de apartar sus fascinados ojos de la bolsa.

—Descubrí una cierta cantidad de él en una casa en ruinas —dijo Lucy—. Cerca del cadáver de un niño. No sé si era un niño o una niña, estaba tan aplastado. Y repentinamente comprendí que debía compartir eso con ellos. Era como una visión. Como lamer las llagas de un leproso. Creo que había dejado de creer en Dios. Quizá dejé realmente de hacerlo. Quizá lo hice porque ahora sólo creo en Satán.

Se inclinó hacia adelante con una repentina expresión de sinceridad.

—Mire, tome un poco y cómalo
… ¡por favor!
¡Porque
debe
hacerlo! La obligaremos a comerlo si es necesario, pero sería mucho mejor si usted se diera cuenta de que tiene que comprender. Tiene que verlo con sus propios ojos, sentirlo,
captar
lo que le hicieron a toda esa pobre gente indefensa… que venía a mi mesa donde distribuía las raciones de auxilio, pensando que iban a recibir una comida sana después de tanto tiempo sin nada que comer excepto unas pocas raíces y hojas envenenadas. Usted no puede escribir sobre eso, ni siquiera puede hablar sobre eso, ¡a menos que conozca por sí misma a qué horrible y espantosa trampa fueron arrastrados!

Casi como si estuvieran actuando por iniciativa propia, los dedos de Peg agarraron un trozo de la comida. Una sensación de fatalidad la envolvía. Miró suplicante a Arriegas, pero no pudo leer la menor piedad en sus fríos ojos pétreos.

—Lucy tiene razón —dijo el hombre—. Piense para usted misma: estoy tan débil a causa del hambre que apenas puedo mantenerme en pie. Piense: me han enviado ayuda, esta noche voy a dormir tranquilamente por primera vez en meses con el estómago lleno, y mañana habrá más comida, y el día después de mañana. Este infierno viviente ha terminado por fin. Piense en eso mientras come. Luego, más tarde, quizá comprenda la magnitud de su crueldad.

¿Pero por qué yo? ¡No es culpa mía! ¡Yo no estoy de su lado!

Y en el mismo instante en que era formulado este pensamiento se dio cuenta de que no era cierto. Había sido configurado, una y otra vez, en más ocasiones de las que concebiblemente podían ser contadas, por millones de otros antes que ella… ¿y qué impacto había tenido en el mundo? ¿Acaso no había pasado todas aquellas últimas semanas constantemente horrorizada ante la falta de juicio, la incompetencia, la locura absoluta de la humanidad?

Esos dos debían estar locos. No cabía la menor duda. Pero aún era más loco pensar que el mundo tal como era podía ser llamado «cuerdo».

Quizá si ella comía tan sólo uno o dos pedazos, lo suficiente para satisfacerles… Compulsivamente, Peg empujó el trozo que mantenía entre sus labios y empezó a masticar. Pero su boca estaba tan seca que sus dientes únicamente lo convirtieron en una bola que no podía tragar.

—Inténtelo con mayor convicción —dijo Arriegas clínicamente—. Le aseguro que no tiene que preocuparse. Aquí solo hay un poco más de cincuenta gramos, yo mismo los he comido. Aquellos que se volvieron locos en Noshri comieron más de medio kilo.

—Dale agua —dijo Lucy. Con cuidado, para no pasar por delante del arma, Arriegas fue a buscar una jarra y un vaso que dejó sobre la mesa vecina. Pego bebió obedientemente un sorbo, y la comida pasó.

—Más.

Tomó más.

—¡Más!

Tomó más. ¿Era una ilusión, o le estaba ocurriendo ya algo? Se sentía aturdida, despreocupada de las consecuencias de lo que estaba haciendo. La comida sabía incluso bien, tenía buen paladar, y su saliva había vuelto y le ayudaba a tragar muy rápidamente. Tomó media docena de trozos y se los metió juntos en la boca.

Y la habitación parecía oscilar de lado a lado, al ritmo de sus mandíbulas.

—Yo —dijo sorprendida, y la miraron con ojos como rayos láser.

—Creo que voy a desvanecerme —dijo tras una pausa. Se inclinó hacia la mesa para depositar el vaso de agua, y falló. El vaso cayó sobre la alfombra y no se rompió, pero dejó escapar una lengua cristalina, el resto de su contenido. Quiso ponerse en pie.

—¡Quédese donde está! —ordenó Lucy, agitando la pistola—. ¡Fernando, sujétala! Habrá que obligarla a comer el resto.

Peg intentó decir que no sería necesario, pero el mundo vaciló y cayó al suelo. Con un distante rincón de su mente se aseguró a sí misma que no era debido a una droga en la comida. Era sólo puro terror.

Hubo un enorme ruido de movimiento en sus oídos.

Pero sus ojos estaban abiertos, y pudo verlo todo con una perspectiva extrañamente distorsionada, como si estuviera mirando por un gran angular con una curvatura muy pronunciada en los lados. Lo que veía era la puerta abriéndose de golpe y a alguien —un hombre— entrando. Estaba horriblemente desproporcionado, con unas piernas tan delgadas como cerillas, su torso grotescamente hinchado hacia una cabeza del tamaño de una calabaza. No deseaba ver a alguien tan feo. Cerró los ojos. Al mismo momento hubo dos ruidos como el descorchar de una botella, y un gran peso cayó atravesado sobre sus piernas. Furiosa, intentó moverlo con sus manos, apartarlo de encima.

¿Húmedo?

Obligó a sus ojos a abrirse de nuevo, y esta vez veía como a través de una vela agitada por un fuerte viento. Rojo brillante rodeado de pálido oro. Sí, por supuesto. La parte de atrás de una cabeza. La cabeza de Lucy Ramage. Con un limpio orificio en medio. Un disparo perfectamente dado en el blanco. Había caído de través sobre las piernas de Peg. También estaba Arriegas, doblado sobre sí mismo y vomitando algo rosado con estrías rojas. Estaba sobre ella ahora, sobre sus ropas. Menos oro, más rojo. Cada vez más rojo. Se extendía más allá de los límites de su velada visión. Luego vino la oscuridad.

LA SEÑAL DE PARTIDA

—Bien, amor, ¿qué opinas? —dijo Jeannie orgullosamente, mientras ayudaba a Pete a entrar en la sala de estar. No sería capaz de conducir durante mucho tiempo aún, por supuesto, de modo que ella debía llevarlo e irlo a buscar al trabajo. Pero cada vez se las arreglaba mejor con las muletas, y su apartamento estaba en la planta baja, así que no había demasiados escalones, que era lo que más le costaba aún.

Lo habían encontrado en un estado deplorable, debido a que había permanecido sin alquilar durante meses —poca gente deseaba apartamentos en la planta baja, eran demasiado fáciles de violentar—, y les habían advertido que estaba lleno de pulgas. Pero el exterminador había dicho que estaban por todas partes hoy en día, incluso en las mejores familias, je, je, y que eran resistentes a todo, y había pintura nueva por todas partes y Jeannie tuvo que trabajar como una furia porque había cortinas nuevas y tapizados nuevos en los viejos muebles.

—Luce estupendo, querida. Estupendo. —Y le envió un beso.

—¿Te apetece una cerveza?

—No vendría del todo mal.

—Siéntate. Te la traeré. —Y desapareció en la cocina. Estaba equipada con las mismas viejas cosas que tenían en Towerhill, excepto que habían tenido que comprar un nuevo congelador; el viejo se había estropeado y la única firma en Denver que aún efectuaba reparaciones tenía una lista de espera de dos meses. Desde el otro lado de la puerta preguntó:

—¿Cómo ha ido tu primer día de trabajo?

—Muy bien. Ni siquiera me siento cansado.

—¿Qué es lo que hace un supervisor de stocks?

—Algo parecido a un expedidor, supongo. Asegurarse de que queda registrado todo lo que enviamos para instalación, mantener el control de lo que es utilizado y lo que vuelve. Algo sencillo.

Cuando salió de la cocina, vio que él no estaba en su silla sino dirigiéndose hacia la otra puerta.

—¿Adónde vas?

—Al baño. Vuelvo en un minuto.

Al regresar, tomó la cerveza. También en un vaso. ¡Subían en la escala social!

—Tengo una noticia para ti —dijo Jeannie—. ¿Has oído que van a volver a abrir la planta? Todas las modificaciones ya están hechas, y tan pronto como…

—Querida, no vas a volver a la planta.

—Bueno, no inmediatamente, amor, por supuesto que no. Quiero decir no hasta que tú puedas conducir de nuevo, y cosas así. Pero aquí en Denver todo está… —un gesto vago—. Un alquiler tan alto, y todo lo demás.

—No —dijo Pete de nuevo, y rebuscó con dos dedos en el bolsillo superior de su camisa. La pequeña tarjeta de plástico con las píldoras anticonceptivas. Nueva, sin tocar. El ciclo mensual empezaba hoy.

—Y puedes olvidar eso también —dijo.

—¡Pete!

—Tranquila, querida. Ya sabes lo que van a pagarme.

Ella asintió, vacilante.

—Añade lo que voy a cobrar por esos anuncios en televisión.

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