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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

El rebaño ciego (36 page)

—Hey, tú no eres americano —dijo el hombre negro. ¿Hombre? Quizá muchacho; su voz tenía un tono alto, toda ella emitida con la cabeza y no con el pecho.

—No, no lo soy. ¡Soy irlandés!

La luz de una linterna lo atravesó como una aguja a una mariposa. ¿Durante cuánto tiempo sería válida esa imagen? No había visto ninguna mariposa en aquel país.

Una nueva voz, la de una chica, dijo:

—¡Un uniforme!

—Tranquila —dijo el muchacho negro—. Dice que es irlandés. Así que, ¿qué estás haciendo aquí, amigo?

Michael sintió que el sudor resbalaba por su piel. Dijo:

—Soy un observador de las Naciones Unidas.

—Y nos estás observando a nosotros, ¿eh? —Con ironía.

—No sabía que hubiera nadie por aquí. Simplemente salí a dar una vuelta.

—Hey, hombre. Seguro que eres un extranjero. —El muchacho negro enfundó su cuchillo y avanzó hacia el rayo de luz de la linterna—. Pensé que eras un poli. Pero ellos van en manada.

—¡Es un zorrino! —restalló la chica. Michael había oído el término: significaba soldado. Se sintió amenazado.

—Pero no lleva ningún arma —dijo el muchacho negro.

La voz de la chica cambió de repente.

—Mierda, eso es cierto. Hey, amigo, ¿qué tipo de ejército es ese en el que no llevas ningún arma?

—Soy oficial médico. —Michael obligó a que las palabras surgieran de su reseca garganta—. ¿Queréis ver mi documentación?

El muchacho negro se acercó más, mirándolo de la cabeza a los pies.

—Sí —dijo tras un momento—. Creo que lo haremos.

Michael sacó sus papeles del bolsillo. El muchacho los estudió.

—Vaya, infiernos. Un mayor. Bienvenido a ese montón de mierda sobre el que vivimos, Mike. ¿Te gusta?

—Daría cualquier cosa por largarme inmediatamente —gruñó Michael—. Pero ellos no me dejan.

—Ellos —apoyándose fuertemente en la palabra— no te dejan hacer nada. —Le tendió los papeles de vuelta y retrocedió un par de pasos—. Me llamo Fritz —añadió—. Esa es Diana… Hal… Curt… Bernie. Ven y siéntate.

No parecía haber otra alternativa. Michael avanzó. El grupo había acampado allí, se dio cuenta entonces: sacos de dormir ocultos por un círculo de matorrales, unas pocas brasas en un fuego sobre piedras planas.

—¿Una fumada? —dijo Fritz—. ¿O prefieres una rnascada?

—¡Fritz! —gritó la chica Diana.

Fritz soltó una risita.

—A Mike le importa un pimiento como remontemos nuestra moral. ¿Verdad, Mike?

La referencia a una mascada explicó bruscamente a Michael el tono agudo —casi demasiado agudo— de la voz de Fritz. Iba cargado de khat, popular entre los negros americanos porque procedía de África: una hoja estimulante que podía ser mascada o fumada o bebida en infusión, exportada en enormes cantidades de Kenya por el pueblo meru, que la llamaba meru-ngi.

—No, gracias —dijo tras una pausa.

—Hombre, no sabes lo que te estás perdiendo. —Ese era… ¿Bernie? Sí, Bernie. Se rió—. Una de las grandes medicinas naturales. ¿No has atrapado la diarrea últimamente?

—Sí, claro.

—No hay «claro» con la diarrea. Dijeron que treinta y cinco millones de personas la atraparon. Nosotros no. ¿Dónde está la mascada?

—Aquí. —Curt, el siguiente en línea, sacó la húmeda bola de su boca y se la tendió. Michael reprimió un estremecimiento. Era interesante, eso de haber escapado de la diarrea universal. Debido al efecto astringente de la droga, sin duda.

—¿Qué os ha traído aquí? —preguntó.

—Somos turistas —respondió Fritz con una risa aguda—. Solo turistas. ¿Y tú?

—Oh, van a quemar toda esa comida sospechosa mañana. Estoy aquí para comprobar que el trabajo se efectúe como es debido.

Una nueva pausa. Repentinamente, el llamado Hal dijo:

—Bien, no lo harás.

La chica Diana le dirigió una temerosa mirada de soslayo. Era muy rubia y bastante agraciada, aunque un poco gordita.

—¡Hal, vigila tu lengua!

—Es un hecho, ¿no? ¡Nadie va a detenernos!

Michael dijo lentamente, incrédulamente:

—¿Estáis aquí para intentar meter las manos en esa comida?

Una vacilación. Luego asentimientos. Categóricos.

—¿Pero por qué? —Pensó en todos aquellos jóvenes que había visto viniendo de Denver: ¡centenares! Y Steinitz, en la factoría, había dicho que hacía días que iban llegando.

—¿Por qué no? —era Curt.

—Ajá, ¿por qué no? —Hal de nuevo—. Sería la primera vez, auténticamente la primera vez, que el gobierno de este asqueroso país se la jugara a algunos de sus ciudadanos. —Hizo que la palabra «ciudadanos» sonara obscena.

Diana se pasó la lengua por los labios. Tenía unos labios gruesos y una lengua afilada. Sonó como «srlup».

—¿Estáis locos? —jadeó Michael sin poder contenerse.

—¿Acaso el estar loco no es la única forma cuerda de vivir en este jodido mundo? —respondió Fritz.

—¡Pero no hay droga en la comida que tienen almacenada ahí! He visto los análisis.

—Seguro, eso es lo que dicen. —Se alzó de hombros—. Pero dijeron lo mismo respecto a ese lugar en África, y lo están diciendo ahora sobre Honduras… ¡Asquerosos embusteros!

—Oh, no sabéis lo que estáis diciendo. ¡Yo he estado en Noshri! ¡Yo he visto!

Sin advertencia previa, aquello tomó posesión de él: el recuerdo de los lamentos y los sonidos y los olores, el barro pegándose a sus botas, la sensación de desesperación. Habló de los niños golpeados hasta la muerte por sus propios padres. Habló de los soldados que huían sollozando y gritando por entre los arbustos. Habló de las mujeres que nunca más podrían volver a ver algo tan común como un cuchillo de cocina sin echar a correr gritando aterradas. Habló del hedor y de la enfermedad y del hambre. Habló de todo ello, palabras que fluían de él como el agua por una presa rota. Y no fue hasta que empezó a dolerle la garganta que se dio cuenta de que durante todo el tiempo había estado diciendo:

—La comida americana hizo esto, hizo aquello…

Lucy Ramage y su amigo uruguayo se hubieran sentido complacidos. Pero estaban muertos.

Se interrumpió bruscamente, y por primera vez en largos minutos miró a sus oyentes en vez de a los recordados horrores de África. Todos ellos exhibían idénticas sonrisas pensativas.

—¡Espera, hombre! —suspiró finalmente Diana—. ¡Piensa en lo que representa echarle una mano a todo el viaje que hay ahí!

—¡Sí! —añadió Curt—. ¡Piensa en un viaje que nunca se acaba!

—Si intentan impedirme que agarre un pedazo de eso —dijo Hal—, deberán quemarme a mí antes de quemar esa mierda.

—¡Pero no es posible que queráis volveros locos! —estalló Michael. Buscó la frase adecuada—. No podéis desear… ¡un viaje horrible que dure todas vuestras vidas!

—¿Seguro que no, compañero? ¡Estás muy equivocado! —Fritz, con una voz fría, mortalmente seria, muerta—. Escucha, Mike, porque no comprendes y deberías comprender. ¿Quién desea estar cuerdo en este país sabiendo que cada inspiración que haces, cada vaso que llenas de agua, cada baño que te tomas en el río, cada comida que engulles, te está matando? Y tú sabes por qué, y tú sabes quienes son los que nos están haciendo esto, y tú no puedes devolvérselo a esos hijos de puta.

Se había puesto bruscamente de pie, dominando a Michael, incluso cuando Michael también se levantó. Tenía más de metro noventa de estatura, quizá metro noventa y cinco. Parecía una representación medieval de la muerte: despiadada, delgada, hambrienta.

—Yo no deseo morir, amigo. Pero no puedo soportar el seguir viviendo. Desearía despedazar a esos tipos asquerosos miembro a miembro. Desearía arrancarles los ojos. Desearía llenar su boca con su propia mierda. Desearía tirar de sus entrañas a través de su culo, centímetro a centímetro, y enrollarlas alrededor de sus cuellos hasta que se ahogaran. ¡Desearía estar tan loco furioso que pudiera pensar en todas las cosas que merecen que se les hagan! ¡Ahora quizá comprendas!

—Ajá —dijo Diana muy suavemente, y escupió la bola de khat a los rescoldos de su fuego, donde chisporroteó.

—Vete, Mike. —Fritz sonó de pronto cansado—. Tan lejos como puedas. Vuelve a tu casa. Déjanos ocuparnos de esos hijos de madre. Un día quizá puedas volver, tú o tus nietos, y descubrir un lugar adecuado para que la gente viva en él, blanca o negra.

—O verde —dijo Diana con una risita histérica—. Verde como Irlanda.

Miró fijamente a los ojos de Fritz durante un largo momento, y lo que vio le hizo dar media vuelta y echar a correr.

Aunque la mayoría de los trabajadores de la planta, especializados o no, habían sido enviados a engrosar las filas de los sin empleo en Denver, un puñado de ellos habían sido mantenidos allí, y con su ayuda él y Robles pasaron la mañana siguiente comprobando los listados de existencias para asegurarse de que ninguna caja de Nutripon sospechoso fue extraída del interior de la factoría. Tropas con carretillas elevadoras trasladaron luego todas las existencias a un aparcamiento de cemento vacío y las apilaron en un monstruoso montón frente a los láseres de combate que habían sido alineados para calcinarlas hasta reducirlas a cenizas.

Los listados eran exactos. El trabajo avanzaba rápidamente. No dejaba de oír —se suponía que iban dirigidos a él— los comentarios de los soldados: «¿Por qué infiernos esos sucios extranjeros vienen a decirnos lo que tenemos que hacer? Un hombre en particular, un sargento llamado Tatum, delgado, alto, pelirrojo, parecía animar a su pelotón a lanzar esas observaciones cada vez que Michael estaba cerca. Les respondió secamente, amargamente. Muy pronto, muy pronto todo habría acabado, y podría volver a casa.

De tanto en tanto alzaba la vista hacia la ladera verdegris de la colina detrás del aparcamiento, esperando verla bullir de figuras humanas: Fritz y sus amigos, y todos los otros cientos. Pero aunque creyó ver en ocasiones movimientos entre los arbustos, nunca vio ningún rostro. Casi podía creer que había soñado la terrible experiencia de la noche pasada.

—¿Desear volverse locos? ¡Eran poco menos que niños!

Pero finalmente el resonante domo del almacén estuvo vacío, y no quedaba nada en el resto de la factoría, donde los nuevos y flamantes purificadores de aire remataban a intervalos el techo, y pequeños certificados de la firma especializada relucían bajo las rejillas de ventilación… y estuvo de acuerdo con Robles que podían ir e informar al coronel Saddler de que todo estaba dispuesto. Robles estaba impacientándose desde hacía media hora. Michael sintió un perverso placer en hacerle esperar un poco más.

Había llegado a la conclusión, sobre las bases de lo que Fritz le había dicho, de que entre las razones de su inmediata antipatía hacia Robles una de las más importantes era que el venezolano llevaba constantemente una automática al cinto.

—Se han tomado su tiempo —gruñó el coronel Saddler—. ¡Pensé que podríamos quemar todo eso antes de comer!

La noche pasada había dicho que estaba esperando ser trasladado a un puesto en Honduras.

A buena distancia del cemento, gris bajo el cielo gris, los periodistas aguardaban junto a sus coches y las unidades móviles de televisión, preparados para registrar el acto de destrucción como prueba de las buenas intenciones de América hacia el mundo.

—Pero ahora pienso que será mejor que vayamos a dar antes unos mordiscos —añadió el coronel irritadamente—. ¡Sargento!

Era Tatum, el hombre pelirrojo que tanto parecía odiar a Michael.

—Sargento, dígales que vamos a hacer un alto para comer, y asegúrese de que el pelotón de los lanzallamas esté de vuelta diez minutos antes de… ¿Qué infiernos?

Todos giraron la cabeza al mismo tiempo, y descubrieron que lo que Michael había estado esperando durante toda la mañana había ocurrido. Debían haber estado observando desde la colina con la habilidad y la paciencia de una entrenada guerrilla. Ahora, dándose cuenta de que el trabajo de sacar toda la comida del almacén había terminado, se habían dejado ver y estaban avanzando hacia la verja de tela metálica que delimitaba en aquel lugar los límites de la factoría Parecían como un ejército medieval. ¿Doscientos? ¿Trescientos? Con cascos de motoristas, botas de escalada, y en sus brazos escudos de fabricación casera exhibiendo como escudo de armas el símbolo trainita de las tibias cruzadas y la sonriente calavera.

—¡Echad a esos locos estúpidos fuera de aquí! —rugió el coronel—. ¡Traedme un megáfono! ¡Sargento, no deje que los hombres se vayan a comer todavía! Dígales a esos idiotas que si no se han marchado en cinco minutos…

—¡Coronel! —estalló Michael—. No puede…

—¿Qué no puedo? —Saddler se giró furiosamente hacia él—. ¿Está usted presumiendo de darme órdenes… mayor?

Michael tragó saliva dificultosamente.

—¡No puede arriesgarse a prender fuego a la comida con todos esos chicos ahí!

—No voy a arriesgarme a nada —dijo Saddler—. No sería ninguna pérdida para este país. Apostaría a que la mitad de ellos son desertores, y los demás mintieron al tribunal de reclutamiento. Pero les voy a dar una oportunidad. Gracias, sargento. —Tomó el megáfono que había pedido. Alzándolo hasta su boca, gritó—: ¡Vosotros, los de ahí fuera! Dentro de cinco minutos… —Echó a andar hacia la verja.

Más allá, dándose cuenta de que ocurría algo inesperado, los periodistas se agitaban inquietos, cámaras y micrófonos preparados.

En la ladera de la colina, cerca de una chica de pelo rubio, la silueta de un delgado negro, muy alto. En su mano, algo brillante. ¿Un cuchillo? ¡No, unas tenazas!

Saddler completó el recital de su advertencia y se giró, observando su reloj.

—Primero los rociaremos un poco con las mangueras, sargento —murmuró—. No quiero que ese maldito estúpido irlan…

Y se dio cuenta de que Michael le había seguido y estaba ahora mismo al alcance de su voz. Enrojeció y alzó el tono:

—Espero que esto merezca su aprobación —ladró—. ¡Apostaría a que la mayoría de ellos necesitan realmente un baño!

—Quizá allá donde viven no puedan tomar un baño sin peligro —dijo Michael. Sentía que la cabeza empezaba a darle vueltas. Había dormido muy mal tras su encuentro con los jóvenes en la colina.

—¿Qué infiernos quiere decir con esto?

Michael miró con el rabillo del ojo al extraño ejército bajando por la ladera. A todo su alrededor los sargentos estaban disponiendo a sus hombres para proteger la verja. Las mangueras contra incendios, traídas como precaución por si los láseres de combate incendiaban la seca hierba y los arbustos, estaban siendo alineadas. Sobre cada boca de pozo —la planta disponía de sus propios pozos, debido a que el proceso hidropónico necesitaba enormes cantidades de agua—, los servidores de las mangueras se inmovilizaron junto a sus bombas, preparados para entrar en acción a la menor señal. Con un sordo rugir, un helicóptero se elevó al otro lado de la factoría, con un hombre inclinado sobre la portezuela abierta, con una cámara portátil en la mano. Las letras «ABS» estaban pintadas en sus costados.

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