El rebaño ciego (51 page)

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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

—¿Y a eso le llama usted malas noticias? ¿Quién desea tener descendencia en este asqueroso mundo?

MEMORANDUM

De:
Dr. Elijah Prentiss

A:
Director del Hospital.

Debido a esta maldita fibrositis, no estaré en condiciones de…

Drew Henker y Ralph Henderson, como la mayoría de trainitas, habían legado sus cuerpos para fines médicos. Pero ningún hospital del Estado los aceptó. Todos tenían tantos muertos por heridas de bala como podían desear.

—¿Harold? Harold, ¿dónde estás?… Oh, aquí. —Los calmantes habían suavizado el dolor de cabeza de Denise, un poco, y se había adormecido. Despertándose sobresaltada, se había preguntado qué hacían los chicos. Pero todo estaba bien; Josie estaba acostada, y Harold permanecía sentado en un rincón de su dormitorio, muy tranquilo, su pierna mala doblada bajo su cuerpo como de costumbre.

—Harold, querido, ya es hora de… ¿Harold?

Permanecía sentado allí, simplemente, mirando al vacío.

Fue el primero.

LA IMAGEN

es la de una casa: grande, antigua, en su tiempo muy hermosa, edificada por alguien cuya imaginación estaba a la altura de sus habilidades. Pero luego vinieron los problemas y los tiempos difíciles. Arrendada y luego subarrendada, la casa se vio infestada como si fuera una plaga por ocupantes que no sentían ningún apego a su esencia, y estaban siempre dispuestos a quejarse sin aceptar ninguna responsabilidad sobre su conservación.

De modo que desde lejos puede apreciarse ahora que el techo está arqueado hacia adentro como el lomo de una ballena azul. Algunas de las tejas están rotas por un antiguo huracán y no han sido reparadas; bajo ellas la madera se ha curvado y hendido. Un paso, por ligero que sea —incluso el de un niño que recién aprende a caminar— es suficiente para hacer rechinar el piso por todas partes.

El sótano también se encuentra en deplorables condiciones. Se ha inundado más de una vez. Los cimientos se han movido. Un hedor impregna el aire, testimonio de generaciones de borrachos que orinaban allá donde les acuciaba la necesidad. Hay mucha carcoma. Armarios y alacenas llevan años cerrados debido a que dentro florecen los mohos de incontables humedades, y apestan. La gran escalera exhibe el escalón que le falta a medio camino hacia la noble galería que rodea el vestíbulo de la entrada. Uno o dos de los ancestrales retratos permanecen todavía, pero no más la mayoría han sido vendidos, junto con las estatuas de mármol que en su tiempo adornaban la escalinata de la entrada. La cochera es húmeda y ofrece refugio a una familia de niños subnormales, huérfanos, medio desnudos, sucios e incestuosos. Hay pulgas.

El césped está cubierto de porquería arrastrada por el viento Los pececillos dorados que acostumbraban a deslizarse entre los nenúfares en la piscina ornamental aparecieron flotando, la barriga al aire e hinchados, una primavera que siguió a un invierno de fuertes heladas; ahora han desaparecido. El camino enarenado está oscurecido por dientes de león y romazas. Las puertas de hierro que lo rematan en la entrada están salidas de sus goznes desde tiempo inmemorial, y medio comidas por el óxido. Las puertas del interior de la casa han sido convertidas hace mucho en leña para el fuego.

Más de la mitad de las ventanas están rotas, y ninguna ha sido nunca reparada. Las demás están tapadas con trozos de tela o con cartones cubriendo los cristales que faltan.

En el ala menos dañada el propietario, en una permanente bruma alcohólica, mantiene deliciosas conversaciones con imaginarios embajadores y duques. Mientras tanto, aquellos de entre los otros inquilinos que saben escribir redactan interminables cartas a las autoridades, exigiendo que alguien venga y arregle las goteras.

ESPASMO

Más tarde, rastrearon los primeros casos en el lado oeste de Denver, alrededor de Arvada, Wheatridge, Lakewood, y otros distritos que habían estallado demográficamente durante los últimos años. Para cubrir la casi doblada demanda de agua, que Denver estaba absorbiendo ya de una enorme área de miles de kilómetros cuadrados a través de un sistema de canalizaciones tan complejo y enrevesado como las raíces de un árbol, los lagos y depósitos existentes ya no resultaban adecuados: Ralston, Gross, Granby, Carter, Lonetree, Horsetooth…

Así que habían perforado, y hundido tuberías hasta los profundos estratos porosos, y habían excavado también enormes bolsas en la roca de las montañas para dejar al descubierto los bordes de esos estratos. El principio era éste: cuando la nieve se funde, enormes cantidades de agua fluyen y se pierden. Si bombeamos en el nivel hidrostático bajo las montañas, excavando al mismo tiempo espacios para albergar más agua, podremos conseguir que cada primavera la nieve fundida empape las rocas porosas y vuelva a llenar las reservas.

Lo habían probado el año pasado. Había funcionado bastante bien aparte los inevitables errores, como cuando uno de los nuevos mantos acuíferos resultó estar contaminado con aguas fecales. Eso condujo a lanzar de tanto en tanto avisos de agua no potable. Había habido también algunas quejas, como que algunos cursos de agua como el Boulder Creek y el Thompson y el Bear Creek habían discurrido más bajos este verano de lo que hubiera sido normal… pero esas quejas venían solamente de gente con mucha memoria, no de los saludables recién llegados que habían abandonado el viejo Estado-boom de California por el nuevo Estado-boom de Colorado.

Hoy, sin embargo…

Black Hawk:
Aturdido, el propietario de una casa recién construida con una magnífica vista tomó un cigarrillo, luego buscó su encendedor, no lo encontró, y utilizó una cerilla. La cerilla cayó de su temblorosa mano sobre el periódico del día. Se quedó contemplando cómo la llama prendía en el borde del periódico, fascinado. Se extendió… ¡hermoso, qué hermoso! ¡Toda amarilla y dorada y anaranjada, y en su centro negro, como una moviente flor!

Se echó a reír. Era tan bonito. Alzó el periódico y lo tiró sobre la alfombra, para ver si también ardía. Y ardió, y al cabo de poco rato él ardía también.

Towerhill:
—Mamá —dijo el niño pequeño con aire serio—. Te odio.

Y le clavó en el vientre el cuchillo de carnicero que llevaba consigo.

US 72:
—¡Cuantos más seamos, seamos seamos! —cantaba el conductor del Thunderbird, conduciendo a ciento cuarenta en dirección a Denver, con la música de
Ach Du Lieber Augustin
—. ¡Cuantos más seamos más nos reiremos! Porque tus amigos son mis amigos y…

Vio a una hermosa muchacha en el coche que estaba delante de él, y se puso a su lado, y aplastó el pedal del freno para alinearse con ella, y la empujó fuera de la carretera para poder decirle hola y besarla y compartir su extática felicidad.

Había un pilón. De cemento.
Crash
.

Golden:
Relajándose en su cálido y profundo baño, la mujer sorbía y sorbía el alto vaso de julepe que se había traído consigo, mientras escuchaba el melodioso tintineo de los cubitos de hielo a medida que se fundían. Llevaba allí casi una hora y media, escuchando la radio, canturreando, y en un momento determinado masturbándose porque tenía una cita muy especial aquella tarde. Finalmente, cuando el vaso estuvo vacío, se tendió de espaldas y dejó que el agua se cerrara sobre su rostro.

Wheatridge:
Batalló y batalló con la televisión estropeada, y la imagen no quería estabilizarse. Ondulaba constantemente, y los colores se mezclaban unos con otros.

A medida que pasaba el tiempo, sin embargo, se dio cuenta de que, de hecho, aquello era mucho más bonito que la televisión habitual. Se sentó ante el aparato y se quedó mirándolo, lanzando eventuales risitas cuando un rostro se volvía verde o azul brillante. Sin pensar, se llevó una mano a la boca, para chuparse el pulgar como un niñito pequeño. Resultó que estaba sujetando con la mano un cable de pruebas conectado a la corriente.

Ssss…

Bum.

Arvada:
Es hora de empezar a preparar la cena, maldita sea, o el asqueroso de mi marido se pondrá a chillar, y el niño está llorando de nuevo, y…

Con aire ausente, pensando en el programa de televisión que había estado contemplando durante toda la tarde, preparó al bebé y lo metió en el horno y conectó el termostato, y regresó a su sillón acunando el pollo.

Aquello hizo cesar el llanto. ¡Por supuesto que lo hizo!

Westminster:
—¡Tú, sucio bastardo blanco! —dijo el hombre negro, y lanzó su llave inglesa contra el hombre al otro lado del mostrador. Tras lo cual se sentó y empezó a meterse en la boca todo lo que halló al alcance de la mano: bombones, aspirinas, pastillas de chocolate, tabletas contra la indigestión. A veces las dejaba caer sobre la sangre que manaba de la cabeza del dependiente, para alegrar el color.

Lakewood:
¡Hey, tipos, huahuahuau! Nunca había encontrado una marihuana como ésta antes. Vaya viaje… ¡¡¡Estoooy V*O*L*A*N*D*O*!!! ¡Ja-ja! Me siento flotar, flotar, como si no tuviera los pies en el suelo sino que estuviera planeando en las corrientes de aire arriba y abajo. ¡GUAU! Pero esas cuatro asquerosas paredes me impiden el paso… no me dejan salir, disfrutar más, me mantienen prisionero y me golpean, golpean ¿dónde está la puerta? La puerta. La ventana está más cerca. Abrirla. Lanzarse al viento y simplemente planear hacia las montañas, huau.

Cuatro pisos sobre la calle son muchos.

Denver

ATAQUE

—¡Alan-n-n-n!

Era la voz de Pete, desde el almacén. Philip se interrumpió a media frase y miró a Alan y a Doroty. Estaban teniendo una especie de consejo de guerra para revisar la situación financiera de la firma. No era buena. Los repuestos entregados bajo garantía se habían llevado casi un tercio de sus ingresos calculados y ocupado la mayor parte de sus actividades de fontanería normal que aún seguían practicando. La única buena noticia era mala: Bamberley en California se había encontrado con los mismos problemas, y confiaban en iniciar un proceso colectivo contra Mitsuyama. Resultados: dentro de unos dieciocho meses, con suerte…

Era otro día pesado, húmedo, cálido, con un denso cielo encapotado, de modo que la puerta estaba abierta para que penetrara la más pequeña brisa, y habían oído gritos y ruidos de golpes en el almacén, pero no les habían prestado atención. Los nervios de la gente se alteraban a menudo con un calor como aquél.

—¡Eso suena serio! —hizo notar Alan, y se dirigió hacia la puerta. Los otros le siguieron. Siguieron el pasillo que separaba la sección administrativa del…

—¡Es Mack! —gritó Pete—. ¡Se ha vuelto loco!

Se detuvieron, apiñados en la puerta del almacén: atestadas estanterías llenas de repuestos embalados, la mayor parte de ellos filtros en sus cajas verdes y rojas con caracteres japoneses en sus tapas. En la puerta de su oficina en forma de garita, madera y cristal de unos tres metros de lado, Pete, con el rostro crispado, se agarraba a la jamba para sostenerse puesto que su bastón se hallaba más allá de su alcance. Tirado en el suelo a un metro de distancia. Philip lo recogió y se lo tendió, le ayudó a recuperar el equilibrio, y vio que estaba temblando. De más allá de su vista tras una barrera de estanterías, llegaron ruidos: cosas arrastradas y tiradas al suelo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Alan con voz rasposa.

—Mack… llegó hace unos minutos sin su ayudante —se obligó a decir Pete, jadeando tan violentamente que apenas tenía aliento para hablar—. Gritó algo acerca de los negros hijos de puta que creen que todo es suyo, ¡y empezó a tirarlo todo!

—¿Hay alguien más por aquí? —preguntó Philip.

—¡Nadie! Son las cuatro, y los instaladores aún están fuera, y envié a Gladis a casa. Estaba enferma… tonsilitis.

—Doroty, llame a la policía —dijo Philip. Ella asintió y echó a correr de vuelta por el pasillo.

—¡Pero no podemos dejarle que siga! —restalló Alan—. ¿Dónde está?

—¡Aquí estoy! —gritó Mack—. ¡Cú-cú!

Apartó las dos cajas superiores de una pila de casi dos metros de altura, al extremo de un pasillo entre dos estanterías, y los miró. Era un hombre alto, de anchos hombros. Su rostro brillaba sudoroso.

—¡Y cu-cú otra vez! —añadió—. ¡Quitadme a ese asqueroso negro fuera de mi vista, o voy a dejar todo este lugar arrasado!

—¡Mack…!

Alan dio un paso hacia adelante, pero en ese mismo instante Mack derribó toda la pila de cajas, crash-crash, y se oyeron pequeños crujidos cuando las cajas golpearon el suelo, carcasas de plástico de al menos una docena de purificadores rompiéndose. Luego empezó a patear todo lo que había caído al suelo. Pesaba unos ochenta, quizá unos noventa kilos.

—¡Hey, maldita sea, pare esto! —rugió Alan.

Mack frunció los labios y cogió algo de la estantería más cercana, y se lo tiró. Alan se agachó. Golpeó contra el cristal de la oficina de Pete, haciéndolo añicos. Mack se echó a reír como un niño de tres años y siguió reduciendo las cajas a pulpa. Tras un momento empezó a cantar rítmicamente:

—¡Yo soy… el rey… de este… castillo! ¡Nadie… me quita… mis anillos!

—Está realmente loco —murmuró Philip, sintiendo como si toda su sangre hubiera descendido de su cabeza a sus piernas, haciendo que su cerebro flotara y sus pies le pesaran terriblemente.

—Sí. —Alan se secó el rostro—. Ve a buscar mi pistola. ¿Sabes dónde la guardo?

—Sí.

Pero al darse la vuelta, Philip casi tropezó con Doroty que volvía.

—¡Phil, en el teléfono no hay línea! Y he visto fuegos ¡por todos lados! ¡Medio centro de la ciudad está ardiendo!

Los tres se inmovilizaron: Pete, Philip, Alan. De pronto recordaron cosas que habían oído durante la última media hora… las sirenas de los bomberos, las sirenas de la policía, disparos. Pero uno siempre oía esas cosas, durante todo el día, en cualquier gran ciudad.

Mack, mientras tanto, saltaba alegremente sobre aquellas cajas reventadas. De tanto en tanto derribaba un nuevo montón y lo añadía al resto.

—¿Estamos en guerra? —dijo Alan lentamente. El pensamiento estaba en todas las cabezas.

—Tengo una radio aquí —dijo Pete, señalando a su oficina, ahora llena de trozos de vidrio.

Philip corrió a cogerla, hizo girar el dial, buscando una estación que diera algo que no fuera música. Al cabo de un momento, un hombre estaba diciendo:

—¡Hey, Morris, pequeño! ¿Te has meado dentro de este café o qué? ¿Sabes?, odio ese último disco que acabas de poner. Voy a hacerlo pedacitos así de chicos. ¡Jodidos Body English, son una pandilla de asquerosos maricones!

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