—Sí —respondió el anciano jefe—. ¡Adelante!
Así que Tarzán saltó a la enramada y desapareció rumbo al poblado. Se desplazaba con más cautela que de ordinario, porque sabía que los hombres armados de rifle podían descerrajarle un tiro con la misma facilidad en los árboles que en el suelo. Por otra parte, cuando Tarzán de los Monos adoptaba la determinación de actuar extremando el sigilo, ninguna criatura de la selva podía moverse tan silenciosamente como él, ni hacerse tan invisible a los ojos del enemigo.
Llegó en cinco minutos al gigantesco árbol cuyas ramas pasaban por encima de la estacada en un extremo de la aldea y espió desde aquella atalaya a la horda salvaje que hormigueaba abajo. Contó cincuenta árabes y calculó que los manyuemas eran cinco veces más. Éstos habían empezado ya a atracarse de carne y, bajo las mismas narices de sus amos blancos, preparaban el espantoso festín que constituye la
piéce de résistance
, el plato fuerte con que se remata una victoria en la que caen en sus horribles manos cadáveres enemigos.
El hombre-mono comprendió que sería negativo atacar a aquella turba salvaje, armada con rifles y atrincherada tras los cerrados portones de la aldea, de modo que volvió junto a Waziri y le aconsejó que aguardara un poco, que él, Tarzán, tenía un plan mejor.
Pero, momentos antes, uno de los fugitivos había contado a Waziri el escalofriante asesinato de la esposa del anciano jefe y éste se hallaba en un estado tal de rabiosa exaltación que lanzó a los cuatro vientos toda prudencia. Convocó a sus guerreros, ordenó el asalto inmediato y el reducido contingente de poco más de cien hombres se precipitó demencialmente hacia las puertas de la aldea. Pero antes de que hubiesen llegado a la mitad del calvero, los árabes abrieron fuego desde la empalizada.
Waziri cayó en la primera de aquellas mortíferas descargas. El ímpetu y la carrera de los asaltantes se redujeron. Otra descarga abatió a media docena más. Sólo unos cuantos consiguieron alcanzar los atrancados portones… para caer allí, sin contar con la más leve sombra de posibilidad de franquear la empalizada. El ataque se desintegró y los guerreros supervivientes huyeron cada uno por su lado a refugiarse en la selva.
Una vez pusieron en fuga a los guerreros, los invasores abrieron las puertas y salieron en su persecución, para concluir la tarea de la jornada con el exterminio total de la tribu. Tarzán estuvo entre los últimos que volvieron al bosque y ahora, mientras se retiraba sin demasiada prisa, hacía un alto de vez en cuando para dar media vuelta y agujerear con una flecha certera el cuerpo de un perseguidor.
Ya en el interior de la jungla, encontró un puñado de guerreros que esperaban concentrados allí, firmemente resueltos a plantar batalla a la horda de árabes y manyuemas, pero Tarzán les ordenó a gritos que se dispersaran y procurasen seguir ilesos hasta que cayera la oscuridad. Entonces se podrían reunir y formar una buena partida combatiente.
—Haced lo que os digo —insistió— y os conduciré a la victoria sobre esos enemigos vuestros. Diseminaos por el bosque, ir avisando a todos los que encontréis y cuando llegue la noche, si receláis que os ha seguido alguien, despistadlo dando un rodeo y dirigíos al lugar donde hemos matado hoy a los elefantes. Entonces os explicaré mi plan y comprobaréis que puede dar resultado. No tenéis ni la más remota esperanza de salir bien librados si os enfrentáis con vuestras escasas fuerzas y vuestras simples armas a las armas de fuego y a la aplastante superioridad numérica de los árabes y manyuemas.
Accedieron por fin los negros.
—Cuando os desperdiguéis —concluyó Tarzán—, vuestros enemigos también se desperdigarán para perseguiros, lo que os permitirá matar a muchos manyuemas con vuestras flechas, si, ocultos en las ramas de algunos grandes árboles, los tenéis bien localizados.
Apenas dispusieron de tiempo para perderse de vista adentrándose más en la selva antes de que los primeros incursores llegasen al claro y continuaran la persecución por la arboleda.
Tarzán cubrió a pie un corto trecho antes de saltar a los árboles. Luego ascendió rápidamente al nivel superior de la enramada y emprendió veloz regreso al poblado. Se encontró allí con que prácticamente todos los árabes y manyuemas se habían lanzado a la persecución y que, en consecuencia, la aldea estaba desierta, con la salvedad de los prisioneros encadenados y de un solo centinela de guardia.
Éste se apostaba en el abierto portón de la aldea y dirigía la vista hacia la jungla, por lo que no pudo ver al ágkl gigante que aterrizó en el extremo de la calle, al fondo del poblado. Tenso el arco, Tarzán se fue acercando subrepticiamente al confiado centinela. Los prisioneros ya habían advertido la presencia de Tarzán y sus ojos rebosaban admiración y esperanza mientras contemplaban a su presunto libertador. Tarzán se detuvo a menos de diez pasos del desprevenido manyuema. La flecha ocupó su lugar en el arco, al nivel de los agudos ojos grises, cuya mirada se deslizó a lo largo de la pulimentada superficie del astil. La flecha salió disparada repentinamente, cuando los dedos soltaron la tensa cuerda del arco y, sin emitir un gemido, el centinela se desplomó de cara, con una flecha que le atravesaba el corazón y sobresalía unos treinta centímetros de su pecho negro.
Tarzán dedicó entonces su atención a las cincuenta mujeres y niños encadenados unos a otros por el cuello en una larga hilera de esclavos. Como no disponía de tiempo para abrir los viejos candados, el hombre— mono les dijo que le siguieran tal como estaban y, tras recoger el rifle y la canana del centinela muerto, condujo al ahora feliz conjunto de ex prisioneros a través del portón y hacia la selva, en la que entraron por el otro extremo del claro.
Fue una marcha ardua y lenta, porque formar parte de una cadena de esclavos era algo nuevo para aquellos seres y se retrasaban mucho: tropezaban cada dos por tres y en cada uno de los muchos traspiés arrastraban a los demás y todos iban a dar con sus huesos en el suelo. Por si fuera poco, Tarzán se vio obligado a dar un amplio rodeo para evitar que los sorprendieran los saqueadores, que muy bien podían volver. Los disparos intermitentes le guiaban respecto a la dirección que debía tomar y le indicaban que la horda árabe seguía acosando de cerca a los huidos habitantes del poblado. Estaba seguro, no obstante, de que si éstos obedecían sus consejos, pocas serían las bajas, aparte las que sufriesen los merodeadores.
Al anochecer, el tiroteo había cesado por completo y Tarzán comprendió que los árabes estaban de vuelta en la aldea. Apenas pudo reprimir una sonrisa de triunfo al pensar en la cólera que se apoderaría de ellos al descubrir que habían matado al centinela y se habían llevado los prisioneros. A Tarzán le hubiera encantado haber podido llevarse también una parte del marfil almacenado en la aldea, con el simple objeto de aumentar el furor de los árabes, pero no ignoraba que tal distracción tampoco era necesaria, puesto que contaba ya con un plan bien trazado que iba a impedir a los árabes, de manera efectiva, marcharse de aquellas tierras con un solo colmillo de elefante. Y habría sido una crueldad superflua cargar a aquellas pobres mujeres y niños, tan abrumados ya, con el peso adicional del marfil.
Era pasada la medianoche cuando Tarzán, con su lenta caravana, se aproximaba al punto donde yacían los elefantes. Le guió mucho antes de llegar la enorme hoguera que los indígenas habían encendido en el centro de una apresuradamente improvisada
boma
, en parte para calentarse y en parte para ahuyentar a cualquier león que pudiese rondar por las proximidades.
. Antes de entrar en el campamento, Tarzán avisó en voz alta de que quienes se acercaban eran amigos. Los negros que se encontraban dentro del recinto de la boina manifestaron una gran alegría en cuanto la claridad que difundía la hoguera iluminó a los integrantes de la larga fila de parientes y amigos encadenados. Habían abandonado toda esperanza de volverlos a ver con vida, como también dieron por muerto a Tarzán, de modo que los negros, felices y contentos, se hubieran pasado toda la noche despiertos celebrando el regreso de sus compañeros y dándose un festín de carne de elefante, de no ser porque Tarzán insistió en que debían dormir cuanto pudieran, para estar descansados cuando llegase la hora de cumplir la tarea que les aguardaba al día siguiente.
De cualquier modo, conciliar el sueño no era fácil, porque las mujeres que habían perdido al marido o a los hijos en la batalla y la matanza de la jornada no cesaban de llorar, gemir y chillar, lo que presagiaba una noche endemoniada. Pero Tarzán logró finalmente acallarlas, con el argumento de que sus lamentaciones atraerían a los árabes hacia aquel lugar y éstos, los árabes, los matarían a todos.
Con la llegada de la aurora, Tarzán expuso su plan de batalla a los guerreros. Sin vacilar, todos convinieron en que era la forma más segura de desembarazarse de los invasores y de vengar el asesinato en masa de los miembros de la tribu.
Como primera providencia se enviaron hacia el sur, protegidos por una veintena de guerreros jóvenes y veteranos, a las mujeres y niños, para que estuviesen fuera de la zona de peligro. Tenían instrucciones de montar refugios provisionales y construir una boina protectora a base de matas de espino. El plan de campaña de Tarzán acaso necesitara varios días para desarrollarse, tal vez semanas, incluso, lapso durante el cual los guerreros no regresarían al nuevo campamento.
Dos horas después del alba un delgado círculo de guerreros negros rodeó la aldea. A intervalos, uno de ellos trepaba a las ramas altas de un árbol desde donde su vista llegaba al otro lado de la empalizada. Al poco, un manyuema caía de bruces dentro de la aldea, atravesado por una flecha. No había sonado ruido alguno anunciador de un asalto —nada de gritos de guerra ni alardeante agitación de lanzas amenazadoras, como ocurría cuando los salvajes proclamaban su inminente ataque—, sólo un silencioso mensajero de muerte que llegaba de la no menos silenciosa floresta.
Los árabes y sus sicarios se daban a todos los diablos ante aquel suceso sin precedentes. Corrieron a la puerta del poblado, ávidos de venganza sobre el insolente que había perpetrado aquel ultraje, pero al instante cayeron en la cuenta de que ignoraban hacia dónde debían volverse para dar con el enemigo. Mientras permanecían allí discutiendo el asunto, vociferando y gesticulando frenéticamente, uno de los árabes se desplomó contra el suelo, en medio del grupo, sin exhalar un gemido… con una flecha clavada en el corazón.
Tarzán había apostado a los más certeros tiradores de la tribu en los árboles circundantes, con las apropiadas instrucciones para que en ningún momento revelasen su posición cuando el enemigo mirase hacia donde se encontraban. Cuando uno de los indígenas enviara su mensaje de muerte, debía ocultarse tras el tronco del árbol elegido y no volvería a apuntar su arco hasta que un ojo vigilante le dijese que nadie mirase hacia el árbol.
En tres ocasiones atravesaron los árabes el calvero corriendo en dirección al punto de donde pensaban que procedían las flechas, pero en cada una de tales ocasiones, otra flecha surcaba el aire a su espalda para aumentar su número de bajas. Entonces daban media vuelta y se precipitaban en una nueva dirección. Por último, decidieron efectuar una batida de exploración por la zona de bosque próxima, pero los indígenas se fundían ante ellos y no descubrieron el menor asomo de enemigos.
En la espesa fronda de las copas de un árbol gigantesco, una torva figura los acechaba: era Tarzán de los Monos, que parecía flotar sobre ellos como si fuera la sombra de la muerte. Un manyuema cometió el error de adelantarse a sus compañeros; en la dirección por la que avanzaba no se veía a nadie, de modo que apresuró el paso… instantes después, los que le seguían tropezaron con el cuerpo sin vida de su compañero, en cuyo pecho sobresalía el fatal astil de una flecha.
El hombre blanco no necesita contemplar prolongadamente esta forma de hacer la guerra para que se le pongan los nervios de punta, así que nada tiene de extraño que los manyuemas no tardaran en dejarse dominar por el pánico. Si uno de ellos se destacaba de sus camaradas, una flecha encontraba rápidamente su corazón; si otro se rezagaba, no volvían a verle con vida; si alguno tropezaba, se desviaba y sus compañeros le perdían de vista, aunque sólo fuera un momento, no regresaba… y siempre que encontraban ante sí un cadáver, éste tenía clavada en el pecho aquella saeta que parecía disparar un poder sobrenatural que la enviaba directa y certeramente al corazón de la víctima. Pero lo peor de todo era la espeluznante circunstancia de que, en el curso de toda la mañana, ni una sola vez habían visto ni oído el menor indicio del enemigo, aparte las implacables flechas.
Cuando finalmente regresaron a la aldea, las cosas no les fueron mejor. De vez en cuando, a intervalos que resultaban enloquecedores a causa de la tensión que producían, un hombre caía de bruces, muerto. Los manyuemas pidieron a sus amos abandonar aquel terrible lugar, pero los árabes tampoco se atrevían a emprender la marcha a través de una selva hostil, en la que parecía imperar aquel nuevo y terrible enemigo, cargados con las importantes existencias de marfil que habían encontrado en la aldea. Pero lo peor de todo era tener que dejar aquel precioso cargamento. Tal idea les mortificaba.
Por último, la expedición al completo se refugió en las chozas con techo de paja, a cuyo interior, al menos, no llegarían las flechas. Desde lo alto del árbol que dominaba el poblado, Tarzán tomó buena nota del chamizo en el que se acogieron los jefes árabes. Se mantuvo en equilibrio sobre una rama suspendida sobre aquella choza y, con toda la fuerza de sus poderosos músculos, lanzó el venablo a través del techo de paja. Un aullido de dolor le informó de que la lanza había encontrado carne. Con tal saludo de despedida para convencer a los árabes de que no estaban a salvo en ningún lugar de aquel territorio, Tarzán regresó a la selva, reunió a sus guerreros y todos se retiraron a kilómetro y medio hacia el sur en el interior de la jungla, para descansar y comer algo. Puso centinelas en varios árboles desde los que se podía vigilar el sendero de la aldea, pero nadie les persiguió.
El recuento de sus huestes le indicó que no había tenido una sola baja, ni siquiera sufrió nadie un rasguño, mientras que si efectuaba un cálculo, así, por encima, de las pérdidas enemigas, resultaba que no menos de veinte saqueadores habían caído bajo las flechas de los indígenas. Una oleada de eufórico entusiasmo inundó el ánimo de éstos, quienes se propusieron coronar aquella jornada gloriosa lanzándose al asalto del poblado y acabando de una vez con los últimos enemigos que quedasen. Ya se imaginaban las torturas a las que los someterían y se refocilaban anticipada y mentalmente con el sufrimiento de los manyuemas, hacia los que sentían un odio especial, cuando intervino Tarzán y echó por tierra todos sus planes.