El regreso de Tarzán (35 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

En la frontera, en vez de continuar hacia el nordeste, donde se encontraba su aldea, Tarzán los condujo en dirección oeste, hasta que en la mañana de la jornada trigesimotercera, levantaron el campamento y el hombre mono ordenó a los waziris que dejasen el oro donde lo habían apilado la noche anterior y regresaran a su poblado. —¿Y tú, Waziri? —le preguntaron.

—Me quedaré aquí unos días, muchachos —respondió—. Ahora, volved en seguida junto a vuestras esposas e hijos.

Cuando se hubieron marchado, Tarzán cogió dos lingotes, saltó a la enramada de un árbol y, desplazándose por encima de la impenetrable masa de vegetación enmarañada al nivel del suelo, recorrió velozuiente unos doscientos metros para emerger súbitamente en un claro circular a cuyo alrededor se erguían los gigantes del bosque selvático como vigilantes guardianes. En el centro de aquel anfiteatro natural había un pequeño montículo de tierra endurecida y achatada superficie.

Tarzán había estado centenares de veces en aquel retiro aislado, a cuyo alrededor las zarzas, los arbustos espinosos, los matorrales y las enredaderas formaban una barrera tan densa que no podían romper ni siquiera
Sheeta
, el leopardo, con sus felinos movimientos sinuosos, ni
Tantor
, con su enorme fuerza de gigante. Era un obstáculo que protegía la cámara de consejo de los grandes monos, impidiendo el paso a todos los habitantes de la jungla, salvo los inofensivos.

Cincuenta viajes tuvo que hacer Tarzán para depositar todos los lingotes en el recinto del anfiteatro. Del hueco del tronco de un árbol herido por un rayo sacó la misma azada con la que había desenterrado el arcón del profesor Arquímedes Q. Porter y que, en cierta ocasión, a imitación de los simios, sepultó en el mismo lugar. Con aquella herramienta excavó una zanja alargada, en cuyo fondo colocó la fortuna que sus negros habían trasladado desde la olvidada cámara del tesoro de la ciudad de Opar.

Durmió aquella noche dentro del recinto del anfiteatro y, casi con el alba, se puso en camino hacia su cabaña, que deseaba visitar antes de volver con los waziris. Encontró las cosas tal como las había dejado y luego se adentró en la jungla para ver si podía cazar algo, con la intención de llevarse la pieza a la cabaña para darse un banquete a gusto y rematar el día durmiendo en un lecho cómodo.

Recorrió unos ocho kilómetros en dirección sur, hacia las orillas de un gran río que desembocaba en el mar a cosa de diez kilómetros de la cabaña. Habría avanzado ochocientos metros tierra adentro, cuando su fino olfato captó el único olor que sobresalta a toda la selva virgen: Tarzán percibió el olor del hombre.

El viento soplaba desde el océano, por lo que Tarzán supo que las personas de las que provenía se encontraban al oeste de su situación. Mezclado con el de hombre llegaba el olor de
Numa
. Hombre y león.

«Será mejor que me dé prisa», pensó el hombre mono, al reconocer el efluvio del hombre blanco. «Seguramente
Numa
ha salido de caza.»

Cuando a través de los árboles llegó a la linde de la selva, vio a una mujer que, arrodillada, parecía estar rezando. De pie ante ella, con la cabeza hundida entre los brazos, había un hombre blanco de aspecto salvaje y primitivo. A espaldas del hombre, un viejo león de roñoso aspecto avanzaba despacio hacia una fácil presa. Como el hombre tenía la cara oculta y la mujer inclinada la cabeza, Tarzán no podía ver las facciones de ninguno de los dos.

Numa
se aprestaba ya a saltar. No había un segundo que perder. Tarzán ni siquiera contaba con tiempo para preparar el arco y hundir una flecha envenenada en la piel amarilla del felino. Y estaba demasiado lejos para llegar hasta la fiera y utilizar el cuchillo sobre ella. No quedaba más que una esperanza… una sola alternativa. Y el hombre-mono actuó con la celeridad del pensamiento.

Un brazo musculoso voló hacia atrás y en una milésima de segundo un fuerte venablo pasó por encima del hombro del gigante… El potente brazo efectuó un vigoroso movimiento hacia adelante y un veloz mensajero de muerte atravesó raudo la fronda y fue a enterrarse en el corazón de la fiera, ya en pleno salto. Sin producir sonido alguno,
Numa
rodó a los pies de sus presuntas víctimas… muerto.

Durante unos instantes, ni el hombre ni la mujer se movieron. Luego, ésta abrió los párpados y se quedó mirando con asombrados ojos el animal caído sin vida a la espalda de su compañero. Cuando la bonita cabeza se alzó, a Tarzán de los Monos se le escapó un jadeo de atónita sorpresa. ¿Se había vuelto loco? ¡Aquella no podía ser la mujer que amaba! ¡Sin embargo, no era ninguna otra!

La mujer se levantó y el hombre la rodeó con su brazo y se dispuso a besarla. De súbito, el hombremono lo vio todo rojo a través de una sangrienta bruma asesina y la vieja cicatriz de su frente adoptó un ardiente color escarlata para destacar sobre el tono moreno de la piel.

Una terrible expresión apareció en su rostro mientras colocaba en el arco una flecha envenenada. En aquellas grises pupilas fulguró un brillo desagradable mientras apuntaba a la espalda del confiado hombre, ajeno al peligro que se cernía sobre él.

Tarzán miró a lo largo del pulimentado astil de la flecha y luego tensó al máximo la cuerda del arco, para que el impulso permitiera al proyectil atravesar el corazón al que estaba destinada.

Pero no envió el mensajero fatal. Despacio, la punta de la flecha se inclinó hacia abajo; el color escarlata de la cicatriz volvió a fundirse con el tono bronceado de la frente; se aflojó la tensión de la cuerda del arco… Y Tarzán de los Monos agachó la cabeza y, tristemente, volvió a adentrarse por la selva y se dirigió a la aldea de los waziris.

Capítulo XXIII
Cincuenta hombres espantosos

Jane Porter y William Cecil Clayton permanecieron largos minutos contemplando en silencio el cuerpo sin vida de la fiera bajo cuyas garras a punto estuvieron de perecer.

La muchacha fue la primera en tomar de nuevo la palabra, tras el estallido de su impulsiva confesión.

—¿Quién puede haber sido? —susurró.

—¡Sabe Dios! —fue lo único que se le ocurrió contestar al hombre.

—Si es un amigo, ¿por qué no se presenta? —continuó Jane—. ¿No crees que deberíamos llamarle, aunque sólo fuese para darle las gracias?

Maquinalmente, Clayton hizo lo que Jane sugería, pero sólo obtuvieron la callada por respuesta.

Jane Porter se estremeció.

—La jungla misteriosa —musitó entre dientes—. La terrible jungla. Consigue que hasta los gestos amistosos parezcan algo aterrador.

—Vale más que volvamos al refugio —dijo Clayton—. Al menos tú estarás allí más segura. —Añadió con amargura—: Maldita la protección que puedo ofrecerte yo.

—No hables así, William —se apresuró a decir Jane, lamentando la herida que habían abierto sus palabras—. Te has portado lo mejor que has podido. Has sido noble, sacrificado y valiente. No tienes la culpa de no ser un superhombre. Que yo conozca, sólo hay otro hombre que se hubiera comportado mejor que tú. Por culpa de la excitación elegí mal las palabras… No quería ofenderte. Lo único que quiero es que quede claro, de una vez por todas, que no puedo casarme contigo… que tal matrimonio sería una ruindad.

—Creo que lo entiendo —repuso Clayton—. No hablemos más del asunto… al menos hasta que hayamos vuelto a la civilización.

Al día siguiente, Thuran había empeorado. Su estado delirante era casi continuo. Nada podían hacer para aliviarle, ni tampoco Clayton tenía excesivos deseos de intentarlo. Temía al ruso por el daño que pudiera causarle a Jane… y en el fondo de su corazón confiaba en que muriese. La idea de que le pudiera ocurrir algo a él y que la muchacha quedase totalmente a merced de aquella bestia le producía una inquietud mayor que la probabilidad de la muerte casi segura que esperaba a Jane caso de quedarse sola en los aledaños de la despiadada selva virgen.

El inglés había sacado el grueso venablo del cuerpo del león, así que cuando por la mañana salió de caza y se aventuró por la jungla, la sensación de seguridad que le animaba era infinitamente mayor que en ninguna otra ocasión desde que arribaron a aquella costa salvaje.

La consecuencia fue que se adentró en la selva e, inconscientemente o no, se alejó del refugio más de lo habitual.

Para eludir en lo posible los accesos delirantes que la fiebre provocaba en el ruso, Jane Porter había bajado del refugio y se encontraba al pie del árbol… ya que no se atrevía a aventurarse fuera de la zona. Sentada allí, junto a la tosca escala que Clayton construyó para ella, contemplaba el mar, con la siempre viva esperanza de avistar algún buque que pudiera ir a rescatarlos. Daba la espalda a la jungla, por lo que no se percató de que alguien apartaba las hierbas y que en el hueco aparecía el rostro de un salvaje. Unos ojillos diminutos, muy juntos, inyectados en sangre la observaron atentamente; de vez en cuando, se desviaban para explorar la playa, en busca de señales que indicasen la presencia de otras personas.

Apareció otra cabeza, a la que siguió otra, y otra más… El enfermo del refugio empezó a delirar otra vez y las cabezas desaparecieron tan silenciosa y bruscamente como habían surgido. No tardaron en asomarse de nuevo, en vista de que la muchacha no daba muestras de alterarse lo más mínimo a causa de los continuos gemidos del hombre que estaba en el refugio del árbol.

Una tras otra, las grotescas figuras emergieron de la jungla y fueron acercándose sigilosamente a la confiada mujer. El tenue rumor del roce de unas hierbas atrajo la atención de Jane. Volvió la cabeza y el espectáculo con que se enfrentaron sus ojos la hizo incorporarse, vacilante, al tiempo que exhalaba un chillido aterrado. Se precipitaron en bloque sobre ella. Una de aquellas espantosas criaturas la levantó en peso con sus largos brazos de gorila y se dirigió con ella al interior de la selva. Una sucia zarpa cubrió la boca de Jane para sofocar sus gritos. Sumado a la semana de tortura que ya había sufrido, aquel sobresalto fue más de lo que la joven pudo resistir. Sus nervios destrozados cedieron y perdió el conocimiento.

Cuando recuperó el sentido se encontró en la espesura de la selva virgen. Era de noche. Ardía una gigantesca hoguera en el pequeño claro donde yacía. En torno a la muchacha cincuenta espantosos individuos permanecían sentados en cuclillas. Tanto la cabeza como el rostro estaban cubiertos por enmarañadas e hirsutas matas de pelo. Sus largos brazos descansaban sobre las rodillas de sus cortas y estevadas piernas. Masticaban, rumiaban más bien, como animales, algo de aspecto desagradable. Sobre la lumbre, en el borde de la fogata, hervía el contenido de un caldero del que, de vez en cuando, uno u otro de aquellos seres sacaba un pedazo de carne pinchado en el extremo de un palo de punta afilada.

Cuando se dieron cuenta de que su prisionera había vuelto en sí, la sucia mano del comensal que estaba más cerca de ella le arrojó un trozo de aquel repugnante estofado. La carne rodó junto a la muchacha, pero Jane se limitó a cerrar los ojos mientras la náusea ascendía desde el fondo de su estómago.

Viajaron muchos días a través de la tupida vegetación de la jungla. A Jane Porter, exhausta y con los pies hinchados y doloridos, la obligaban a avanzar, medio a rastras, medio a empujones, a lo largo de las tediosas, largas y abrasadoras jornadas. Alguna que otra vez, cuando tropezaba y caía, el repelente individuo que estaba más a mano la abofeteaba o la hacía levantarse a puntapiés. Mucho antes de que alcanzasen el final de aquella horrible marcha, Jane había prescindido de sus zapatos, a los que ya les faltaba la suela cuando los tiró. Sus prendas de vestir habían quedado reducidas a andrajosos harapos y, entre los lamentables jirones de la tela, la en otro tiempo blanca y tersa piel aparecía ahora ensangrentada y cubierta de arañazos producidos por los miles de implacables espinos y zarzas a través de las que la arrastraban. Los últimos dos días de aquel viaje infernal se hallaba en estado tal de agotamiento que por muchas patadas que le propinasen y por muchos insultos que le dirigieran, le resultaba de todo punto imposible incorporarse sobre los sufridos y sanguinolentos pies. La maltratada naturaleza había llegado al límite de su resistencia y la muchacha se encontraba en una situación de impotencia fisica tan absoluta que ni siquiera podía ponerse de rodillas.

Aquellos bestias la rodeaban, sin parar de dirigirle amenazas en aquel lenguaje incomprensible para ella, se regodeaban en sus sufrimientos, la golpeaban con los puños y los pies, mientras la joven yacía en el suelo, con los ojos cerrados, rezando para que la muerte misericordiosa pusiera coto a tanto padecimiento. Pero esa muerte no llegó y, al final, los cincuenta hombres espantosos comprendieron que su víctima era incapaz de andar, por lo que la cogieron y la llevaron a cuestas el resto del viaje.

A última hora de la tarde, Jane vio las decadentes murallas de una imponente ciudad que se alzaba frente a ellos, pero estaba tan enferma y se sentía tan débil que no despertó en ella la más leve sombra de interés. No ignoraba que, la llevasen a donde la llevaran, su destino no podía tener más que un fin, cautiva de aquellos feroces semihombres.

Pasaron por último a través de dos gigantescas murallas y llegaron al interior de la ruinosa ciudad. La condujeron a un pabellón medio derruido, donde la rodearon centenares de criaturas como las que la habían llevado allí. Pero entre aquella multitud había mujeres, cuyo aspecto era menos horrible. Al verlas, la muchacha alentó un conato de esperanza susceptible de mitigar su martirio. Pero duró poco, porque las féminas no le brindaron la menor simpatía, aunque, por otra parte, tampoco se metieron con ella.

Tras inspeccionarla a entera satisfacción de los individuos de aquel edificio, la trasladaron a una oscura cámara de los sótanos, donde la dejaron tirada en el suelo, con un cuenco de metal lleno de agua y otro con comida.

Durante una semana, Jane sólo vio a las mujeres encargadas de llevarle alimento y agua. Poco a poco fue recuperando las energías… pronto se encontraría en condiciones para constituir un sacrificio digno del Dios Flamígero. Era una suerte que la muchacha ignorase el destino que le aguardaba.

Cuando Tarzán de los Monos se retiraba lentamente a través de la jungla, tras arrojar certeramente aquel venablo que salvó a Clayton y a Jane Porter de morir destrozados por las fauces de Numa, el dolor que ocasiona una herida que se reabre de pronto inundaba su mente y su espíritu.

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