Se alegraba de haber detenido su brazo a tiempo de evitar la consumación de aquel acto homicida que su demencial arrebato de celos rabiosos le impulsaba irracionalmente a cometer. Sólo una fracción de segundo se había interpuesto entre Clayton y la muerte a manos del hombre-mono. En el breve instante transcurrido desde que reconoció a la joven y a su acompañante y la relajación de los tensos músculos que sostenían la flecha envenenada con la punta dirigida al corazón del inglés, Tarzán se había visto desequilibrado, dominado por los bárbaros impulsos de la salvaje vida de la fiera.
Había visto a la mujer que anhelaba —su mujer, su compañera, su pareja— en brazos de otro. De acuerdo con el inflexible código de la jungla que le había guiado en su existencia anterior, no podía reaccionar más que de una sola manera, era el único camino. Pero una décima de segundo antes de que fuese demasiado tarde, sentimientos más humanos, inherentes a su innata caballerosidad, se elevaron por encima de la llameante hoguera de su pasión y le salvaron. Dio gracias a Dios mil veces porque tales sentimientos hubiesen triunfado antes de que sus dedos soltasen la pulimentada flecha.
Cuando pensó en volver con los waziris, la idea le resultó repelente. No deseaba volver a ver a ningún ser humano. Al menos, viviría solo, vagando por la selva, durante una temporada, hasta que el agudo filo del cuchillo de su dolor se mellara un poco. Al igual que sus compañeros los animales, prefería sufrir en silencio y a solas.
Aquella noche volvió a dormir en el anfiteatro de los monos, y durante varios días partió de allí a cazar y allí regresaba por la noche. En la tarde del tercer día volvió temprano. Llevaba un momento tendido encima de la suave hierba del claro cuando percibió un sonido que le era familiar. Deambulaba por la selva una cuadrilla de grandes simios… No podía equivocarse. Aguzó el oído a lo largo de varios minutos. Avanzaban en dirección al anfiteatro.
Tarzán se levantó perezosamente y se estiró. Sus aguzados oídos siguieron todos y cada uno de los movimientos de la tribu. Marchaban con el viento de espalda y Tarzán captó en seguida su olor, aunque no necesitaba aquella evidencia adicional para estar seguro de que tenía razón.
Cuando se aproximaban al anfiteatro. Tarzán de los Monos se escabulló entre las ramas de un árbol del lado contrario de la arena. Aguardó allí para inspeccionar a los que llegaban. No tuvo que esperar mucho.
Una cara velluda y feroz apareció de pronto entre las ramas bajas de la orilla contraria del bosque. Los crueles ojillos lanzaron una ojeada al claro y luego hubo un intercambio de parloteos cuando informó a los que marchaban detrás. Tarzán distinguió las palabras. El explorador comunicaba a los demás miembros de la tribu que el camino estaba despejado y que podían entrar en el anfiteatro con absoluta seguridad.
El cabecilla guía se descolgó ágilmente sobre la mullida alfombra de hierba y a continuación, uno tras otro, cerca de un centenar de antropoides le siguieron. Había adultos de gran tamaño e individuos jóvenes. Unas cuantas crías se aferraban a los peludos cuellos de sus selváticas madres.
Tarzán reconoció a bastantes miembros de la tribu. Era la misma en la que se había criado y vivido desde niño. No pocos de los ahora adultos eran pequeños durante la juventud de Tarzán. Había jugado y retozado con ellos en aquella selva en el curso de su breve infancia y niñez. Se preguntó si se acordarían de él… La memoria de algunos simios no es lo que se dice demasiado larga y dos años pueden constituir para ellos toda una eternidad.
Las conversaciones que llegaban a sus oídos le participaron que la tribu había ido allí a elegir un nuevo rey: su último jefe se cayó desde una altura de treinta metros, al romperse una rama por la que pasaba, y el impacto contra el suelo le mató.
Tarzán anduvo hasta el extremo de una rama, desde donde quedaba visible a los integrantes de la tribu: Los rápidos ojos de una hembra fueron los primeros en localizarle. La hembra lanzó un aullido gutural para llamar la atención de los demás. Varios machos gigantescos se irguieron en toda su estatura para ver mejor al intruso. Enseñando los dientes y erizados los pelos del cuello avanzaron lentamente hacia Tarzán, al tiempo que de las profundidades de sus gargantas salían sordos y ominosos gruñidos.
—Soy Tarzán de los Monos,
Kamath
—anunció el hombre-mono en la lengua vernácula de la tribu—. Tienes que acordarte de mí. Juntos nos burlamos e hicimos rabiar mucho a
Numa
, cuando aún éramos pequeños. Le arrojábamos palos y nueces desde las ramas altas, donde estábamos a salvo.
El animal al que se dirigía detuvo su avance, con expresión de haber comprendido a medias y el asombro decorando su cara bestial.
—Y tú,
Magor
—se dirigió Tarzán a otro—, ¿no te acuerdas de tu antiguo jefe, el que mató al poderoso
Kerchak
? ¡Mírame! ¿No soy el mismo Tarzán, el formidable cazador, el luchador invencible al que todos vosotros conocisteis durante muchas estaciones?
Los monos avanzaron en grupo, pero en su ánimo había más curiosidad que amenaza. Cuchichearon entre ellos durante unos momentos.
—¿Qué buscas ahora entre nosotros? —preguntó
Karnath
…
—Sólo quiero paz —respondió el hombre-mono.
Los simios volvieron a conferenciar. Por último,
Karnath
habló de nuevo.
Ven en paz, pues, Tarzán de los Monos —dijo.
Y Tarzán de los Monos se dejó caer con flexible salto sobre el mullido césped, en medio de aquella turba feroz y terrible. Había completado su ciclo evolutivo, para volver de nuevo a su condición de bruto entre los brutos.
No hubo saludos de bienvenida como hubiera ocurrido entre los hombres tras una separación de dos años. La mayoría de los monos reanudaron sus actividades, interrumpidas por la llegada de Tarzán, sin prestarle más atención, como si nunca se hubiera ausentado de la tribu.
Un par de machos jóvenes, que no tenían suficiente edad para recordarle, se llegaron a él y procedieron a olfatearle. Uno de ellos le enseñó los dientes y le gruñó, amenazador: deseaba poner de inmediato a Tarzán en el sitio que le correspondía. De haberse echado Tarzán atrás, seguramente el macho joven se habría dado por satisfecho, pero a partir de aquel momento la posición de Tarzán entre sus compañeros sería siempre inferior a la del macho que le había hecho retroceder.
Pero Tarzán de los Monos no retrocedió. Por el contrario, su gigantesca diestra salió disparada, con toda la fuerza de sus poderosos músculos, y arreó al joven macho tan tremenda bofetada en pleno rostro que lo mandó rodando por la hierba. El simio se levantó automáticamente, en una décima de segundo, se abalanzó sobre Tarzán… y esa vez la lucha sería cuerpo a cuerpo, a dentelladas desgarradoras y zarpazos demoledores: al menos, tal era la intención del macho joven. Pero apenas llegaron al suelo, entre gruñidos y mordiscos, los dedos del hombre mono encontraron la garganta de su antagonista.
El macho joven no tardó en dejar su forcejeo, para permanecer completamente inmóvil en el suelo. Pero Tarzán aflojó la presa, le soltó y se puso en pie… No deseaba matar, sólo demostrar al joven y a quienquiera que pudiese estar contemplando la escena, que Tarzán de los Monos seguía siendo amo y señor.
La lección cumplió su objetivo: los belicosos monos jóvenes se apartaron de su camino, como debían hacer en presencia de congéneres superiores, y los machos adultos se abstuvieron de poner en tela de juicio las prerrogativas que le correspondían. Durante varios días, las hembras jóvenes con hijos de pecho mantuvieron respecto a él una actitud recelosa, y cuando se les acercaba más de la cuenta se precipitaban hacia él, con las fauces abiertas y emitiendo rugidos espantosos. En tales casos, Tarzán emprendía la retirada juiciosamente y se ponía lejos de su alcance, porque también esa es la costumbre entre los monos: sólo los machos que se vuelven locos atacan a una madre. Al cabo de unos días, sin embargo, todos se habían acostumbrado a la presencia de Tarzán.
Iba de caza con ellos, como en los viejos tiempos, y cuando se dieron cuenta de que su superior inteligencia los llevaba a los puntos donde la comida era mejor y más abundante y de que su eficiente y astuta cuerda les proporcionaba suculenta carne de piezas que en raras ocasiones podían saborear, empezaron a considerarle como lo habían hecho en el pasado, cuando llegó a ser su rey. Y así fue que, antes de que abandonasen el anfiteatro para volver a su existencia nómada, ya lo habían vuelto a elegir jefe de la tribu.
El hombre-mono se sentía muy satisfecho de su suerte. Desde luego, no era feliz, nunca volvería a serlo, pero al menos se encontraba lo más lejos que le era posible encontrarse de cuanto pudiera recordarle su pasada desdicha. Hacía mucho tiempo que abandonó toda idea de regresar a la civilización y había decidido ya no volver nunca junto a sus amigos negros, los waziris. Había renunciado para siempre a convivir con los hombres. Empezó su vida como mono… y como mono moriría.
Sin embargo, le era imposible borrar de su memoria el hecho de que la mujer de la que se había enamorado estaba a menos de una jornada de distancia del terreno por el que vagaba la tribu, como tampoco podía apartar de su mente el temor de que a Jane la acechase el peligro de manera constante. Durante los breves instantes en que fue testigo directo de la ineficacia de Clayton comprendió que Jane no contaba ni mucho menos con la debida protección. Cuanto más pensaba en ello, más le atormentaba a Tarzán la conciencia.
Al final llegó a odiarse a sí mismo por permitir que su dolor y sus celos egoístas se interpusieran entre Jane Porter y la seguridad de la muchacha. A medida que iban pasando los días, aquel remordimiento iba corroyéndole cada vez con más intensidad el espíritu y la mente. Pero cuando decidió volver a la costa para velar por Jane Porter y Clayton, surgieron noticias que alteraron todos sus planes y le impulsaron a salir disparado enloquecida y temerariamente hacia el este, sin pensar en los peligros y la muerte que podían aguardarle.
Antes de que Tarzán se hubiese integrado de nuevo en la tribu, cierto macho joven, al no estar seguro de que encontraría pareja apropiada entre las hembras de su comunidad, se marchó a recorrer mundo, de acuerdo con la costumbre de aquella familia de antropoides, como un caballero andante del medievo, en busca de la hermosa dama que colmase sus sueños, a la que tal vez encontraría en alguna comunidad vecina.
Acababa de regresar con su novia y se apresuraba a narrar las aventuras vividas, antes de que se le olvidaran. Entre otras cosas, contó haber visto una gran tribu de monos de aspecto singular.
—Todos eran machos de cara peluda —explicó—. Todos, menos uno, que era una hembra de color aún más claro que el de este forastero —y señaló a Tarzán con el pulgar.
Se despertó instantáneamente el interés del hombre-mono. Empezó a formular preguntas con toda la rapidez que permitía la corta inteligencia del antropoide, lento en las respuestas.
—Esos machos, ¿eran bajos y tenían las piernas arqueadas?
—Sí.
—¿Llevaban pieles de
Numa
y de
Sheeta
atadas alrededor de la cintura e iban armados con estacas y cuchillos?
—Sí.
—¿Llevaban muchos aros amarillos en los brazos y en las piernas?
—Sí.
—Y la hembra… ¿era menuda, esbelta y muy blanca?
—Sí.
—¿Pertenecía a la tribu o parecía ser su prisionera?
—La llevaban a rastras, unas veces tirando de ella por un brazo, otras del pelo de la cabeza que lo tenía muy largo. Y no paraban de darle golpes con los puños y con los pies. ¡Ah, era divertidísimo de ver!
—¡Dios santo! —murmuró Tarzán. Preguntó al macho joven—: ¿Dónde estaban cuando los viste y qué dirección llevaban?
—Estaban a la orilla de la segunda agua de ahí detrás —señaló el antropoide hacia el sur—. Cuando pasaron junto a mí iban hacia la mañana, contra corriente, por el borde del agua.
—¿Cuándo fue eso? —inquirió Tarzán.
—Hace media luna.
Sin una palabra más, el hombre-mono saltó a la enramada y voló de árbol en árbol como un espíritu incorpóreo, hacia el este, rumbo a la olvidada ciudad de Opar.
Al regresar al refugio y descubrir que Jane Porter había desaparecido, un frenético arrebato de miedo y dolor asaltó a Clayton. Encontró a monsieurThuran en sus cabales; la fiebre le había abandonado del mismo modo repentino en que se presentó, lo cual no deja de ser una de las peculiaridades de ese fenómeno patológico. Pese a su mejoría, el ruso, débil y exhausto, continuaba tendido en su lecho de hierbas del refugio.
Al preguntarle Clayton por la muchacha, pareció sorprenderle la noticia de que Jane no se encontraba allí.
—No he oído nada fuera de lo normal —dijo—. Claro que la mayor parte del tiempo he estado inconsciente.
De no haber sido por la evidente debilidad del individuo, Clayton hubiera sospechado que el ruso tenía algún siniestro conocimiento del paradero de Jane. Pero saltaba a la vista que Thuran carecía de la vitalidad suficiente para bajar del refugio sin ayuda ajena. En las condiciones fisicas en que se encontraba no podía haber causado daño alguno a la muchacha, como tampoco hubiera podido subir solo por la tosca escala que llevaba al refugio.
El inglés decidió dedicar el resto del día a inspeccionar la zona próxima de la selva, en busca de alguna pista de Jane o de su posible secuestrador. Pero aunque el rastro que dejaron los cincuenta espantosos hombres —cuya habilidad para moverse por la selva era prácticamente nula— fuese tan claro para cualquier morador de la jungla como una calle de ciudad para Clayton, el inglés lo cruzó y volvió a cruzar veinte veces sin percibir la más leve indicación de que por allí había pasado poco antes un nutrido grupo de hombres.
Al tiempo que exploraba el terreno, Clayton seguía llamando a Jane, pero lo único que consiguió con sus voces fue atraer a Numa, el león. Por suerte para él, Clayton vio a tiempo la sombría forma del felino que se le acercaba furtivamente y pudo trepar a las ramas de un árbol antes de que la fiera se hubiese aproximado lo suficiente como para poder echarle las zarpas encima. El lance puso fin a la búsqueda de Clayton durante el resto de la tarde, dado que el león estuvo hasta bien caída la noche paseándose bajo la enramada donde se había encaramado el inglés.