»En uno de esos periodos ocurrió la gran catástrofe. Cuando llegó el momento en que debían regresar miles y miles de personas, nadie volvió. El pueblo aguardó durante semanas. Al final, enviaron una gran galera para averiguar por qué no había llegado nadie de la madre patria, pero aunque navegaron recorriendo el océano durante varios meses no encontraron el menor rastro de las tierras que a lo largo de innumerables siglos albergaron su antigua y pujante civilización… ¡Se habían hundido en el mar!
»El inicio de la decadencia de mi pueblo data de esa época. Abatidos, desalentados e infelices, no tardaron en ser presa fácil para las hordas negras del norte y del sur. Una tras otra, las ciudades se fueron abandonando o cayeron en poder de los enemigos. Los últimos supervivientes se vieron obligados a refugiarse tras las murallas de esta formidable fortaleza de las montañas. Poco a poco, nuestro pueblo fue perdiendo poder e influencia, se degradó paulatinamente su civilización, el nivel de inteligencia descendió y el número de integrantes de nuestra raza se redujo drásticamente… Ahora no somos más que una pequeña tribu de simios salvajes.
»A decir verdad, los monos conviven con nosotros. Desde hace muchos siglos. Los llamamos "primeros hombres" y nos expresamos en su lenguaje casi tan asiduamente como en el nuestro. Sólo nos esforzamos en utilizar y conservar nuestra lengua materna en las ceremonias que celebramos en el templo. Con el tiempo, acabaremos por olvidarla y entonces sólo hablaremos el lenguaje de los monos. Con el tiempo dejaremos de desterrar a aquellos de los nuestros que se aparean con los simios y, al final, acabaremos descendiendo a ese estado animal del que puede que surgieran en tiempos inmemoriales nuestros progenitores.
—Pero, ¿por qué eres tú más humana que los otros? —preguntó Tarzán.
—Por alguna circunstancia que desconocemos, las mujeres no hemos retrocedido hacia el salvajismo tan rápidamente como los hombres. Acaso ello se deba a que en la época en que sobrevino la gran catástrofe aquí sólo permanecían los varones de tipo inferior, mientras que en los templos residían gran número de doncellas, las hijas más nobles de la raza. Mi estirpe se ha mantenido como la más esclarecida de todas porque a lo largo de innumerables siglos mis antepasadas fueron sumas sacerdotisas, desciendo de ellas en línea directa, ya que esta dignidad sagrada se hereda de madres a hijas. Nos eligen esposo entre la flor y nata de la nobleza de la tierra. Para las sumas sacerdotisas se selecciona el hombre más perfecto, intelectual y físicamente.
—A juzgar por los caballeros que he visto ahí arriba —comentó Tarzán con irónica sonrisa—, no parece que resulte muy difícil elegir entre ellos.
La muchacha le lanzó una mirada curiosa.
—No seas sacrílego —reprochó—. Todos son santos varones… son sacerdotes.
—¿Eso significa que hay otros más apuestos? —preguntó.
—Los demás son más repulsivos que los sacerdotes —respondió la sacerdotisa.
Tarzán se estremeció compasivamente ante el destino que se le presentaba a la joven, porque, incluso a la escasa luz del sótano la belleza de la suma sacerdotisa le había impresionado.
—¿Qué me dices de mí? —interrogó de pronto—. ¿Vas a conducirme a la libertad?
—El Dios Flamígero te ha elegido como suyo —respondió la muchacha en tono solemne—. Ni siquiera yo tengo poder para salvarte… si vuelves a caer en sus manos. Pero no tengo intención de que te encuentren. Arriesgaste tu vida para salvar la mía. No debo hacer menos por ti. No será un asunto fácil, y acaso requiera algunos días, pero creo que al final conseguiré ponerte al otro lado de las murallas. Vamos, seguramente ya estarán buscándome y, si nos encuentran, juntos los dos estaremos perdidos… Me matarán si sospechan que he traicionado a mi dios.
—No debes arriesgarte, pues —se apresuró a decir Tarzán—. Yo volveré al templo y si consigo abrirme paso a la fuerza hasta la libertad, no arrojarán sospecha alguna sobre ti.
Pero La no estaba dispuesta a permitirlo y acabó por convencer a Tarzán para que la siguiera, alegando que llevaban tanto tiempo en el sótano que era inevitable que recayesen sospechas sobre ella, incluso aunque volviesen al templo.
—Te esconderé y luego volveré sola a buscarte —explicó—. Les contaré que estuve mucho tiempo inconsciente, después de que tú matases a Tha, y que ignoro cómo y por dónde pudiste escapar.
Le condujo por una serie de pasillos serpenteantes y oscuros, hasta que desembocaron en un pequeño aposento iluminado débilmente por la claridad que se filtraba a través de una piedra enrejada del techo.
—Esta es la Cámara de los Muertos —dijo La—. A nadie se le ocurrirá venir a buscarte aquí… no se atreverían. Volveré cuando haya oscurecido. Puede que para entonces se me haya ocurrido algún plan para facilitarte la huida.
La se marchó y Tarzán de los Monos se quedó solo en la Cámara de los Muertos, bajo la tantos siglos muerta ciudad de Opar.
Clayton estaba soñando que bebía agua a más y mejor, tragos de agua fresca, pura, deliciosa. Se despertó sobresaltado para tomar conciencia de que se encontraba ya empapado: un torrencial chubasco caía sobre su cuerpo y le tableteaba el rostro vuelto hacia el cielo. Un aguacero tropical se derramaba sobre ellos en toda su intensidad. Clayton abrió la boca y bebió. Se sintió revitalizado y fortalecido hasta el punto de que fue capaz de incorporarse apoyado en las manos. Atravesado sobre sus piernas tenía a monsieur Thuran. Y a unos cuantos palmos, Jane Porter yacía hecha un ovillo en el fondo de la barca, completamente inmóvil. A Clayton se le ocurrió que debía de estar muerta.
Tras infinitos esfuerzos consiguió quitarse de encima el cuerpo de Thuran y con renovadas energías se arrastró hacia la muchacha. Levantó la cabeza de Jane, separándola de las tablas del bote. Se dijo entonces que cabía la posibilidad de que quedara un asomo de vida en aquel pobre cuerpo al filo de la muerte por inanición. No quería ni podía abandonar toda esperanza, así que tomó un trozo de tela empapado en agua y exprimió unas cuantas gotas del precioso líquido entre los labios hinchados de aquella criatura de horrible aspecto que unos cuantos días antes resplandecía de vida y felicidad, en toda la gloria de su magnífica belleza.
Durante un buen rato no se apreció indicio alguno de reanimación, pero al final los esfuerzos de Clayton obtuvieron la recompensa de un leve aleteo de los párpados. Palmeó las delgadas manos de la joven e introdujo unas cuantas gotas más en la reseca garganta. Jane abrió los ojos y estuvo mirándole largo tiempo antes de poder recordar la situación y el entorno.
—¿Agua? —musitó—. ¿Nos hemos salvado?
—Está lloviendo —explicó Clayton—. Al menos podemos beber. A nosotros dos ya nos ha hecho revivir.
—¿Y monsieur Thuran? —preguntó Jane—. No te ha matado. ¿Está muerto?
—No lo sé —respondió Clayton—. Si vive y esta lluvia lo reanima…
Se interrumpió, recordando demasiado tarde que no debía añadir más horrores a los que Jane había soportado ya.
La muchacha, sin embargo, adivinó lo que Clayton iba a decir.
—¿Dónde está?
Clayton indicó con un movimiento de cabeza la postrada figura del ruso. Durante unos momentos, ni Clayton ni Jane pronunciaron palabra.
—Voy a ver si le reanimo —dijo Clayton finalmente.
—No —susurró Jane, y alargó la mano hacia él, indicándole que se detuviera—. No lo hagas… Te matará en cuanto el agua le haya proporcionado las fuerzas suficientes. Si está agonizando, que se muera. No me dejes sola en el bote con esa bestia.
Clayton titubeó. Su honor de hombre de bien le exigía hacer lo posible para reanimar a Thuran, y también existía la posibilidad de que el ruso se encontrase en un estado que hiciese inútil cualquier intento de salvarlo. No era ninguna deshonra confiar en ello. Mientras mantenía esa lucha interna, levantó los ojos del cuerpo de Thuran y, al pasar la vista por encima de la borda del bote, se puso en pie tambaleante y exhaló un jadeo de alegría.
—¡Tierra, Jane! —fue casi un grito a través de los resquebrajados labios. ¡Tierra, gracias a Dios!
La muchacha miró también y allí, a menos de cien metros de distancia, vio una playa de arenas amarillas y, un poco más allá, la vegetación y la fronda exuberante de una jungla tropical.
—Ahora sí que puedes intentar reanimarle —dijo Jane Porter.
A ella también le remordía la conciencia como consecuencia de su decisión de impedir que Clayton prestase ayuda a su compañero de viaje.
Hubo de transcurrir cerca de media hora para que el ruso diera suficientes muestras de que recobraba el conocimiento lo bastante como para abrir los ojos, y se necesitó un buen rato más para que llegara a comprender el golpe de suerte con que el destino les había favorecido. Por entonces, la arena del fondo arañaba suavemente la quilla de la barca.
Entre el agua refrescante que había bebido y el acicate de la renovada esperanza, Clayton encontró energías suficientes para echarse al agua y subir dando traspiés playa arriba, tras atar una cuerda a la proa del bote. Pasó la soga alrededor del tronco de un arbolito que crecía en el borde de un talud bajo, porque entonces era periodo de pleamar y temió que cuando bajase la marea el reflujo se llevara el bote otra vez al océano antes de que él tuviese tiempo para recobrar sus fuerzas en cantidad suficiente para llevar a Jane Porter a tierra. Era posible que transcurriesen horas antes de que él tuviera las energías necesarias para ello. Acto seguido se las arregló para, a rastras y a trompicones, llegarse a la selva, donde había visto profusión de frutas tropicales. Su anterior experiencia en la jungla de Tarzán de los Monos le había aleccionado acerca de las muchas cosas que eran comestibles y, al cabo de una hora de ausencia, regresó a la playa con los brazos llenos de alimentos.
Había escampado y los rayos de un sol abrasador se cebaban en Jane Porter con tal violencia que la muchacha insistió en probar de inmediato a salir del bote y llegar a tierra. Vigorizados aún más por las frutas que aportó Clayton, los tres náufragos pudieron alcanzar la sombra del arbolito al que el inglés había amarrado el bote. Completamente exhaustos, se dejaron caer como sacos y allí durmieron hasta que oscureció.
Durante un mes vivieron en la playa relativamente seguros. Una vez recobradas las fuerzas, los dos hombres construyeron un tosco refugio en las ramas de un árbol, a bastante altura del suelo como para encontrarse a salvo de las grandes fieras depredadoras. Durante el día recogían frutos y cazaban con trampas algún que otro pequeño roedor; por la noche se retiraban a su frágil albergue, con más o menos miedo en el cuerpo, mientras los habitantes salvajes de la jungla se encargaban de llenar de terror las oscuras horas nocturnas.
Dormían sobre lechos de hierbas de la selva y, para abrigarse por la noche, Jane Porter no contaba más que con el viejo gabán que pertenecía a Clayton, aquella prenda que llevaba durante la memorable excursión a los bosques de Wisconsin. Clayton había entre tejido un tabique de ramas para dividir el arbóreo refugio en dos compartimentos, uno para Jane y el otro para Thuran y él.
Desde el primer momento, el ruso dio muestras de todos los rasgos de su verdadero carácter: egoísmo, ordinariez, arrogancia, cobardía e impudicia. Clayton y él llegaron a las manos en dos ocasiones, por la actitud de Thuran hacia Jane Porter. Clayton no se atrevía a dejar sola a la muchacha ni por un instante. Tanto el inglés como su prometida vivían en una continua pesadilla. Sin embargo, no dejaban de albergar la esperanza de que, en última instancia, alguien acudiría a salvarlos.
El pensamiento de Jane Porter volvía con cierta asiduidad al recuerdo de su anterior experiencia en aquella costa salvaje. ¡Ah, si estuviera con ellos el invencible dios de la floresta de aquel pasado ahora muerto! En absoluto tendría que preocuparse de las fieras al acecho ni de aquel ruso bestial. No podía por menos que comparar la escasa protección que le brindaba Clayton con la que le hubiera proporcionado Tarzán de los Monos, de verse durante un momento frente a la siniestra y amenazadora actitud de monsieur Thuran. Una vez, cuando Clayton fue al arroyo en busca de agua y Thuran se dirigió a Jane en tono grosero, la muchacha expresó en voz alta lo que pensaba.
—Tiene usted suerte, monsieur Thuran —dijo—, de que el pobre señor Tarzán se cayera del barco aquel en que viajaban usted y la señorita Strong rumbo a Ciudad de El Cabo y de que, en consecuencia, no se encuentre aquí ahora.
—¿Conocía usted a ese cerdo? —preguntó Thuran, burlón.
—Conocía a ese hombre —replicó Jane—. El único hombre de verdad, creo, que he conocido en la vida.
Algo en el tono de voz de la muchacha hizo adivinar al ruso que la relación de su enemigo con aquella joven era algo más profundo que la simple amistad, y aprovechó la circunstancia para llevar más lejos su venganza sobre el hombre al que creía muerto, mancillando la memoria que de él tuviese la chica.
—Era peor que un cerdo —se exaltó—. Un individuo ruin y cobarde. Para librarse de la justa ira del esposo de una mujer a la que había deshonrado, no tuvo inconveniente en faltar a sus promesas echándole a la dama la culpa de todo. Al no conseguirlo, tuvo que huir de Francia para no enfrentarse al marido en el campo del honor. Por eso iba a bordo del barco en el que viajábamos a Ciudad de El Cabo la señorita Strong y yo. Sé lo que me digo, porque la mujer agraviada era mi hermana. Y sé algo más, que no he dicho nunca a nadie: su valeroso monsieur Tarzán se arrojó al agua a causa del terror, del pánico que le asaltó cuando le dije que le había reconocido y que exigía de él una reparación, que tendría que brindarme a la mañana siguiente… Nos batiríamos a cuchillada limpia en mi camarote.
Jane Porter soltó la carcajada.
—Ni por un segundo imaginará que quienquiera que haya conocido a monsieur Tarzán y que le conozca a usted va a creerse semejante cuento… ¿A que no?
—Entonces, ¿por qué viajaba con nombre falso? —preguntó Thuran.
—No le creo una sola palabra —aseguró Jane.
A pesar de todo, la semilla de la duda ya estaba plantada, porque la joven sabía que Hazel Strong conoció al dios de la selva sólo por el nombre de John Caldwell, de Londres.
A unos ocho kilómetros escasos de su tosco refugio arbóreo, completamente ignorado por ellos y prácticamente tan remoto como si los separasen miles de kilómetros de selva impenetrable, se encontraba la pequeña cabaña de Tarzán de los Monos. Y un poco más lejos, costa arriba, unos cuantos kilómetros más allá de dicha cabaña, en unos rústicos pero bien construidos albergues, vivía un pequeño grupo de dieciocho almas: los ocupantes de los tres botes del
I fad y Alire
que se habían alejado de la barca de Clayton.