En una docena de ocasiones, los árabes tuvieron enormes dificultades para evitar que sus hombres arrojasen la carga y huyeran por el sendero como conejos asustados, corriendo hacia el norte. Así transcurrió la jornada: una espantosa pesadilla para los saqueadores; un día fatigoso pero bien recompensado para los waziris. Al llegar la noche, los árabes montaron una tosca boma en un pequeño claro, junto a un río, y se dispusieron a acampar.
De vez en cuando, en el curso de la noche, un rifle sonaba por encima de sus cabezas y uno de los doce centinelas que habían apostado se venía al suelo. Tal situación era insoportable para los invasores. Éstos, naturalmente, se daban cuenta de que mediante aquella táctica iban a acabar borrados del mapa, sin haber ocasionado siquiera una sola baja al enemigo. A pesar de ello, con la recalcitrante avaricia propia del hombre blanco, los árabes siguieron aferrados a su botín y cuando amaneció, obligaron a los desmoralizados manyuemas a echarse al hombro la carga de muerte y adentrarse a trompicones por la selva.
La diezmada columna mantuvo su espantosa marcha durante tres días. No pasaba hora en que una flecha fatal o un venablo implacable dejara de cobrar su tributo de muerte. Las noches eran pavorosas a causa del ladrido de aquel rifle invisible que hacía que el turno de guardia equivaliese para el centinela a una sentencia de muerte.
En el curso de la mañana del cuarto día los árabes se vieron obligados a abatir a tiros a dos de sus esclavos negros para dar un escarmiento que persuadiera a los demás de que debían coger su carga de odiado marfil. Acababan de hacerlo cuando llegó de la fronda de la selva una voz potente y clara:
—¡Hoy vais a morir, oh, manyuemas, a menos que os despidáis del marfil! ¡Abalanzaos sobre vuestros crueles amos y matadlos! Tenéis armas de fuego, ¿por qué no las empleáis? Matad a los árabes y no os haremos ningún daño. Os llevaremos a nuestra aldea, os daremos de comer y os conduciremos fuera de nuestras tierras sanos, salvos y en paz. Dejad el marfil y caed sobre vuestros amos… Os ayudaremos. Si no obedecéis, ¡moriréis!
Cuando la voz dejó de oírse, los saqueadores se quedaron petrificados. Los árabes contemplaron a sus esclavos manyuemas; los esclavos se miraron entre sí… sólo esperaban a que uno u otro de sus compañeros tomase la iniciativa. Quedaban vivos unos treinta árabes y como ciento cincuenta negros. Todos iban armados, incluso los que desempeñaban la función de porteadores llevaban un rifle colgado del hombro.
Los árabes formaron una piña. El jeque ordenó a los manyuemas que se pusieran en marcha y, mientras hablaba, amartilló el rifle y se lo echó a la cara. Pero en aquel mismo instante, uno de los negros arrojó al suelo la carga, levantó el rifle y disparó a quemarropa sobre el grupo de árabes. En décimas de segundo el campamento se convirtió en una masa de seres infernales que maldecían, ululaban y combatían unos contra otros con rifles, cuchillos y pistolas. Los árabes se mantenían en grupo compacto y defendían valientemente sus vidas, pero el diluvio de plomo que descargaban sobre ellos sus propios esclavos y la lluvia de flechas y venablos que les llegaba de la jungla, dirigida a ellos en exclusiva, dejó pocas dudas, desde el principio, acerca de cuál iba a ser el desenlace. Diez minutos después de que el primer porteador arrojase su carga, caía muerto el último árabe.
Cuando cesó el tiroteo, Tarzán volvió a dirigir la palabra a los manyuemas.
—Coged nuestro marfil y regresad con él a nuestra aldea, de donde lo habéis robado. No vamos a haceros ningún daño.
Los manyuemas vacilaron un momento. Al parecer les faltaban estómago y energías para repetir en sentido inverso su ardua caminata de tres jornadas. Hablaron entre sí a base de susurros. Uno de ellos se volvió hacia la selva y preguntó a la voz que les había hablado desde la densa fronda:
—¿Qué garantías tenemos de que cuando estemos en vuestra aldea no nos vais a matar a todos?
—No tenéis garantía alguna —respondió Tarzán—, aparte de la que os hemos prometido que no os haremos el menor daño si nos devolvéis nuestro marfil. Lo que sí os consta es que está en nuestras manos mataros a todos si no dais ahora media vuelta, tal como os indicamos, ¿y no es más probable que lo hagamos si nos irritáis desobedeciendo nuestras órdenes?
—¿Quién eres tú, que hablas la lengua de nuestros amos árabes? —gritó el portavoz de los manyuemas—. Deja que te veamos y luego te daremos nuestra contestación.
Tarzán salió de la espesura de la jungla y apareció a una docena de pasos de los manyuemas.
—¡Aquí me tenéis!
Cuando vieron que era blanco, el terror volvió a hacer presa en ellos, porque era la primera vez que veían un salvaje blanco y al observar sus enormes músculos y su figura gigantesca la maravilla y la admiración los invadió.
—Podéis confiar en mí —les tranquilizó Tarzán—. Mientras hagáis lo que os diga y no causéis daño alguno a los míos, no me meteré con vosotros para nada. ¿Vais a recoger nuestro marfil y a volver con él pacíficamente a nuestra aldea o preferís que continuemos acosándoos en vuestro camino hacia el norte, tal como hemos hecho durante los tres últimos días?
El recuerdo de aquellas tres espantosas jornadas que acababan de vivir fue lo que finalmente decidió a los manyuemas, y así, tras una breve conferencia volvieron a cargarse el marfil y empezaron a desandar lo andado, rumbo a la aldea de los waziris.
Al concluir el tercer día franquearon la puerta del poblado, donde recibieron una calurosa bienvenida por parte de los supervivientes de la reciente carnicería, a los que Tarzán había enviado un mensajero al campamento provisional del sur, el día en que los saqueadores se marcharon, para informarles de que podían regresar a la aldea.
Tarzán tuvo que recurrir a toda su maestría y a todo su poder de persuasión para evitar que los waziris cayeran con uñas y dientes sobre los manyuemas y los despedazaran en el acto, pero cuando explicó que había empeñado su palabra, asegurándoles que no se meterían con ellos si devolvían el marfil al lugar del que lo robaron, y cuando hizo hincapié en la circunstancia de que los waziris le debían a él aquella victoria en toda la línea, los waziris accedieron a sus demandas y permitieron que los antropófagos descansaran en paz dentro del recinto de la empalizada.
Aquella noche, los guerreros convocaron una sesión plenaria para celebrar sus victorias y elegir un nuevo jefe. Desde la muerte del anciano Waziri, Tarzán había venido capitaneando a los guerreros en las batallas y se le había concedido tácitamente el mando provisional de las huestes. No habían dispuesto de tiempo para nombrar un nuevo jefe entre los guerreros de la tribu y, en realidad, el caudillaje del hombre mono había sido tan notablemente triunfal que tampoco tuvieron el menor deseo de delegar la autoridad suprema en otra persona por temor a perder lo que tenían ganado. Habían sufrido las desastrosas consecuencias de actuar en contra de las indicaciones de aquel salvaje blanco, como ocurrió en el caso de Waziri, que ordenó un ataque desaconsejado por Tarzán y murió en el curso del mismo, y al recordarlo no se les hizo cuesta arriba aceptar que Tarzán tomase el mando definitivamente.
Los guerreros de mayor importancia se sentaron en círculo alrededor de una pequeña fogata para debatir los méritos objetivos de cualquier candidato que se propusiera como sucesor del anciano Waziri. Busuli fue el primero en hacer uso de la palabra.
—Puesto que Waziri ha muerto sin dejar ningún hijo, entre nosotros sólo hay uno que sabemos posee la experiencia adecuada para ser un gran rey. Sólo hay uno que ha demostrado que puede acaudillarnos con éxito frente a las armas de fuego del hombre blanco y llevarnos a una victoria fácil sin sufrir por nuestra parte la pérdida de una sola vida. Sólo hay uno: el hombre blanco que nos ha dirigido durante los últimos días.
Busuli se puso en pie y, enarbolado el venablo y doblado el cuerpo, inició lentamente una danza alrededor de Tarzán, al tiempo que entonaba, al ritmo de los pasos:
—Waziri, rey de los waziris. Waziri, exterminador de árabes. Waziri, rey de los waziris…
Uno tras otro los demás guerreros manifestaron su aquiescencia a la designación de Tarzán como rey de los waziris incorporándose a la solemne danza. Las mujeres acudieron al borde del círculo, donde se pusieron en cuclillas y empezaron a golpear el tam tam y a batir palmas al compás de los danzarines, al tiempo que hacían coro a la cantinela de los guerreros. En el centro del corro estaba sentado Tarzán de los Monos… Waziri, rey de los waziris, puesto que, al igual que su antecesor en el trono, tomaría como propio el nombre de su tribu.
El ritmo de los bailarines fue adquiriendo cada vez mayor rapidez, mientras el volumen de sus gritos salvajes aumentaba también paulatinamente. Las mujeres se levantaban y bajaban al unísono y no tardaron en estar gritando a voz en cuello. Se blandieron los venablos con feroz energía y cuando los bailarines se encorvaban para batir con sus escudos la pisoteada tierra de la calle de la aldea, la escena era tan terriblemente primitiva y salvaje como si se estuviera desarrollando en los albores de la humanidad, infinitos siglos atrás.
Cuando la excitación creció, el hombre mono se puso en pie de un salto y se integró en la selvática ceremonia. En el centro de aquel círculo de cabrilleantes cuerpos de piel negra, saltaba, rugía y enarbolaba su lanza con el mismo entusiasmo general que hechizaba a sus compañeros salvajes. Quedaba en el pozo del olvido su último resto de civilización… Era un hombre primitivo en toda la extensión y profundidad del término, que disfrutaba, eufórico y entusiasta, de la libertad de la vida salvaje que tanto amaba y de su recién estrenada condición de rey entre aquellos negros montaraces.
¡Ah, si Olga de Coude le hubiese echado una ojeada en aquel momento…! ¿Habría reconocido en él al joven tranquilo y elegante, cuyo bien parecido rostro y sus modales irreprochables la habían cautivado apenas unos meses antes? ¡Y Jane Porter! ¿Seguiría enamorada de aquel jefe guerrero, que bailaba desnudo entre sus desnudos y salvajes súbditos? ¡Y D'Arnot! ¿Podría creer D'Arnot que aquél era el mismo hombre al que había introducido en media docena de los más selectos círculos de París? ¿Qué dirían sus compañeros pares de la Cámara de los Lores si uno de ellos señalase con el índice a aquel bailarín gigantesco, con su tocado bárbaro y sus adornos metálicos, y dijese: «Ahí lo tienen, señores míos, es John Clayton, lord Greystoke»?
Y así entró Tarzán de los Monos en la auténtica realeza… Despacio, pero indefectiblemente, seguía la evolución de sus ancestros, porque, como ellos, ¿no había partido de cero, de lo más bajo?
Por la mañana, tras la noche del naufragio del
Lady Alice
, Jane Porter fue la primera de los ocupantes del bote salvavidas que se despertó. Los demás miembros del grupo dormían sobre las bancadas o hacinados en forzadas posturas sobre el fondo de la barca.
Cuando la muchacha se percató de que las otras embarcaciones se habían perdido de vista, la alarma cundió en su ánimo. La sensación de profunda soledad y absoluto desamparo que producía en ella la desierta inmensidad del océano le resultó tan deprimente que, desde el primer momento, vio el futuro negro, sin el más leve rayo de esperanza. Tuvo la certeza de que estaban perdidos…, perdidos y sin la más remota posibilidad de que los rescataran.
Clayton se despertó poco después. Tuvieron que transcurrir varios minutos para que sus sentidos cobrasen conciencia de la situación o para que recordase el desastre de la noche pasada. Por último, sus desconcertados ojos tropezaron con su prometida.
—¡Jane! —exclamó—. ¡Gracias a Dios que estamos juntos!
—¡Mira! —dijo la muchacha, sombría, a la vez que, con gesto apático, indicaba el horizonte—. Estamos solos.
Clayton exploró el mar en todas direcciones.
—¿Dónde estarán los demás? —preguntó—. No pueden haberse hundido, porque no hay mala mar, y estaban a flote después de que el yate se sumergiera… Los vi a todos en las barcas.
Despertó a los otros náufragos y les explicó la situación.
—A mí me parece que es mejor que los botes se hayan diseminado, señor —opinó uno de los marineros—. Todos llevan provisiones, de forma que en ese aspecto no necesitan ayuda de los demás y, si estallase una tormenta, tampoco serviría de nada estar juntos. Pero si las barcas están esparcidas por el océano hay más probabilidades de que algún barco que pase vea y recoja a una, en cuyo caso se iniciaría de inmediato la búsqueda de las demás. Si todos los botes estuvieran juntos sólo contaríamos con una probabilidad de rescate; en cambio, ahora puede que tengamos cuatro.
Comprendieron la sensatez de tal filosofía y las palabras del marinero les inyectaron cierta dosis de ánimo, pero su contento duró poco, porque cuando decidieron ponerse a remar con energía y dirigirse hacia el este, hacia el continente, tropezaron con la desagradable sorpresa de que los marineros encargados de mover los remos se habían quedado dormidos durante la noche y los dos únicos remos de que disponían se cayeron al mar. Ninguno de esos remos se encontraba ahora a la vista.
Durante los airados insultos y reproches que siguieron al desdichado descubrimiento, los marineros estuvieron en un tris de llegar a las manos, pero Clayton consiguió calmar su agresividad. Un momento después, sin embargo, monsieur Thuran a punto estuvo de provocar otra trifulca al dejar caer un insultante comentario acerca de la estupidez de los ingleses en general y de los marineros ingleses en particular.
—Venga, venga, compañeros —terció uno de los hombres, Thompkins, que no había participado en la pendencia—, poniéndonos verdes unos a otros no llegaremos a ninguna parte. Como ha dicho Spider hace un momento, es condenadamente posible que alguien nos pesque, así que, ¿qué ganamos con tirarnos los trastos a la cabeza? Vale más que le echemos algo al buche, propongo.
—No es mala idea —aceptó Thuran, para dirigirse acto seguido al tercer marinero, Wilson—: Páseme una de esas latas de popa, buen hombre.
—Cójala usted —replicó el «buen hombre», hosco—. No acepto órdenes de ningún… extraño… Y además, que yo sepa, usted no es el capitán de esta nave.
Al final, el propio Clayton fue quien tuvo que acercarse a coger la lata. De ello surgió otra exaltada tremolina al acusar uno de los marineros a Clayton y monsieur Thuran de conspiración para controlar las provisiones y arramblar así con la parte del león.