—Están reprochando a los de la calle el que nos hayan dejado escapar tan fácilmente —explicó Abdul—. Los de abajo dicen que por allí no pudimos huir… que continuamos en el edificio y que los de la habitación no son más que un hatajo de cobardes que, al no tener agallas para atacarnos, intentan engañarlos haciéndoles creer que hemos escapado.
Como sigan discutiendo así, no tardarán en pasar a mayores.
En aquel momento, los del edificio renunciaron a la búsqueda y volvieron al café. En la calle se quedaron unos cuantos árabes, charlando y fumando.
Tarzán dio las gracias a la muchacha por haberse arriesgado tanto por él, un perfecto desconocido.
—Me cayó bien —dijo la bailarina sencillamente—. Es distinto a los clientes habituales del café. No me habló con brusquedad… y la forma en que me pasó el dinero no fue en modo alguno humillante.
—Después de esta noche, ¿qué va a hacer? —preguntó Tarzán—. No puede volver al café. Si se queda en Sidi Aisa, ¿no correrá peligro?
—Mañana, todo esto se habrá olvidado —respondió la bailarina—. Pero me alegraría infinito si no tuviese que actuar nunca más ni en ese café ni en ningún otro. No estaba en él por mi gusto; me tenían prisionera.
—¿Prisionera? —exclamó Tarzán, incrédulo.
—Esclava sería la palabra más adecuada —repuso ella—. Una banda de merodeadores me raptó una noche en el aduar de mi padre. Me trajeron aquí y me vendieron al árabe propietario del café. Hace cerca de dos años que no veo a nadie de mi pueblo. Viven muy lejos, hacia el sur. Ninguno de los míos viene nunca a Sidi Aisa.
—¿Le gustaría volver con su pueblo? —preguntó Tarzán—. En tal caso puedo prometerle que la llevaré sana y salva por lo menos hasta Bu Saada. Es muy posible que pueda llegar a un acuerdo con el comandante del puesto militar para que le proporcione los medios precisos que le permitan cubrir el resto del camino.
—¡Oh, monsieur! —se exaltó la joven— ¿cómo podré pagárselo? No es posible que esté usted dispuesto a hacer todo eso por una pobre
uled-nail.
Pero mi padre le recompensará, desde luego, porque ¿no es un gran jeque? Se llama Kadur ben Saden.
—¡Kadur ben Saden! —exclamó Tarzán—. ¡Pero si Kadur ben Saden está en Sidi Aisa esta misma noche! Precisamente cenó conmigo hace pocas horas.
¿Mi padre en Sidi Aisa? —gritó la asombrada danzarina—. ¡Alabado sea Alá! ¡Ahora sí que estoy salvada!
—¡Chissst! —avisó Abdul—. Escuchen.
Llegaba de abajo ruido de voces que, en el tranquilo aire de la noche, eran claramente audibles. Tarzán no entendía las palabras, pero Abdul y la muchacha se las fueron traduciendo.
—Ya se han ido —comentó la bailarina—. Es a usted a quien quieren,
m'sieur
. Uno de ellos dijo que el extranjero que les ofreció dinero para que le mataran a usted se encuentra ahora en casa de Akmed din Sulef, con una muñeca rota, pero que ahora ha ofrecido una recompensa todavía más sustanciosa a quien se embosque en la carretera de Bu Saada, al acecho, y le asesine a usted cuando pase por allí.
—Es el que estuvo siguiendo a
m'sieur
hoy en el mercado —exclamó Abdul—. Y he vuelto a verle dentro del café… A él y a otro. Y los dos salieron al patio interior después de hablar con la chica aquí presente. Son los que le atacaron y dispararon contra usted cuando salió del local. ¿Por qué querrán matarle,
m'sieur?
—No lo sé —contestó Tarzán. Luego, tras una pausa, añadió—: A menos que…
Pero se interrumpió, porque la idea que había acudido a su cerebro, con todo y representar la explicación razonable del misterio, parecía al mismo tiempo carente de toda probabilidad.
Los hombres que habían permanecido en la calle acabaron por marcharse. El patio y el café estaban ya desiertos. Cautelosamente, Tarzán descendió hasta el alféizar de la ventana de la joven. El cuarto estaba vacío. Regresó al tejado, ayudó a Abdul a bajar y luego descolgó a la muchacha hasta dejarla en brazos del árabe.
Desde la ventana, Abdul cubrió de un salto la escasa altura que le separaba del suelo, mientras Tarzán cogía en brazos a la bailarina y saltaba también, como tantas veces hiciera en la selva cuando iba cargado. A la muchacha se le escapó un leve grito, pero Tarzán aterrizó en la calle con una sacudida imperceptible y la depositó sana y salva en el suelo.
Ella se le aferró durante unos segundos.
—¡Qué fuerte es usted, m'sieur! ¡Y qué ágil! —se admiró—. El
adrea
, el león negro, no es tan fuerte y ágil como usted.
—Me gustaría conocer a ese
adrea suyo
—manifestó Tarzán—. He oído hablar mucho de él.
—Pues si va al aduar de mi padre, lo verá —repuso la muchacha—. Vive en las estribaciones de las montañas situadas al norte de nuestro poblado y por las noches baja de su cubil para pillar lo que puede en el aduar de mi padre. Es capaz de aplastar con un solo zarpazo la testuz de un toro y ¡pobre del viajero que se tropiece con el
adrea
por la noche!
Llegaron al hotel sin ningún contratiempo. El adormilado hotelero se negó en redondo a enviar a alguien en busca de Kadur ben Saden, por lo menos hasta la mañana siguiente, pero una moneda de oro dio un aspecto radicalmente distinto a la cuestión y, momentos después, un botones del establecimiento iniciaba el recorrido de las hosterías y posadas de la ciudad que contaban con más probabilidades de ofrecer compañía agradable a un jeque del desierto. Tarzán juzgó indispensable encontrar al padre de la muchacha aquella misma noche, no fuera caso que el hombre emprendiera el regreso a sus lares demasiado temprano para que fuera posible interceptarle.
Llevaban esperando cosa de media hora cuando regresó el botones acompañado de Kadur ben Saden. El anciano jeque entró en la estancia con una expresión interrogadora en su altanero semblante.
—Monsieur me ha hecho el honor de… —empezó, pero sus ojos cayeron sobre la muchacha. El hombre atravesó la habitación con los brazos extendidos. Exclamó—: ¡Hija mía! ¡Alá es misericordioso!
Y las lágrimas empañaron los marciales ojos del viejo guerrero.
Cuando concluyó el relato del secuestro y rescate final de su hija, Kadur ben Saden tendió la mano a Tartán.
—Suyo es, amigo mío, cuanto posee Kadur ben Saden, incluida la vida.
Lo dijo con sencilla naturalidad, pero Tarzán sabía que no eran palabras ociosas.
Se decidió que, aunque los tres cabalgasen prácticamente sin haber dormido nada, sería mejor partir temprano, a primera hora de la mañana, e intentar cubrir todo el trayecto hasta Bu Saada en una sola jornada. Ello sería relativamente fácil para los hombres, pero a la muchacha le resultaría un viaje en extremo fatigoso.
Sin embargo, la joven era la que más deseosa se mostraba de emprender la marcha, puesto que no veía la hora de encontrarse entre sus familiares y amigas, de quienes llevaba separada dos años.
A Tarzán le pareció que no había hecho más que cerrar los párpados cuando ya volvían a despertarlo y, una hora después, la partida se encontraba en marcha, rumbo al sur, camino de Bu Saada. Disfrutaron durante unos cuantos kilómetros de una buena carretera, lo que les permitió adelantar bastante, pero el terreno se convirtió repentinamente en un desierto de arena, donde los caballos hundían los cascos hasta el menudillo casi a cada paso. Además de Tarzán, Abdul, el jeque y su hija componían la expedición cuatro fieros beduinos de la tribu de Kadur ben Saden que acompañaban a éste en su viaje a Sidi Aisa. De forma que, disponiendo de siete rifles, poco les asustaba la posibilidad de un ataque a pleno día y, si todo iba bien, llegarían a Bu Saada antes de la caída de la noche.
Un fuerte viento levantó nubes de arena del desierto que los envolvieron y dejaron a Tarzán con los labios resecos y cuarteados. Lo poco que conseguía distinguir de aquella región distaba mucho de parecerle atractivo: una amplia extensión de terreno accidentado, de ondulantes altozanos estériles, en los que crecían aquí y allá bosquecillos de arbustos o grupos de matorrales resecos. Hacia el sur, a lo lejos, se vislumbraba la tenue línea quebrada de la cordillera del Atlas sahariano. ¡Qué diferente era aquella tierra de la espléndida y exuberante África de su infancia y juventud!, pensó Tarzán.
Siempre ojo avizor, Abdul miraba hacia atrás con tanta perseverancia como hacia adelante. En la cima de cada cerro que coronaban, detenía su montura, daba media vuelta y examinaba el paisaje con la máxima atención. Al final, su escrutinio obtuvo recompensa.
—¡Miren! —exclamó—. Llevamos seis jinetes a nuestra espalda.
—Sus amigos de anoche, sin duda, monsieur —comentó secamente Kadur ben Saden, dirigiéndose a Tarzán.
—Sin duda —confirmó el hombre mono—. Lamento que mi compañía represente un peligro para usted en este viaje. En el primer pueblo que encontremos en nuestro camino me quedaré para hacerles unas preguntas a esos caballeros, mientras ustedes continúan. No tengo ninguna necesidad de llegar esta noche a Bu Saada y menos aún si mi presencia impide que sigan cabalgando ustedes en paz.
—Si se queda, nosotros también nos quedaremos —dijo Kadur ben Saden—. Permaneceremos a su lado hasta que se encuentre a salvo con sus amigos o hasta que su enemigo haya abandonado la persecución. No hay más que hablar.
Lo único que hizo Tarzán fue asentir con la cabeza. Era hombre de pocas palabras y tal vez fuera esa la razón, más que cualquier otra, por la que le resultaba tan simpático a Kadur ben Saden, ya que si hay algo que un árabe desprecie es un hombre parlanchín.
Abdul se pasó el resto de la jornada lanzando vigilantes miradas a los jinetes que les seguían, los cuales se mantenían siempre a la misma distancia, aproximadamente. En ninguno de los altos que hicieron para descansar, y en el más prolongado del mediodía, trataron de acercarse a ellos.
—Aguardan la oscuridad de la noche —dictaminó Kadur ben Saden.
Y la noche cayó antes de que llegaran a Bu Saada. La última mirada que lanzó Abdul hacia las torvas figuras de chilaba blanca que les seguían, poco antes de que el crepúsculo concluyera en negruras e impidiese distinguirlas, le permitió comprobar que reducían rápidamente la distancia que los separaba. O sea, que parecían dispuestos a provocar la lucha. Comunicó a Tarzán tal circunstancia, en voz baja, porque no deseaba alarmar a la muchacha. El hombre mono se rezagó un poco para situarse junto a Abdul.
—Seguirás adelante con los demás, Abdul —dijo Tarzán—. Esta lucha es cosa mía. Esperaré en el primer lugar propicio que encuentre y preguntaré a esos sujetos qué es lo que pretenden.
—En tal caso, Abdul esperará junto a usted —respondió el joven árabe, con una determinación que ni órdenes ni amenazas lograron torcer.
—Muy bien, pues —accedió Tarzán—. Precisamente aquí tenemos un punto que nos viene al pelo, no podríamos desearlo mejor. La cima de este altozano está sembrada de peñascos. Nos apostaremos entre las rocas y surgiremos ante esos caballeros cuando aparezcan.
Detuvieron sus monturas y echaron pie a tierra. Los demás continuaron su camino y al cabo de un momento la oscuridad se los había engullido. Relucían en la distancia las luces de Bu Saada. Tarzán sacó el rifle de su funda y aflojó la correa que sujetaba el revólver en la pistolera. Ordenó a Abdul que se adentrara entre las peñas con los caballos, para ponerse a salvo de los proyectiles enemigos, caso de que llegara a producirse un tiroteo. El joven árabe fingió obedecer, pero una vez tuvo atados los dos caballos a un arbusto, volvió arrastrándose sobre el vientre y se situó a unos pasos detrás del hombre-mono.
Tarzán se plantó en medio de la carretera y aguardó erguido la llegada de los que le seguían. No tuvo que esperar mucho. Un repentino tableteo de cascos de caballos al galope atravesó la negrura nocturna y al cabo de un momento distinguió unas manchas borrosas en movimiento, más claras que el tenebroso telón de fondo de la noche, sobre el que destacaban.
—¡Alto! —advirtió—. ¡Alto o abrimos fuego!
Las figuras blancas frenaron en seco y el silencio imperó durante unos instantes. A continuación se produjo el bisbiseo de una apresurada consulta secreta y, como sombras, los fantasmales jinetes se dispersaron en todas direcciones. La calma silenciosa del desierto envolvió de nuevo a Tarzán, pero era una quietud ominosa que no presagiaba nada bueno.
Abdul se incorporó sobre una rodilla. Tarzán aguzó el oído y el largo adiestramiento en la selva le permitió captar el rumor de caballos que se acercaban calladamente por la arena desde el este, el norte, el oeste y el sur, para converger sobre él. Le habían rodeado.
Sonó bruscamente un disparo, en la dirección que miraba Tarzán, y el proyectil pasó silbando por encima de la cabeza del hombre mono, que disparó a su vez, apuntando al fogonazo del arma enemiga.
Inmediatamente, el silencio del desierto saltó hecho añicos bajo el impacto del retumbante repiqueteo de las armas que empuñaban los hombres. Abdul y Tarzán hacían sus disparos apuntando a las llamaradas de los atacantes… A éstos aún no podían verlos. En seguida quedó patente que los agresores los tenían cercados e iban aproximándose cada vez más, envalentonados al comprender la inferioridad numérica de los que les plantaban cara.
Pero uno de los asaltantes cometió el error de acercarse más de lo aconsejable, dado que Tarzán estaba acostumbrado a sacarle provecho a los ojos en la oscuridad de la selva virgen, la más intensa que se conoce a este lado de la tumba y, al tiempo que un alarido de dolor mortal surcaba el aire, la silla de una cabalgadura quedó libre de jinete.
—Empezamos a igualar la partida —comentó Tarzán con una risita.
Pero aún se encontraban en franca desventaja, y cuando, a la señal del que los dirigía, los cinco jinetes restantes se lanzaron a la carga todos a una, pareció que la batalla iba a concluir en un dos por tres. Tarzán y Abdul retrocedieron y, en dos saltos, se colocaron al abrigo de unos peñascos cuya protección les permitió mantener a raya a los enemigos que tenían enfrente. Un ensordecedor repicar de cascos lanzados al galope, una descarga cerrada por ambas partes y los árabes se retiraron para repetir la maniobra. Pero ya sólo eran cuatro contra dos.
Durante unos instantes, de las tinieblas que los rodeaban no llegó sonido alguno. Tarzán no podía saber si los árabes, en vista de las bajas sufridas, abandonaban la lucha, o si les estarían esperando en algún otro punto del camino, más adelante, para volverles a atacar cuando pasasen por allí camino de Bu Saada. Pero sus dudas se disiparon rápidamente, porque en seguida se produjo el ruido de una nueva carga, que llegaba de una sola dirección. Sin embargo, apenas había descargado el primer rifle atacante cuando una docena de disparos repercutieron detrás de los árabes. Atravesaron la noche los gritos de los integrantes de una nueva partida que se sumaba al combate y el resonar de los cascos de varios caballos que llegaban por la carretera de Bu Saada.