Los árabes decidieron que no era oportuno quedarse allí para averiguar la identidad de los recién llegados. Con una andanada de despedida, al tiempo que pasaban precipitadamente junto a la posición defendida por Tarzán y Abdul, se lanzaron a galope tendido rumbo a Sidi Aisa. Momentos después Kadur ben Saden y sus hombres llegaban hasta Tarzán.
El anciano jeque se sintió muy aliviado al comprobar que ni Tarzán ni Abdul habían recibido el más leve arañazo. Ni siquiera sus corceles resultaron heridos. Examinaron los alrededores, en busca de los árabes abatidos por los disparos de Tarzán y, al ver que ambos estaban muertos, los dejaron donde estaban.
—¿Por qué no me dijo que tenía intención de tender una emboscada a esos individuos? —preguntó, dolido, el jeque—. De habernos quedado aquí todos nosotros, entre los siete no habríamos dejado vivo a ninguno de esos criminales.
—Entonces detenernos hubiera sido inútil; no nos habrían atacado al ver que teníamos rocas para protegernos —repuso Tarzán—, y si hubiésemos seguido cabalgando hacia Bu Saada, habrían acabado por decidirse a hacerlo, en cuyo caso todos nosotros tal vez nos habríamos visto complicados en la escaramuza. Para evitar que sucediera eso y que una responsabilidad exclusivamente mía recayese sobre todos, decidí esperar en este punto, con Abdul, para preguntar a esos individuos qué buscaban. Tenga en cuenta también que su hija va con nosotros… y no podía consentir que, por mi culpa, la muchacha se viera innecesariamente expuesta a servir de blanco a las armas de fuego de esos hombres.
Kadur ben Saden se encogió de hombros. No le gustaba que le hubieran dado esquinazo, apartándolo falazmente de una refriega.
La escaramuza había tenido lugar tan cerca de Bu Saada que el tiroteo atrajo una compañía de soldados. Tarzán y su grupo se encontraron con ellos justo a la salida de la ciudad. El oficial que iba al mando les dio el alto y quiso saber qué significaban aquellos disparos que había oído.
—Una banda de merodeadores —respondio Kadur ben Saden—. Atacaron a dos miembros de nuestra partida que se quedaron rezagados, pero cuando volvimos, los asaltantes se dispersaron a toda prisa. Dejaron dos cadáveres. Por nuestra parte, ni un herido.
La explicación pareció dejar satisfecho al oficial y, tras tomar el nombre de los componentes de la partida de Kadur ben Saden, se alejó a la cabeza de sus hombres hacia el lugar donde se había desarrollado la contienda, a fin de hacerse cargo de los dos muertos para identificarlos, si ello era posible.
Dos días después, Kadur ben Saden, con su hija y la comitiva, partió hacia el sur, a través del paso de Bu Saada, rumbo a su aduar en la distante región desértica. El jeque insistió para que Tarzán le acompañase y la muchacha unió sus ruegos a los del padre, pero, aunque no podía explicárselo a ellos, lo cierto era que los sucesos de las últimas jornadas habían hecho perder bastante tiempo a Tarzán, que ya no podía seguir demorando el cumplimiento de las obligaciones de la misión oficial en la que estaba comprometido. A pesar de todo, prometió al jeque que le visitaría más adelante, en cuanto se le presentara una ocasión propicia, promesa con la que todos tuvieron que conformarse.
Tarzán se pasó prácticamente la totalidad de esos dos días con Kadur ben Saden y su hija. Le interesaba mucho aquella raza de soberbios y dignos guerreros y Tarzán aceptó de mil amores la ocasión que le brindaba su amistad para asimilar cuanto pudiese de su vida y costumbres. Incluso empezó a aprender los rudimentos de su lenguaje bajo la agradable tutoría de la hermosa joven de ojos castaños. Los acompañó hasta el paso, los despidió con auténtico pesar y permaneció largo rato en la silla; estuvo contemplándolos hasta que se perdieron de vista en la lejanía.
¡Eran personas afines a su forma de ser, sentir y pensar! Su existencia dura y montaraz, cuajada de peligros y situaciones dificiles, cautivaba a aquel hombre semi.salvaje como no había logrado hechizarle en absoluto el delicado estilo de vida que encontró en las grandes ciudades civilizadas que había visitado. En aquella parte de África la vida era incluso más atractivamente arriesgada que en la jungla… y contaba con la compañía de seres humanos, hombres de verdad a los que podía honrar y respetar y, además, se hallaba en contacto directo con la naturaleza que tanto le seducía. Le rondaba por la cabeza la idea de que, cuando hubiese cumplido su misión, renunciaría al empleo y regresaría allí para pasar el resto de sus años en la tribu de Kadur ben Saden.
Por último, volvió grupas y cabalgó despacio en dirección a Bu Saada.
La parte delantera del Hótel du Petit Sahara, donde Tarzán se hospedaba en Bu Saada, la ocupaban el bar, dos comedores y la cocina. Los comedores comunicaban directamente con el bar. Uno de ellos estaba reservado en exclusiva para los oficiales de la guarnición. Desde el bar, si uno lo deseaba, podía ver el interior de ambos comedores.
En el bar hizo un alto Tarzán, tras haber dicho adiós a Kadur ben Saden y su partida. Era muy temprano, porque Kadur ben Saden quiso emprender la marcha al amanecer, de modo que cuando Tarzán regresó al hotel los huéspedes aún estaban tomando su desayuno.
Cuando su indiferente mirada vagó por el comedor de los oficiales, Tarzán captó de pronto algo que llenó sus ojos de interés. El teniente Gernois estaba sentado a una mesa y, mientras el hombre mono contemplaba la escena, un árabe de blanca chilaba se acercó al teniente, se inclinó sobre él y le susurró unas palabras. Luego salió del edificio por otra puerta.
En sí mismo, aquel detalle pudiera carecer de importancia, pero cuando el árabe se inclinó para hablar al oficial, Tarzán vislumbró algo que fugazmente dejó al descubierto la chilaba del hombre: llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo.
El mismo día en que Kadur ben Saden emprendió su cabalgada hacia el sur, la diligencia del norte llevó a Tarzán una carta de D'Arnot reexpedida desde Sidibel-Abbes. La carta abrió una herida que a Tarzán le hubiera gustado mantener cerrada y olvidada. Sin embargo, no lamentaba que D'Arnot le hubiese escrito, porque al menos uno de los asuntos que exponía la misiva no dejaba de interesar al hombre-mono. Decía:
Querido Jean:
Después de mi última carta he tenido que ir a Londres por cuestiones de negocios. Sólo estuve allí tres días. En el curso del primero me tropecé —lo que se dice inopinadamente— en Henrietta Street con un viejo amigo tuyo. Ni por lo más remoto te imaginarías quién es. Pues, ni más ni menos que el señor don Samuel T. Philander. Es cierto. Veo la expresión de incredulidad que ha aparecido en tu cara. Se empeñó en que le acompañase al hotel donde se hospedaba, y allí encontré a todos los demás: el profesor Arquímedes Q. Porter, la señorita Porter y aquella gigantesca negra, la doncella de la señorita Porter, Esmeralda me parece recordar que se llama. Mientras estaba allí, llegó Clayton. Van a casarse pronto, por no decir ya mismo, y sospecho que recibiremos la participación de boda cualquier día de estos. Debido a la muerte del padre de Clayton, va a ser una ceremonia discreta, íntima, a la que sólo asistirán los familiares directos.
Cuando estaba a solas con el señor Philander, el hombre se puso en plan más bien confidencial. Me contó que la señorita Porter ya había aplazado la boda en tres ocasiones distintas. Al señor Philander, según me dijo, le parece que la muchacha no tiene precisamente unas ganas locas de casarse con Clayton, pero todo indica que esta vez va a llegar hasta el final.
Naturalmente, todos me preguntaron por ti, pero respeté tus deseos en cuanto a tu verdadero origen y me limité a hablarles de tus presentes actividades.
La señorita Porter se mostró especialmente interesada en cuanto yo pudiera explicarle sobre tu persona y me formuló una barbaridad de preguntas. Me temo que disfruté lo mío, lo que no es digno de un caballero, exponiendo con mi más colorista elocuencia tu deseo y determinación de volver, tarde o temprano, a tujungla natal. Luego me arrepentí, porque a la muchacha pareció producirle auténtica angustia imaginarse los espantosos peligros a los que quieres regresar. «Y sin embargo», comentó la señorita Porter, «no sé… Hay destinos mós infaustos que los que pueda plantear a monsieur Tarzán la terrible y feroz selva virgen. Al menos, no tendrá remordimientos de conciencia. Y allí no faltan durante el día momentos de quietud, paz y sosiego, además de tener unas vistas de belleza sensacional. Es posible que le extrañe que diga cosas así, puesto que he vivido experiencias escalofriantes en aquella floresta aterradora, pero la verdad es que hay momentos en que anhelo volver, porque no dejo de tener presente que disfruté allí de los instantes ~felices de mi vida.»
Mientras hablaba, su rostro tenía una expresión de indescriptible tristeza, lo que me indujo a pensar que estaba enterada de que yo conocía su secreto y que tal expresión acongojada era su modo de indicarme que te transmitiera un mensaje de su parte: el de que tu recuerdo tenía un santuario en su corazón, aunque éste perteneciese a otro. Cuando tú eras el protagonista de la conversación, Clayton no disimuló la incomodidad y nerviosismo que sentía. Su rostro denotaba angustiada preocupación. Lo que no fue óbice para que manifestara un bondadoso interés acerca de cómo te iban las cosas. Me pregunto si sospechará la verdad acerca de ti.
Tennington entró con Clayton. Son grandes amigos, ya sabes. Tennington se disponía a zarpar en su yate, con ánimo de llevar a cabo uno de sus interminables cruceros, y trataba de convencer a los demás para que se enrolaran en la travesía. También trató de liarme a mí. Esta vez tiene intención de circunnavegar el continente de África. Le contesté que lo más probable es que, como no se le quite de la cabeza la idea de que su bonito juguete flotante no es ni un acorazado ni un transatlántico, el día menos pensado le va a llevar, a él y a algunos de sus amigos, al fondo del océano.
Regresé a París anteayer y ayer encontré en las carreras a los condes De Coude. Me preguntaron por ti, claro. El conde parece tenerte un tremendo afecto. No da la impresión de guardarte rencor alguno, sino todo lo contrario. Olga está tan radiante de belleza como siempre, aunque parece un poco deprimida. Supongo que sus breves relaciones contigo le enseñaron una lección que no olvidará mientras viva. Para ella, y para su esposo, desde luego, fue una suerte que se tratara de ti y no de otro individuo menos caballeroso.
Me temo que si hubieras galanteado a Olga no habría habido esperanza para ninguno de los dos.
Me encargó que te diese que Nicolás ha abandonado Francia. Ella le pagó veinte mil francos para que se fuera y no volviese. Se felicita por haberse desembarazado de él antes de que Nicolás intentase cumplir la amenaza que le hizo de matarte a la primera ocasión que se le presentara. Me contó también que le horrorizaba la posibilidad de que te mancharas las manos con la sangre de Nicolás. Te aprecia mucho y no se recató en reconocerlo delante del conde. No pareció que se le pudiera pasar por la cabeza la idea de que existiese probabilidad alguna de que un ulterior encuentro entre Nicolás y tú pudiese tener otro resultado que la muerte del ruso. En eso, el conde se mostró de acuerdo con ella. De Coude añadió que para acabar contigo haría falta un regimiento de Rokoff. Tus cualidades le inspiran un respeto de lo más saludable.
Me han vuelto a destinar a mi antiguo buque. Zarpa de El Havre dentro de dos días, con órdenes secretas. Si diriges la carta al buque, tarde o temprano me llegará. En cuanto se me presente otra oportunidad volveré a escribirte.
Tu sincero amigo,
Paul D'Arnot
—Me temo —pensó Tarzán a media voz— que Olga ha tirado veinte mil francos por la ventana.
Releyó varias veces la parte de la misiva que aludía a la conversación de D Arnot con Jane Porter. De aquellos párrafos dimanaba para él una dicha más bien patética, pero eso era mejor que no tener dicha de ninguna clase.
Las tres semanas siguientes transcurrieron sin acontecimientos fuera de lo normal. Tarzán vio varias veces al árabe misterioso, y en una de ellas le observó intercambiando unas palabras con el teniente Gernois. Sin embargo, aunque puso todo su atento interés en espiarle y seguirle, el hombre mono no logró determinar el alojamiento del árabe, una dirección que a Tarzán le hubiera gustado sobremanera descubrir.
Desde el episodio en el comedor del hotel de Aumale, Gernois, nunca cordial, se mantuvo siempre a distancia de Tarzán. En las contadas ocasiones en que ambos coincidieron en algún punto o reunión, el teniente se mostró francamente hostil.
Para mantener las apariencias del papel que representaba, Tarzán dedicó una cantidad considerable de su tiempo a la actividad cinegética por las proximidades de Bu Saada. Se pasaba días enteros en las laderas de los montes, buscando ostensiblemente gacelas. Pero si alguna vez se encontraba con alguno de esos hermosos animales, lo dejaba escapar sin molestarse siquiera en sacar el rifle de la funda. El hombre-mono era incapaz de sacrificar, por simple deporte, a la más inocente, inerme e indefensa de las criaturas de Dios, por el mero placer de matar.
En realidad, Tarzán nunca había matado «por placer», como tampoco encontró nunca placer alguno en el acto de matar. Lo que le encantaba era la alegría del juego limpio de la lucha…, el éxtasis de la victoria. Y el éxito en la caza practicada para conseguir alimento, la competencia entre la habilidad y la astucia de uno y la astucia y la habilidad de otro. Pero salir de una ciudad en la que había alimento de sobra para abatir a tiros a una preciosa gacela de dulces ojos… ¡Ah, eso resultaba todavía más cruel que asesinar a sangre fría a un semejante! Tarzán no estaba dispuesto a hacer una cosa así, de forma que salía a cazar en solitario para que nadie fuese testigo de la impostura que llevaba a cabo.
Y una vez, debido probablemente a su costumbre de ir solo, a punto estuvo de perder la vida. Cabalgaba a paso lento por el fondo de un barranco cuando retumbó un disparo a su espalda, no muy lejos, y un proyectil atravesó el casco con que se cubría la cabeza. Aunque dio media vuelta instantáneamente y subió al galope hasta lo alto de la colina, no vio ni rastro de enemigo alguno, como tampoco se tropezó con ningún ser humano hasta llegar a Bu Saada.
—Sí —monologó mientras recordaba el suceso—, verdaderamente Olga ha tirado veinte mil francos por la ventana.
Aquella noche el capitán Gerard le había invitado a cenar.