¡Socorro, monsieur! —imploró en voz baja al irrumpir Tarzán en la estancia—. ¡Van a matarme!
Al enfrentarse Tarzán a los individuos, vio en sus patibularios rostros las expresiones taimadas y perversas de los criminales contumaces. Se preguntó por qué no hacían el menor intento de escapar. Cierta conmoción a su espalda le impulsó a volver la cabeza. Sus ojos vieron dos cosas, una de las cuales le proporcionó considerable sorpresa. Un hombre salía sigilosamente del cuarto y la fugaz ojeada que Tarzán pudo lanzarle le permitió observar que aquel sujeto era Rokoff.
Pero la otra cosa reclamó un interés más inmediato por su parte. Se trataba de un malencarado y brutal gigantón, que se le acercaba de puntillas por la espalda y que enarbolaba una estaca tremebunda. Pero en cuanto el facineroso y sus colegas se percataron de que Tarzán había descubierto al traicionero agresor, desencadenaron un asalto general, atacándole por todas partes. Algunos empuñaron cuchillos. Otros se armaron de sillas, mientras el fulano del garrote lo levantaba todo lo que le permitieron los brazos, en un volteo homicida que, de alcanzar su destino, hubiera machacado la cabeza de Tarzán.
Pero aquellos apaches parisienses se equivocaron al suponer que iban a domeñar fácilmente la rapidez de reflejos, la agilidad y los músculos que habían hecho frente a la imponente fortaleza fisica y la: cruel habilidad luchadora de
Terkoz
y de
Nwna
, allá en las profundidades de la selva virgen.
De entrada, Tarzán optó por dar prioridad al más formidable de los antagonistas, el gigantón de la estaca. Se lanzó sobre él, esquivó el garrotazo descendente y alcanzó al individuo en pleno mentón, con un terrorífico directo que lo detuvo en seco, lo despidió hacia atrás y lo envió a morder el polvo del piso.
Luego se volvió para plantar cara a los demás. Aquello era lo suyo. Empezó a disfrutar del placer de la lucha, del olor de la sangre. Como una frágil concha que saltase hecha pedazos al agitarla con cierta brusquedad, la tenue capa de civilización que le recubría se desprendió rápidamente y diez robustos y canallescos hampones se vieron de pronto acorralados en una pequeña habitación por una bestia salvaje y frenética contra cuyos músculos de acero resultaban casi totalmente ineficaces las enclenques fuerzas de aquellos malhechores.
Al final del pasillo, Rokoff aguardaba el resultado de la escaramuza. Antes de marchar, quería asegurarse de que la muerte de Tarzán era un hecho consumado, pero entre sus planes no figuraba la circunstancia de encontrarse dentro del cuarto mientras se cometía el asesinato.
La mujer aún continuaba en el mismo sitio donde la encontró Tarzán al entrar allí, pero su rostro había experimentado diversos cambios de expresión en el curso de los escasos minutos transcurridos desde entonces. Del aparente miedo inicial pasó a una mueca de astucia, cuando el hombre-mono dio media vuelta para afrontar el ataque por la espalda; pero Tarzán no había visto tal cambio.
La mujer puso luego cara de sorpresa, que fue sustituida a continuación por una expresión de horror. ¿Y quién podía extrañarse de ello? Porque el impecable caballero al que los gritos de la mujer habían atraído allí para que encontrase la muerte en aquella habitación se había transformado repentinamente en un demonio vengativo. En lugar de músculos fláccidos y débil resistencia, la desdichada tenía ante sus ojos un auténtico Hércules en pleno ataque de locura aniquiladora. —
Mon Dieu!
—exclamó la mujer—. ¡Es una fiera salvaje! Porque la poderosa y blanca dentadura del hombre-mono se había clavado en la garganta de uno de los atacantes y Tarzán luchaba como había aprendido a hacerlo entre los colosales simios machos de la tribu de Kerchak.
Estaba en una docena de puntos al mismo tiempo, saltaba de un lado a otro en aquella reducida estancia, con brincos sinuosos que recordaron a la mujer los de una pantera que había visto en el parque zoológico. Tan pronto fracturaba el hueso de una muñeca bajo la presa de su mano de hierro como descoyuntaba una clavícula al agarrar, aquella bestia desencadenada, el brazo de su víctima, echarlo hacia atrás y luego impulsarlo hacia arriba.
Sin dejar de emitir aullidos de dolor, los delincuentes salieron huyendo al pasillo con toda la rapidez que les era posible, pero incluso antes de que el primero de ellos apareciese en el umbral de la puerta del cuarto, tambaleándose, sangrando y con algunos huesos rotos, Rokoff ya había visto lo suficiente como para tener el convencimiento de que no iba a ser Tarzán el hombre que muriese en la casa aquella noche. De modo que el ruso se apresuró a refugiarse en un tugurio próximo, desde donde telefoneó a la policía para informar de que un individuo estaba asesinando a alguien en el tercer piso de la casa número veintisiete de la rue Maule.
Cuando las autoridades se personaron en el lugar del suceso, encontraron a tres hombres que gemían en el suelo, a una mujer aterrada que yacía encima de un sucio camastro, con el rostro hundido entre los brazos, y a un joven bien vestido y que parecía un caballero que, de pie en el centro del cuarto, aguardaba los refuerzos que creía le anunciaban los pasos de los agentes que subían presurosos por la escalera… Los policías, sin embargo, se equivocaron al juzgarle por el aspecto elegante de sus ropas, porque lo que tenían frente a ellos era una bestia salvaje cuyas aceradas pupilas grises los contemplaban a través de los párpados entornados. Con el olor de la sangre, el último residuo de civilización había abandonado a Tarzán, que ahora se sentía acorralado, como un león al que rodeasen los cazadores, a la expectativa para afrontar el siguiente ataque, agazapado y presto a saltar sobre el primero que se decidiera a lanzarlo.
—¿Qué ha ocurrido aquí? —quiso saber uno de los policías.
Tarzán lo explicó concisamente, pero cuando se volvió hacia la mujer para que confirmase su versión de los hechos se quedó de piedra al oír las palabras de aquella supuesta víctima de agresión.
—¡Este hombre miente! —chilló la mujer, en tono penetrante, dirigiéndose al policía—. Entró en mi cuarto cuando me encontraba sola y, desde luego, con no muy buenas intenciones. En vista de que le rechazaba se puso violento y me habría matado a no ser porque mis gritos atrajeron a esos señores, que pasaban por delante de la casa en aquel momento. Es Satanás en persona,
>messieurs
>; él sólo casi se ha cargado a diez hombres, nada más que con los dientes y las manos.
La ingratitud de la mujer dejó a Tarzán tan atónito que durante unos segundos pareció incapaz de reaccionar. Los policías daban la impresión de sentirse un tanto escépticos, ya que anteriormente habían tenido otros contactos con aquella dama y con su encantadora pandilla de compadres. Sin embargo, eran policías y no jueces, así que decidieron arrestar a todos los presentes en la habitación y dejar que fuese otro, la autoridad correspondiente, quien separase a los inocentes de los culpables.
En seguida comprobaron, no obstante, que una cosa era decirle a aquel joven elegantemente vestido que estaba detenido y otra muy distinta detenerle de verdad.
—No he cometido ningún delito —manifestó Tarzán sosegadamente—. No he hecho más que actuar en defensa propia. Ignoro por qué la mujer ha dicho lo que ha dicho. No puede tener nada en contra de mi persona, porque no la había visto en la vida hasta el momento en que entré en esta habitación en respuesta a sus gritos pidiendo auxilio.
—Vamos, vamos —dijo uno de los agentes—, los jueces se encargarán de escuchar todo eso.
El policía se adelantó para poner la mano en el hombro de Tarzán.
Un segundo después se encontraba encogido sobre sí mismo, hecho unos zorros en un rincón de la estancia. Los compañeros suyos que se abalanzaron sobre el hombre-mono saborearon la misma medicina que poco antes habían probado los apaches. Tarzán les dio el repaso con tal contundencia y rapidez que ni siquiera tuvieron oportunidad de empuñar sus revólveres antes de verse fuera de combate.
Durante la breve escaramuza, Tarzán observó que al otro lado de una abierta ventana, muy cerca de ella, había un tronco de árbol o un poste de telégrafo… no tuvo tiempo de precisarlo. Cuando se desplomó el último policía, uno de sus colegas logró sacar el revólver de la funda y, desde el suelo, disparó contra Tarzán. Falló el tiro y, antes de que el agente pudiera apretar el gatillo por segunda vez, Tarzán había derribado de un manotazo la lámpara de petróleo y sumido la habitación en la oscuridad.
Inmediatamente, los policías vieron que una figura ágil y flexible se encaramaba al alféizar de la ventana, desde donde dio un salto felino, como una pantera, y se aferró al poste situado junto al bordillo de la acera. Una vez los agentes se repusieron del ataque y de la sorpresa y llegaron a la calle, el huido prisionero no aparecía por ninguna parte.
Cuando se los llevaron a comisaría, los agentes no trataron precisamente con exquisita diplomacia a los participantes en la refriega que no habían podido poner pies en polvorosa. La patrulla de policía se encontraba en un estado de dolorido resentimiento, con la moral por los suelos ante la humillación sufrida. Les repateaba los hígados la idea de tener que informar a sus superiores de que, en aquella operación, un hombre solo y sin armas les había propinado una buena tunda y, tras dejarlos tirados, se les escapó, largándose tranquilamente, como si ellos no estuvieran allí.
El agente que permanecía de vigilancia en la calle juraba que, desde que los policías entraron hasta que salieron, nadie había salido por la ventana, nadie había saltado al poste, nadie había descendido por él y, por ende, nadie se había alejado del edificio. Sus compañeros se imaginaron que mentía, pero tampoco les era posible demostrarlo.
Lo cierto es que cuando Tarzán se encontró aferrado al poste, fuera de la ventana, su instinto selvático le aconsejó otear el terreno antes de.deslizarse desde lo alto, no fuera caso que le aguardase abajo algún enemigo. Al hacerlo así obró muy cuerdamente, ya que justo al pie del poste montaba guardia un policía. Tarzán no vio a nadie por las alturas, de modo que, en vez de descender, optó por trepar.
El extremo del palo de telégrafos quedaba a la altura del tejado del inmueble y franquear instantáneamente el espacio que separaba uno de otro fue coser y cantar para unos músculos que se habían pasado tantos años saltando de rama en rama, de árbol en árbol por la floresta de la selva virgen. Luego fue pasando de un edificio a otro, subiendo y bajando por los tejados, hasta que frente al alero de uno descubrió otro poste, al que saltó y por el que se deslizó al firme de una calle.
Se alejó a la carrera y, cosa de un par de manzanas más allá, entró en un cafetín de los que estaban abiertos toda la noche, en cuyos servicios se quitó de encima todas las huellas de su paseo por los tejados, lavándose a conciencia las manos y eliminando con idéntico esmero las manchas de la ropa. Momentos después salía del local con toda la calma del mundo, para dirigirse sin prisas a su domicilio.
Para llegar al piso que habitaba, Tarzán tenía que cruzar un amplio y bien iluminado bulevar, situado no lejos de la casa. Aguardaba en la acera, bajo la brillantez luminosa de una farola, a que pasara una limusina, cuando oyó una suave voz femenina que pronunciaba su nombre. Al levantar la cabeza, su vista tropezó con los ojos sonrientes de Olga de Coude, que se asomaba por la ventanilla del asiento posterior del automóvil. Tartán correspondió con una reverencia al afectuoso saludo de la condesa. Cuando enderezó el cuerpo, el vehículo que transportaba a la mujer ya había desaparecido.
—¡Ver a Rokoff y a la condesa De Coude la misma noche! —monologó Tarzán—. ¡París no es tan grande, después de todo!
—Tu París es más peligroso que mi jungla, Paul —llegó Tarzán a la conclusión, tras referir a la mañana siguiente a su amigo el enfrentamiento que había tenido en la rue Maule con los apaches y los policías—. ¿Por qué me atraerían allí con aquel señuelo? ¿Tendrían hambre?
D'Arnot simuló un escalofrío de horror, pero soltó la carcajada al oír la estrambótica sugerencia.
—Es difícil remontarse por encima de los niveles propios de la selva y razonar a la luz de las normas y costumbres civilizadas, ¿verdad, amigo mío? —dijo en tono burlón.
—¡Normas y costumbres civilizadas! —La ironía matizó su exclamación—. En las normas de la selva no figuran semejantes atrocidades. Se mata para conseguir alimento o para defenderse… O para conquistar una compañera y para defender a los hijos. Como ves, siempre conforme a los dictados de una ley natural que lo rige todo. Pero aquí, ¡ufffl, tu hombre civilizado es mucho más bestial que las fieras salvajes. Mata sin más ni más, para entretenerse y, lo que es peor, se vale arteramente de un sentimiento noble, como la solidaridad humana, y lo utiliza como cebo para atraer a la incauta víctima hacia la muerte. Atender la llamada de un semejante que pedía auxilio fue lo que me impulsó a llegarme a toda prisa a la habitación donde me esperaban los asesinos.
»No comprendí, no pude comprender, hasta bastante después de que hubiera pasado todo, que una mujer fuese capaz de caer tan bajo, hundirse hasta tal punto en la depravación moral como para atraer a la muerte a una persona que acudía a salvarla de un peligro. Pero no cabe duda de que así fue, la presencia de Rokoff en aquel lugar y la versión de los hechos que la mujer dio a los policías imposibilitan otra interpretación de los hechos. Rokoff debía saber que yo pasaba frecuentemente por la rue Maule. Esperaba la ocasión de cazarme, todo su plan se desarrolló hasta el último detalle de acuerdo con sus previsiones, incluso tenía preparada la historia de la mujer por si acaso algo se torcía y pasaba lo que pasó. Ahora lo veo todo meridianamente claro.
—Bueno dijo D'Arnot. Al menos este asunto te ha enseñado, entre otras cosas, algo que me ha sido imposible meterte en la cabeza: la realidad de que la rue Maule es un lugar estupendo para eludirlo una vez ha caído la noche.
—Pues, por el contrario —sonrió Tarzán—, me ha convencido de que es la única calle en todo París por la que merece la pena pasar. No volveré a desaprovechar nunca más la ocasión de atravesarla, ya que me ha proporcionado la primera auténtica oportunidad de divertirme a modo, como no me había divertido desde que abandoné África.
—Es posible que tengas más diversión de ese tipo incluso sin necesidad de hacer otra visita a esa calle —dijo D'Arnot. Ten presente que no has acabado aún con la policía. Conozco lo suficiente a los policías de París como para asegurarte que no van a olvidar así como así lo que les hiciste. Tarde o temprano darán contigo, mi querido Tarzán, y en cuanto te echen el guante pondrán entre rejas al salvaje hombre de los bosques. ¿Crees que te gustará eso?