Acomodado de nuevo en su tumbona, Tarzán pensó en los numerosos ejemplos de crueldad, resentimiento y egoísmo de que había sido testigo entre los hombres desde aquel día en la selva, cuatro años antes, cuando vio por primera vez un ser humano… el negro y lustroso Kulonga, cuyo celérico venablo encontró aquel funesto día los órganos vitales de
>Kola
, la gigantesca simia, y arrebató al joven Tarzán la única madre que había conocido.
Rememoró el asesinato de
King
a manos de Snipes, el pirata de cara ratonil; el modo inhumano en que los amotinados del
>Arrow
> abandonaron al profesor Porter y sus acompañantes; la crueldad con que trataban a sus cautivos las mujeres y los guerreros negros de Mbonga; las mezquinas envidias de los funcionarios civiles y militares de la colonia de la Costa Occidental que autorizaron su acceso al mundo civilizado.
—¡
Mon Dieu
! —monologó—. Son todos iguales. Estafan, asesinan, mienten, riñen entre sí… y todo por cosas que los animales de la selva no se dignarían poseer. Dinero para comprar unos placeres propios de seres sin carácter. Y, con todo, aferrados a unas costumbres estúpidas que los mantienen esclavizados a la desdicha, aunque albergan el firme convencimiento de que son los reyes de la creación y que disfrutan de las auténticas satisfacciones de la existencia. En la selva, difícilmente se encontraría un ser que no reaccionase más o menos violentamente cuando algún otro miembro de su especie tratara de desposeerle de su pareja. Es un mundo imbécil, un mundo estúpido y Tarzán de los Monos obró como un cretino al renunciar, para afincarse en él, a la libertad y la dicha que podía brindarle la selva virgen en la que había nacido y se había criado.
En aquel momento, sentado allí, le asaltó la repentina sensación de que alguien situado tras él le estaba observando. Su instinto de animal selvático atravesó el barniz de civilización y volvió la cabeza con tal rapidez que los ojos de la muchacha que le había estado espiando sigilosamente no tuvieron tiempo de desviar la mirada antes de que las pupilas grises del hombre-mono se clavaran interrogadoramente en las suyas. Luego, cuando la joven volvió la cara, Tarzán vislumbró la tenue pincelada carmesí que afloró a sus mejillas.
Sonrió para sí ante el resultado de su poco civilizado y, desde luego, en absoluto galante acto, ya que no bajó la mirada cuando sus ojos se clavaron en los de la muchacha. Era muy joven y también daba gusto mirarla. Es más, la dama tenía un sí es no familiar que al hombre-mono le hizo preguntarse dónde la habría visto antes. El hombre-mono volvió a su postura anterior y, al cabo de un momento, tuvo conciencia de que la muchacha se había levantado y abandonaba la cubierta. Cuando hubo pasado por delante de él, Tarzán volvió la cabeza para observarla, con la esperanza de descubrir algún indicio que le permitiera satisfacer su interés acerca de la identidad de la joven.
No se sintió defraudada por completo su curiosidad, ya que, mientras se alejaba, la muchacha levantó una mano para atusarse la negra mata de pelo que ondulaba en la nuca —gesto peculiar de toda mujer que da por supuesto que su paso levanta miradas apreciativas— y Tarzán reconoció en un dedo de la mano derecha el anillo de extraña orfebrería que había visto poco antes en el anular de la mujer del velo.
De modo que aquella preciosa dama era la joven a la que Rokoff había estado acosando. Tarzán se preguntó con cierta indolencia quién podría ser y qué relación podría existir entre aquella encantadora muchacha y un ruso hosco y barbudo.
Aquel anochecer, después de la cena, Tarzán se acercó a la cubierta de proa, donde permaneció conversando con el segundo oficial hasta bastante después de oscurecido. Cuando el marino tuvo que marchar a otro punto del buque para cumplir los deberes propios del servicio, el hombre-mono se quedó apoyado en la barandilla y contempló los reflejos que la luna arrancaba a las levemente rizadas aguas. Como estaba medio oculto por un pescante, los dos hombres que avanzaban por la cubierta no se percataron de su presencia y, al pasar, Tarzán captó lo suficiente de su conversación como para inducirle a seguirlos, dispuesto a averiguar qué nueva indignidad estaban tramando. Había reconocido la voz de Rokoff y había observado que su acompañante era Paulvitch.
Tarzán sólo pudo entender unas pocas palabras: —… Y si chilla puedes echarle las manos al cuello hasta que…
Pocas, pero que bastaron para despertar el espíritu aventurero que anidaba en su interior, así que se mantuvo tras la pareja, que había avivado el paso por la cubierta, sin perderlos de vista. Los siguió hasta el salón de fumadores, pero los dos hombres se limitaron a hacer un alto en el umbral, donde sólo estuvieron el tiempo justo para, al parecer, cerciorarse de que allí dentro se encontraba la persona que deseaban tener localizada con absoluta seguridad.
Después reanudaron la marcha, para encaminarse directamente a los camarotes de primera clase situados encima de la cubierta de paseo. Tarzán tuvo allí más dificultades para pasar inadvertido, pero lo consiguió. Cuando se detuvieron ante una de las pulimentadas puertas de madera, Tarzán se deslizó entre las sombras de un pasillo, a unos tres metros y medio de ellos.
Uno de los hombres llamó a la puerta. Del interior llegó una voz femenina, que preguntó en francés: —¿Quién es?
—Olga, soy yo… Nicolás —fue la respuesta, pronunciada en el tono gutural propio de Rokoff—. ¿Puedo pasar?
—¿Por qué no dejas de perseguirme, Nicolás? —sonó la voz de la mujer a través de la delgada hoja de madera—. Jamás te hice daño.
Vamos, vamos, Olga —instó el individuo en tono expiatorio—. No te pido más que intercambiar media docena de palabras contigo. No voy a causarte perjuicio alguno, ni siquiera entraré en tu camarote; pero lo que tengo que decirte no puedo gritártelo a través de la puerta.
Tarzán oyó el chasquido del pestillo al descorrerlo por dentro. Salió de su escondrijo el tiempo suficiente para ver qué iba a ocurrir cuando se abriese la puerta, ya que no le era posible olvidar las siniestras palabras captadas poco antes en cubierta: «… Y si chilla, puedes echarle las manos al cuello hasta que…».
Rokoff estaba de pie ante la puerta. Paulvitch se había aplastado contra el tabique revestido de paneles del corredor que se alargaba por el otro lado. Se abrió la puerta. Rokoff medio entró en el camarote y permaneció con la espalda contra la hoja de madera, mientras se dirigía a la mujer, hablándole en susurros. Tarzán no vio a la dama, pero en seguida oyó su voz, en tono normal, en un volumen lo bastante alto para permitirle distinguir las palabras.
—No, Nicolás —decía—, es inútil. Por mucho que me amenaces, nunca accederé a tus exigencias. Haz el favor de salir del camarote; no tienes derecho a estar aquí. Prometiste que no ibas a entrar.
—Muy bien, Olga, no entraré; pero antes de que haya acabado contigo lamentarás mil veces no haberme hecho este favor. De todas formas, al final habré conseguido lo que quiero, así que me podrías haber ahorrado algunas molestias y un poco de tiempo a la vez que tú te habrías evitado la deshonra, la tuya y la de tu…
—¡Nunca, Nicolás! —le cortó, tajante, la mujer.
Tarzán vio entonces que Rokoff volvía la cabeza y dirigía una seña a Paulvitch, quien se precipitó de un salto hacia la puerta del camarote, que Rokoff mantenía abierta para que entrase. Luego, Rokoff se retiró rápidamente del umbral. La puerta se cerró. Tarzán oyó el chasquido del pestillo, al correrlo Paulvitch desde el interior. Rokoff permaneció de guardia ante la puerta, inclinada la cabeza como si tratase de escuchar las palabras que se pronunciaban dentro. Una sonrisa desagradable frunció sus labios cubiertos por la barba.
Tarzán oyó la voz de la mujer, que ordenaba a Paulvitch que abandonara inmediatamente el camarote.
—¡Avisaré a mi esposo! —advirtió—. ¡Se mostrará implacable con usted!
La burlona risotada de Paulvitch atravesó la pulimentada hoja de madera de la puerta.
—El contador del buque irá a buscar a su esposo, señora —dijo el hombre—. A decir verdad, ya se ha informado a dicho oficial de que, tras la puerta cerrada de este camarote, está usted entreteniendo a un hombre que no es su marido.
—¡Bah! —exclamó la condesa—. ¡Mi esposo sabrá que es falso!
—Desde luego, su esposo lo sabrá, pero el contador del buque, no; ni tampoco los periodistas que a través de algún medio misterioso se habrán enterado del asunto cuando desembarquemos. Lo considerarán una historia de lo más interesante, lo mismo que sus amistades cuando la lean a la hora del desayuno del… veamos, hoy es martes, ¿no?… cuando la lean el viernes por la mañana al desayunar. Y su interés no disminuirá precisamente cuando se enteren de que el hombre al que la señora divertía en su camarote es un criado ruso… el ayuda de cámara del hermano de madame, para ser más preciso.
—Alexis Paulvitch —sonó la voz de la mujer, fría e impávida—, es usted un cobarde y en cuanto le susurre al oído cierto nombre cambiará de opinión respecto a las exigencias y amenazas con que trata de intimidarme y se apresurará a salir del camarote. Y no creo que vuelva a presentarse con ánimo de fastidiarme.
Se produjo un silencio momentáneo, una pausa que Tarzán supuso dedicó la mujer a inclinarse hacia el canallesco individuo para murmurarle al oído lo que había indicado. Fueron sólo unos segundos, a los que siguió un sorprendido taco por parte del hombre, el ruido de unos pies al arrastrarse, un grito de mujer… y vuelta al silencio.
Pero apenas había muerto en el aire la última nota de ese grito cuando el hombre-mono ya se encontraba fuera de su escondite. Rokoff había echado a correr, pero Tarzán le agarró por el cuello y le arrastró hacia atrás. Ninguno de los dos pronunció palabra, porque ambos comprendían instintivamente que en el camarote se estaba cometiendo un asesinato y Tarzán confiaba en que Rokoff no había pretendido que su cómplice llegase hasta ese extremo. Presentía que los fines de aquel desaprensivo eran más profundos… más profundos e incluso más siniestros que un asesinato brutal y a sangre fría.
Sin perder tiempo en preguntar nada a los que estaban dentro, Tarzán aplicó violentamente su hombro gigantesco contra el frágil panel de la puerta, que saltó convertido en una lluvia de astillas, e irrumpió en el camarote, llevando a Rokoff tras él. Vio frente a sí a la mujer, tendida en un sofá. Encima de ella, Paulvitch hundía los dedos en la delicada garganta, mientras las manos de la víctima golpeaban inútilmente la cara del criminal e intentaban a la desesperada separar del cuello aquellos dedos crueles que le estaban arrancando la vida.
La fragorosa entrada de Tarzán impulsó a Paulvitch a ponerse en pie. Contempló a Tarzán airada y amenazadoramente. La muchacha se incorporó titubeante hasta sentarse en el sofá. Se llevó una mano a la garganta, mientras recuperaba el aliento entre cortos jadeos. A pesar de su cabello despeinado y de la palidez de su rostro, Tarzán reconoció en ella a la joven a la que aquel mismo día sorprendió observándole en la cubierta.
—¿Qué significa esto? —se dirigió Tarzán a Rokoff, al que intuitivamente consideraba instigador de aquella vileza. El ruso permaneció en silencio, fruncido el ceño. El hombre-mono continuó—: Haga el favor de pulsar el timbre. Que venga un oficial del barco… Este asunto ha ido ya demasiado lejos.
—¡No, no! —exclamó la muchacha, al tiempo que se ponía en pie súbitamente—. Por favor, no lo haga. Estoy segura de que no existía verdadera intención de lastimarme. Saqué de sus casillas a esta persona, se enfadó y perdió el dominio de sus nervios. Eso es todo. No quisiera que este incidente trascendiese, por favor, caballero.
En la voz de la joven se apreciaba tal nota de súplica que Tarzán no insistió, aunque su buen juicio le anunciaba que en aquel asunto había algo oculto de lo que se debía informar a las autoridades correspondientes para que investigaran.
—Así pues, ¿no desea que haga nada? —preguntó.
—Nada en absoluto, por favor —respondió la dama.
—¿Consiente, sin más, en que esta pareja de rufianes siga atormentándola?
La muchacha no supo qué responder; parecía aturdida y desolada. Tarzán percibió una maligna sonrisa de triunfo en los labios de Rokoff. Evidentemente, la joven tenía miedo a aquellos dos sinvergüenzas: no se atrevía a manifestar sus auténticos deseos delante de ellos.
—En tal caso —determinó Tarzán—, actuaré bajo mi propia responsabilidad. —Se encaró con Rokoff y dijo—: A usted, y en esta advertencia incluyo a su sicario, puedo asegurarle que no le quitaré ojo en todo lo que queda de travesía, y si por un casual me entero de que cualquiera de ustedes molesta a esta joven, aunque sea de la manera más remota, responderán de ello ante mí y les garantizo que las medidas que tome no representarán una experiencia agradable para ninguno de los dos.
Agarró por el cogote a Rokoff y a Paulvitch y los arrojó a través del hueco de la puerta. Añadió al impulso inicial sendos puntapiés en salva sea la parte de ambos sujetos.
—¡Largo de aquí! —conminó.
Salieron despedidos al pasillo y Tarzán regresó al interior del camarote, donde la muchacha le miraba con ojos desorbitados por el asombro.
—Y usted, señora, me hará un gran favor si me comunica cualquier nueva tentativa de avasallamiento a que se atreva a someterla uno u otro de esos dos miserables.
—¡Ah, monsieur! —expresó la joven—. Espero que no le sobrevenga ninguna desgracia como consecuencia de lo que ha hecho. Se ha ganado usted un enemigo perverso y lleno de recursos criminales, que no se detendrá ante nada para satisfacer su odio. En adelante, tendrá que andarse con mucho cuidado, monsieur…
—Perdón, señora, me llamo Tarzán.
—Monsieur Tarzán. No crea que porque no he querido informar a los oficiales del barco de lo que ha pasado aquí no le agradezco con toda la sinceridad del mundo lo valiente y caballerosamente que ha salido en mi defensa. Buenas noches, monsieur Tarzán. No olvidaré nunca la deuda que he contraído con usted.
La mujer puso en sus labios una sonrisa de lo más atractiva, mostrando una dentadura perfecta, y dedicó una leve reverencia a Tarzán, quien le deseó buenas noches y salió a cubierta.
Le desconcertaba considerablemente el que hubiese dos personas a bordo —la joven y el conde De Coude— que sufrieran villanías por parte del tal Rokoff y de su cómplice y que no se mostrasen dispuestas a permitir que se entregara a la justicia a los desalmados. Aquella noche, antes de retirarse a descansar, los pensamientos del hombre-mono volvieron a proyectarse muchas veces sobre la preciosa muchacha en cuya evidentemente enmarañada vida el destino le había hecho mezclarse de forma tan extraña. Se percató de que ni siquiera conocía el nombre de la joven. Que estaba casada daba cuenta el fino anillo de oro que lucía en el dedo anular de la mano izquierda. Se preguntó inconscientemente quién podría ser el afortunado.