—Perdone —dijo el individuo en tono brusco, al tiempo que intentaba rodear a Tarzán.
—Un momento —articuló el hombre-mono.
—¿Por qué, señor? —quiso saber el otro, altanero—. Permítame pasar, monsieur.
—Aguarde —insistió Tarzán—. Creo que hay aquí una cuestión que sin duda usted podrá aclarar con sus explicaciones.
El prójimo había perdido ya los estribos y, al tiempo que soltaba una palabrota, agarró a Tarzán con intención de apartarlo por las malas. El hombre-mono se limitó a sonreír mientras obligaba al sujeto a dar media vuelta, le cogía por el cuello de la chaqueta y le llevaba de regreso a la mesa, sin hacer caso de las maldiciones y forcejeos del individuo, que inútilmente se resistía y trataba de zafarse. Nicolás Rokoff comprobaba por primera vez la fortaleza de unos músculos que habían proporcionado a Tarzán la victoria en sus diversos enfrentamientos con
Numa
, el león, y
Terkoz
, el gigantesco mono macho.
Tanto el hombre que había acusado a De Coude como los otros dos jugadores contemplaban al conde inmóviles y expectantes. Atraídos por la disputa, unos cuantos pasajeros más se habían acercado al salón de fumadores y esperaban el desenlace del litigio.
—Este sujeto está loco —dijo el conde—. Caballeros, les ruego que uno de ustedes me registre.
—La acusación es ridícula —calificó uno de los jugadores.
—No tiene más que introducir la mano en el bolsillo de la chaqueta del conde y comprobar que la imputación es correcta y responde a la verdad —insistió el acusador. Luego, en vista de que todos vacilaban, avanzó hacia el conde, al tiempo que decía—: Vamos, yo mismo me encargaré de ello, puesto que nadie quiere hacerlo.
No, monsieur —se opuso De Coude—. Sólo me someteré al registro si lo efectúa un caballero.
—No es preciso que nadie registre al conde. Los naipes están en su bolsillo. Yo mismo he visto cómo los ponían en él.
Todos se volvieron, sorprendidos, hacia el que acababa de hablar: un joven apuesto y atlético, que llevaba agarrado por el cuello a un cautivo al que, no obstante su resistencia, obligaba a avanzar en dirección al grupo.
—Esto es una confabulación —gritó el conde, furioso—. No hay naipe alguno en mi chaqueta…
Simultáneamente, se llevó la mano al bolsillo. Un silencio tenso reinó en la estancia. El conde se puso pálido como un cadáver y a continuación, muy despacio, sacó la mano del bolsillo. En ella había tres cartas.
Miró a los presentes con una muda expresión de horrorizado asombro y, lentamente, por su semblante fue extendiéndose el bochorno de la mortificación. Los rostros de quienes asistían a la ruina del honor de un hombre expresaban compasión y desprecio.
—En efecto, se trata de una conjura, monsieur. —Tomó de nuevo la palabra el hombre de grises pupilas. Continuó—: Caballeros, el señor conde ignoraba que esas cartas estuviesen en su bolsillo. Se las introdujeron en él, sin que se diera cuenta, mientras estaba sentado jugando. Vi la maniobra reflejada en el espejo que tenía delante, mientras estaba sentado en aquella silla de allí. Este hombre, al que he cortado el paso cuando pretendía escapar, es la persona que puso los naipes en el bolsillo del conde.
Los ojos del conde pasaron de Tarzán al individuo que el hombre— mono tenía agarrado por el cuello.
—
Mon Dieu
, Nicolás! —exclamó De Coude—. ¡Tú!
El conde miró luego al jugador que le había acusado de tramposo y le observó atentamente durante unos segundos.
—Y usted, monsieur, naturalmente, con esa barba no le había reconocido. Le disfraza a la perfección, Paulvitch. Ahora lo comprendo todo. Está absolutamente claro, caballeros.
—¿Qué hacemos con estos dos tipos, monsieur? —preguntó Tarzán—. ¿Los ponemos en manos del capitán?
—No, amigo mío —se apresuró a decir el conde—. Es un asunto personal y le suplico que lo deje correr. Es suficiente con que me vea exculpado de la acusación. Cuanto menos tengamos que ver con semejantes individuos, tanto mejor. Pero, monsieur, ¿cómo puedo agradecerle el inmenso favor que acaba de hacerme? Le ruego acepte mi tarjeta y, si en algún momento o circunstancia pudiera serle útil, sepa que me tiene a su disposición.
Tarzán había soltado ya a Rokoff, el cual no había perdido un segundo en dirigirse a la salida del salón de fumadores, acompañado de su cómplice, Paulvitch. A punto de franquear la puerta, Rokoff se volvió y, ominoso, aseguró a Tarzán:
—Monsieur, tendrá ocasión de lamentar haberse entrometido en asuntos que no le conciernen.
Tarzán sonrió y luego, tras inclinarse ante el conde, le tendió su propia tarjeta.
El aristócrata francés leyó:
Monsieur Jean C. Tarzán
—Monsieur Tarzán —dijo—, realmente deseará no haber salido en mi defensa, porque puedo garantizarle que se ha ganado la enemistad de dos de los granujas más viles y malintencionados de Europa entera. Evítelos, monsieur, por todos los medios.
—He tenido adversarios mucho más terribles, mi estimado conde —respondió Tarzán con una sosegada sonrisa—, y sin embargo, aún sigo vivo y despreocupado. No creo que ninguno de esos dos tipejos disponga de medios para hacerme daño.
—Esperemos que no, monsieur —dijo De Coude—, pero tampoco le perjudicará estar alerta. Ha de tener presente que hoy se ha ganado usted por lo menos un enemigo de los que jamás olvidan ni perdonan y cuya mente perversa siempre está tramando sin descanso nuevas atrocidades que perpetrar sobre quienes han frustrado sus planes o le han ofendido de alguna forma. Decir que Nicolás Rokoff es un demonio sería agraviar a la satánica majestad de los infiernos.
Aquella noche, al entrar en su camarote, Tarzán encontró en el suelo una nota doblada que evidentemente habían echado por debajo de la puerta. La desdobló y leyó:
Monsieur Tarzán:
No cabe duda de que no se daba usted cuenta de la gravedad de su ofensa, ya que de ser así, se habría abstenido de hacer lo que hizo hoy. Deseo creer que sólo la ignorancia le permitió actuar así y que no tenía intención alguna de ofender a un desconocido. Por tal razón, estoy dispuesto a atender sus disculpas y a aceptar su palabra de que no volverá a inmiscuirse en asuntos que no le conciernen. En cuyo caso olvidaré lo ocurrido.
De lo contrario… Pero estoy seguro de que será lo bastante sensato como para adoptar la norma de conducta que le sugiero.
Respetuosamente,
Nicolás Rokoff
Tarzán se permitió esbozar una torva sonrisa, que bailó fugazmente por sus labios. Pero en seguida apartó de su cerebro el asunto y se fue a la cama.
En un camarote cercano, la condesa De Coude preguntaba a su marido:
—¿Por qué estás tan mohíno, mi querido Raúl? Te has pasado la tarde con cara de velatorio. ¿Qué es lo que te preocupa?
—Nicolás está a bordo, Olga. ¿No lo sabías?
—¡Nicolás! —exclamó la mujer—. ¡Pero eso es imposible, Raúl! No puede ser. Nicolás está bajo arresto en Alemania.
—Eso creía yo, hasta que hoy le he visto… A él y a ese otro supercanalla, Paulvitch. Olga, no podré resistir su acoso durante mucho tiempo más. No, ni siquiera por ti. Tarde o temprano tendré que denunciarlos a las autoridades. La verdad es que me cuesta trabajo resistir la tentación de contárselo todo al capitán del buque antes de que lleguemos a puerto. En un transatlántico francés, Olga, será más fácil poner fin de una vez por todas a esta Némesis implacable que nos persigue.
—¡Oh, no, Raúl! —protestó la condesa; se arrodilló ante él, que se había sentado, gacha la cabeza, en un sofá—. No lo hagas. Recuerda lo que me prometiste. Raúl, dame tu palabra de que no lo harás. No le amenaces siquiera, Raúl.
El conde tomó entre las suyas las manos de su esposa y, antes de decir nada, contempló el pálido y atribulado semblante de la mujer durante unos momentos, como si tratase de arrancar a aquellas preciosas pupilas el verdadero motivo que inducía a Olga a proteger a aquel individuo.
—Como quieras —convino De Coude al final—. No consigo entenderlo. Ha perdido todo derecho a tu afecto, a tu lealtad y a tu respeto. Es una amenaza para tu vida y tu honor, lo mismo que para la vida y el honor de tu esposo. Confío en que nunca tengas que lamentar haberle defendido.
—No le defiendo, Raúl —le interrumpió Olga con vehemencia—. Creo que le odio tanto como tú, pero… ¡Oh, Raúl, la sangre es más espesa que el agua!
—Hoy me hubiera gustado probar el espesor de la suya —refunfuñó De Coude, siniestra la expresión—. Esa pareja intentó deliberadamente mancillar mi honor, Olga. —Refirió a su esposa lo sucedido en el salón de fumadores—. De no ser por ese caballero, al que no conozco de nada, se habrían salido con la suya, porque ¿quién habría aceptado mi palabra, sin prueba alguna, frente a aquella maldita evidencia de las cartas que llevaba ocultas encima? Casi empezaba a dudar de mí mismo, cuando apareció monsieur Tarzán arrastrando a tu precioso Nicolás hasta nosotros y explicó toda la sucia maquinación.
—¿Monsieur Tarzán? —preguntó Olga de Coude con evidente sorpresa.
—Sí. ¿Le conoces?
—Sólo de vista. Un camarero me indicó quién era.
—Ignoraba que se tratase de una celebridad —dijo el conde.
Olga de Coude cambió de conversación. Se percató repentinamente de que le iba a costar trabajo explicar por qué un camarero tenía que indicarle la persona del apuesto y bien parecido monsieur Tarzán. Tal vez se sonrojó un poco puesto que ¿no la miraba el conde, su esposo, con una expresión extrañamente burlona?
«¡Ah!», pensó la dama, «una conciencia culpable recela hasta de su sombra. »
Hasta bastante entrada la tarde del día siguiente no volvió a ver Tarzán a los compañeros de travesía en cuyos asuntos le había inducido a inmiscuirse su inclinación por el juego limpio. Se tropezó entonces inopinadamente con Rokoff y Paulvitch, en el momento más inoportuno, cuando menos podían desear ambos individuos la presencia del hombre— mono.
El trío se encontraba en un punto de la cubierta momentáneamente desierto y cuando Tarzán se acercaba a ellos, los individuos discutían acaloradamente con una mujer. Tarzán observó que la dama vestía con lujosa elegancia y que su figura esbelta y bien proporcionada era propia de una muchacha joven; sin embargo, como un velo le cubría la cara, no pudo ver sus facciones.
Los tres estaban de espaldas a Tarzán, los dos hombres uno a cada lado de la mujer. Tarzán se acercó sin que se dieran cuenta de su llegada. Observó el hombre-mono que Rokoff parecía amenazar a la mujer, la cual se manifestaba en tono suplicante; pero como mantenían su controversia en una lengua desconocida para él, sólo las apariencias permitieron deducir a Tarzán que la muchacha estaba asustada.
La actitud de Rokoff indicaba con tal claridad la violencia fisica que enardecía su ánimo que el hombremono hizo una breve pausa detrás del grupo, al captar instintivamente el peligro que saturaba la atmósfera. Sólo llevaba unos segundos de titubeo cuando vio que Rokoff agarraba con violento ademán la muñeca de la mujer y se la retorcía como si tratara de arrancarle alguna promesa mediante la fuerza. Lo que hubiera sucedido a continuación, de haberse salido Rokoff con la suya, es algo que sólo podemos suponer, dado que el ruso no pudo seguir adelante. Unos dedos de acero le aferraron el hombro y, sin contemplaciones, le obligaron a girar en redondo, para encontrarse con los gélidos ojos grises del desconocido que el día anterior había desbaratado sus planes.
—Sapristi! —maldijo Rokoff—. ¿Qué pretende? ¿Está tan loco como para atreverse a insultar de nuevo a Nicolás Rokoff?
—Es mi respuesta a su nota, monsieur —repuso Tarzán en voz baja. Acto seguido tiró de Rokoff con tal fuerza que el ruso fue a estrellarse, de bruces, contra la barandilla del buque.
—¡Por todos los diablos! —vociferó Rokoff—. ¡Morirás por esto, cerdo!
Se puso en pie de un salto y se precipitó sobre Tarzán al tiempo que sacaba un revólver del bolsillo trasero del pantalón. La muchacha se encogió, aterrada.
—¡Nicolás! —chilló—. ¡No… oh, no lo hagas! ¡Rápido, monsieur, márchese en seguida, si no quiere que le mate!
Lejos de hacerle caso, Tarzán avanzó al encuentro del individuo.
—No insista en ponerse en ridículo, monsieur —aconsejó.
La furia y la humillación a que le había sometido aquel extraño había puesto a Rokoff fuera de sí.
Consiguió sacar el revólver, se detuvo para apuntar cuidadosamente al pecho de Tarzán y apretó el gatillo. Con frustrado click, el percutor cayó sobre un cartucho vacío… Simultáneamente, la diestra del hombre— mono salió disparada como la cabeza de una serpiente pitón iracunda; un rápido torcimiento y el arma voló por encima de la borda y fue a hundirse en el Atlántico.
Durante unos instantes, ambos hombres permanecieron inmóviles frente a frente. Rokoff había recobrado la serenidad. Fue el primero en romper el silencio.
—Se ha entrometido por dos veces en asuntos que no le van ni le vienen, monsieur. Por dos veces ha tenido la suicida imprudencia de vejar a Nicolás Rokoff. Se pasó por alto el primer agravio al dar por supuesto que el señor se atrevió a inferirlo ignorante de lo que hacía, pero esto de ahora no puede dejarse impune. Si monsieur no sabe quién es Nicolás Rokoff, esta nueva desfachatez temeraria va a proporcionarle buenos motivos para enterarse y para que no se le olvide jamás.
—Ya sé todo lo que tengo que saber de usted —replicó Tarzán—: que es un miserable y un cobarde.
Se volvió para preguntar a la muchacha si aquel sujeto le había hecho daño, pero la joven había desaparecido. Luego, sin molestarse en dirigir una sola mirada a Rokoff y su compinche, Tarzán reanudó su paseo por cubierta.
No pudo por menos que preguntarse qué especie de intriga se llevarían entre manos aquellos dos individuos y en qué consistiría su plan. Le pareció percibir algo familiar en el aspecto de la mujer del velo en cuyo auxilio había acudido, pero como no pudo verle la cara tampoco le era posible estar seguro de que la conocía. El único detalle que captó de modo particular fue que un anillo de singular orfebrería adornaba un dedo de la mano que Rokoff había cogido. Tarzán decidió fijarse a partir de entonces en los dedo! de todas las pasajeras que encontrase, al objeto de descubrir la identidad de la dama a la que Rokoff acosaba, y comprobar si el ruso seguía hostigándola.