—Por completo. Su esposa es una mujer irreprochable. Sólo le quiere a usted. Yo tengo la culpa de lo que vio usted. Ni la condesa ni yo tuvimos nada que ver con lo que me impulsó a ir a su casa. Aquí tiene usted un documento que lo demuestra de modo concluyente.
Tarzán se sacó del bolsillo la declaración que Rokoff había escrito y firmado.
De Coude se hizo cargo de ella y la leyó. D'Arnot y Flaubert se habían acercado a los dos hombres. Eran atentos espectadores del extraño desenlace de aquel no menos extraño duelo. Nadie pronunció palabra hasta que De Coude hubo concluido la lectura y alzó la cabeza para mirar a Tarzán.
—Es usted un hombre noble y caballeroso —dijo—. Doy gracias a Dios por no haberle matado.
De Coude era francés. Los franceses son impulsivos. Abrazó a Tarzán. Cundió el ejemplo y monsieur Flaubert abrazó a D'Arnot. No quedaba nadie para que abrazase al médico. Tal vez eso hirió el orgullo del doctor que, quizás con cierto afán de protagonismo, se apresuró a intervenir solicitando que se le permitiera curar las heridas de Tarzán.
—Este caballero recibió por lo menos un balazo —dijo—. Y es posible que tres.
—Dos —corrigió Tarzán—. Un proyectil me alcanzó en el hombro izquierdo y otro en el costado, también izquierdo… pero ambas heridas son superficiales, creo.
Sin embargo, el médico insistió en que se tendiera en el césped y procedió a aplicarle la correspondiente cura, hasta que tuvo cortada la hemorragia y bien desinfectadas las heridas.
La consecuencia feliz de aquel duelo fue que regresaron todos juntos a París en el automóvil de D'Arnot, convertidos en los mejores amigos del mundo. El conde se sentía tan aliviado por aquel testimonio de la fidelidad de su esposa, fidelidad asegurada por partida doble, que de ninguna manera podía guardar rencor a Tarzán. Cierto que éste había asumido una carga de responsabilidad mucho mayor de la que le correspondía, pero si mintió, tal mentira era disculpable, porque la pronunció en beneficio de una dama y, por otra parte, mintió como un caballero.
El hombre mono tuvo que permanecer en cama varios días. En su opinión, era estúpido e innecesario, pero tanto el médico como D'Arnot se tomaron el asunto muy en serio, hasta el punto de que Tarzán no tuvo más remedio que ceder, para complacerles, si bien pensar en ello le hacía reír.
—Es ridículo —se quejó a D'Arnot. ¡Estar aquí tumbado por el pinchazo de un alfiler! Cuando, de niño,
Bolganí,
el rey de los gorilas, casi me despedazó, ¿tuve una cama tan estupenda y tan mullida? ¡No! Sólo la húmeda y putrefacta vegetación de la jungla. Me pasé varias semanas tendido en el suelo, oculto bajo unos arbustos, sin más cuidados que los de
Kaln
, mi pobre fiel Kala, que hacía de enfermera, ahuyentaba a los insectos para que no se cebasen en mis heridas y mantenía a raya a las fieras depredadoras.
»Cuando le pedía agua, me la llevaba en su boca… Era el único sistema que conocía para trasladarla. Allí no había gasas esterilizadas ni vendas antisépticas. Lo poco que había y nada era lo mismo, de forma que, de encontrarse con aquella penuria, nuestro querido doctor se habría vuelto loco. A pesar de todo, me repuse… Me recuperé para venir aquí y verme tendido en la cama por culpa de un rasguño al que ningún habitante de la selva prestaría la menor atención, so pena de que lo tuviese en la punta de la nariz.
Pero el tiempo vuela y, antes de que pudiera darse cuenta, Tarzán se encontró de nuevo en pie. De Coude había ido a visitarle varias veces y, al enterarse de que el hombre-mono se perecía por encontrar un empleo, fuese de la naturaleza que fuera, le prometió hacer cuanto estuviese en su mano para proporcionárselo.
Precisamente el primer día que se le permitió a Tarzán salir a la calle recibió un recado de De Coude en el que se le rogaba que pasase aquella tarde por el despacho del conde.
Encontró a De Coude esperándole. El francés le saludó cordialmente y le felicitó por su recuperación. Desde la mañana en que se enfrentaron en el campo del honor, ninguno de los dos había vuelto a mencionar el duelo ni el motivo del mismo.
—Me parece que le he encontrado algo idóneo de veras para usted, monsieur Tarzán —anunció el conde—. Es un cargo de confianza y de gran responsabilidad, cuyo cometido requiere también valor y perfectas condiciones físicas. No puedo imaginar hombre más adecuado que usted para desempeñarlo, monsieur Tarzán. Eso sí, tendrá que viajar. También es muy probable que gracias a él acceda más adelante a un puesto de mucha mayor importancia… posiblemente en el servicio diplomático.
»Al principio, durante una breve temporada, actuará como agente especial afecto al Ministerio de la Guerra. Vamos, le presentaré a su jefe, al caballero a cuyas órdenes estará usted. Le explicará sus obligaciones mejor de lo que pudiera hacerlo yo. Luego estará usted en condiciones de juzgar si desea aceptar o no el empleo.
De Coude acompañó a Tarzán al despacho del general Rochere, director del departamento al que quedaría adscrito Tarzán de aceptar el empleo. Allí lo dejó el conde, tras explicar al general detallada, entusiasta y brillantemente las numerosas cualidades que poseía el hombre mono, que le capacitaban perfectamente para las funciones que precisaba el servicio.
Media hora después, Tarzán salía del despacho del general Rochere con el primer empleo que iba a desempeñar en su vida. Tenía que volver a la mañana siguiente para recibir las oportunas instrucciones, aunque el general Rochere ya le había dejado a Tarzán diáfanamente claro que podía prepararse para abandonar París por tiempo indefinido, quizás incluso al día siguiente.
Rebosante de euforia, Tarzán se apresuró a volver a casa para dar cuanto antes la buena nueva a D'Arnot. Al fin iba a ser útil a la sociedad. Iba a ganar dinero y, lo mejor de todo, iba a viajar y a ver mundo.
Casi no pudo esperar a acomodarse en el salón donde D'Arnot estaba sentado para soltar la jubilosa noticia. A D'Arnot no le hizo mucha gracia.
—Parece que te encanta la idea de marcharte de París y que, tal vez, transcurran meses antes de que volvamos a vernos. ¡Eres un bicho desagradecido, Tarzán!
Y D'Arnot se echó a reír.
—No, Paul, estoy como un chiquillo con un juguete nuevo y me muero de entusiasmo.
Y así fue como al día siguiente, Tarzán partió de París, rumbo a Marsella y Orán.
La primera misión asignada a Tarzán no prometía ser ni emocionante ni trascendental. Existía cierto teniente de espahís de quien el gobierno tenía motivos para sospechar que estaba desarrollando determinadas relaciones clandestinas con una potencia europea. A dicho teniente, cuyo apellido era Gernois y que estaba destinado en Sidi-bel-Abbes, acababan de agregarle al estado mayor, donde las funciones propias de su cargo ponían en sus manos diariamente numerosos datos e informes de gran valor militar. Era esa información secreta la que el gobierno se temía que el teniente pudiera estar transmitiendo a la gran potencia.
Las sospechas recayeron sobre el teniente a causa de una más que ambigua insinuación que dejó caer cierta conspicua parisiense, impulsada por los celos. Pero los estados mayores suelen cuidar con extraordinario esmero sus secretos y la traición es un asunto tan grave que no puede echarse en saco roto ninguna alusión, por leve e inocente que parezca. Y así fue como Tarzán llegó a Argelia, bajo el disfraz de cazador y trotamundos estadounidense, con la encomienda de no quitarle ojo al teniente Gernois.
Se había ilusionado enormemente con la sugestiva idea de que iba a ver de nuevo su querida África, pero aquel paisaje del norte del continente era tan distinto de la selva tropical que constituía su patria que lo mismo podía haberse quedado en París, por lo que se refiere a los estremecimientos de placer y a la aceleración de los latidos del corazón, que supuso iba a experimentar en cuanto pisara de nuevo su tierra. En Orán se pasó todo un día vagabundeando por las estrechas y tortuosas callejuelas del barrio árabe, entregado al placer de disfrutar de aquellas escenas exóticas y nuevas para él. Al día siguiente se llegó a Sidi-bel-Abbes, donde presentó sus documentos acreditativos a las autoridades civiles y militares…, documentos que no le daban la menor pista respecto al verdadero significado de su misión.
Tarzán dominaba el inglés lo suficiente como para pasar por estadounidense entre árabes y franceses, y eso era todo lo que requería el asunto. Cuando alternaba con un inglés, se expresaba en francés a fin de no traicionarse, pero, llegado el caso, hablaba en inglés con los extranjeros que entendían ese idioma, pero que no eran lo bastante duchos como para percibir las ligeras imperfecciones de acento y pronunciación que Tarzán pudiese cometer.
Trabó amistad con numerosos oficiales y funcionarios franceses y no tardó en disfrutar de cierta estimación entre ellos. Conoció a Gernois, que resultó ser un individuo de unos cuarenta años, taciturno, con cara de enfermo crónico del estómago y que, socialmente, se relacionaba poco o nada con sus compañeros.
Transcurrió un mes sin que sucediera nada de importancia. Aparentemente, Gernois no tenía visitas y cuando iba a la ciudad tampoco se ponía en contacto con nadie cuyo aspecto diera pie a la sospecha —ni aún contando con una imaginación calenturienta y dada a la fantasía— de que se trataba de un agente secreto al servicio de una potencia extranjera. Tarzán empezaba a abrigar la esperanza de que, al fin y a la postre, el rumor había sido una falsa alarma cuando, inopinadamente, destinaron a Gernois a Bu Saada, en el Sahara, mucho más al sur.
Una compañía de espahís y tres oficiales iban a relevar a otra compañía, ya estacionada allí de guarnición. Afortunadamente, uno de los oficiales, el capitán Gerard, había trabado estrecha amistad con Tarzán, de modo que cuando el hombre mono sugirió que podía aprovechar la ocasión y acompañarle a Bu Saada, donde esperaba encontrar caza en abundancia, la propuesta no despertó sospecha alguna.
El destacamento se apeó del tren en Buira e hizo el resto del viaje a caballo. Estaba Tarzán regateando, como es de rigor, el precio de una montura cuando se percató de que, desde el quicio de la puerta de un cafetín, le observaba un hombre vestido a la europea. Pero cuando Tarzán le miró, el hombre dio media vuelta y se introdujo en la choza de barro y techo bajo que era el café. Durante un segundo, Tarzán tuvo la fugazmente curiosa impresión de que el rostro o la figura de aquel sujeto le resultaba familiar. Pero no prestó ulterior interés al asunto.
La cabalgada hasta Aumale le resultó agotadora a Tarzán, cuyas experiencias ecuestres se habían limitado a un cursillo de equitación que siguió en un picadero parisiense. Así que nada más llegar a su destino se apresuró a buscar la comodidad de una cama en el Hotel Grossat, mientras los oficiales y la tropa se llegaban a sus alojamientos en el puesto militar.
Aunque despertaron a Tarzán a primera hora de la mañana siguiente, la compañía de espahís ya se había puesto en movimiento antes de que él hubiese terminado de desayunar. Comía a toda prisa para que los soldados no le sacasen demasiada ventaja cuando se le ocurrió lanzar un vistazo a través de la puerta que comunicaba el comedor con el bar del hotel.
Con gran sorpresa por su parte, vio allí a Gernois enzarzado en animada conversación con el individuo al que el día anterior descubrió observándole desde la puerta del cafetucho. No cabía el error porque aunque el hombre le daba la espalda, Tarzán detectó en él los mismos ademanes e idéntica figura extrañamente familiar.
Se demoraban sus ojos sobre la pareja cuando Gernois alzó la mirada y sorprendió la atenta expresión que reflejaba el semblante de Tarzán. En aquel momento, el desconocido estaba hablando en susurros, pero el oficial francés le interrumpió en seco y ambos hombres se apartaron y salieron del campo visual del hombre-mono.
Aquel era el primer acto sospechoso que Tarzán había observado en lo que se refería al proceder de Gernois, pero tuvo la completa seguridad de que los dos hombres se habían marchado del bar sólo porque Gernois sorprendió a Tarzán mirándolos. Como además seguía viva la sensación de que el desconocido le resultaba ambiguamente familiar, en el ánimo del hombre mono cobró aún más fuerza la idea de que allí había algo que merecía la pena espiar.
Al cabo de un momento, Tarzán pasó al bar, pero la pareja ya se había largado un rato antes y aunque salió a la calle, no los vio por ninguna parte. Sin embargo eso le sirvió de pretexto para recorrer varios establecimientos antes de partir en pos de la columna de espahís, que por entonces le había tomado una buena delantera. No los alcanzó hasta Sidi Aisa, donde los soldados habían hecho un alto de una hora, para descansar. Encontró a Gernois con la columna, pero ni rastro del desconocido.
Era día de mercado en Sidi Aisa y las numerosas caravanas de camellos procedentes del desierto, junto a las nutridas muchedumbres de árabes discutidores, despertaron en Tarzán un agobiante deseo de quedarse allí un día más para observar a aquellos hijos del desierto. De modo que la compañía de espahís se marchó aquella tarde sin él, hacia Bu Saada. Las horas que quedaban hasta el atardecer las dedicó Tarzán a dar vueltas por el mercado y sus aledaños acompañado de un joven árabe llamado Abdul, que le había recomendado el posadero como servidor e intérprete de toda confianza.
Tarzán compró un corcel algo mejor que el que había adquirido en Buira y, durante el tira y afloja del trato con el majestuoso árabe que se lo vendía, se enteró de que éste se llamaba Kadur ben Saden y era el jeque de una tribu del desierto establecida bastante al sur de Jilfah. Por medio de Abdul, Tarzán invitó a su nuevo amigo a cenar con él. Avanzaban entre las nubes de mercaderes, camellos, burros y caballos que inundaban con una babélica confusión de ruidos la plaza del mercado, cuando Abdul tiró de la manga de Tarzán.
—Mire, señor, a nuestra espalda —dijo Abdul, al tiempo que señalaba con el dedo a una figura que se apresuró a esconderse tras un camello cuando Tarzán volvía la cabeza. Abdul añadió—: Ha estado siguiéndonos toda la tarde.
—Sólo he vislumbrado un árabe de chilaba azul marino y turbante blanco —dijo Tarzán—. ¿Te refieres a ése?
—Sí. Ha despertado mis recelos porque parece forastero, da la impresión de que lo único que tiene que hacer aquí es seguirnos, que no es tarea propia de un árabe honesto, y también porque baja la cabeza y oculta la cara, de forma que sólo se le pueden ver los ojos, unos ojos brillantes, eso sí. No debe de ser hombre decente, ya que, de serlo, dedicaría su tiempo a tareas más honrosas.